Eros
a la Gambaro
Lo
impenetrable es una novela de Griselda Gambaro que Editorial Norma editará
en julio. Deliciosa y con todas las reglas del género erótico,
se atreve, sin embargo, a tomándolo en solfa. No en vano esta
historia que cuenta los ardores de una tal Madame X, su doncella y sus
amantes empieza con una frase irónica: El gran inconveniente
de la novela erótica es su dificultad para alcanzar el clímax
literario. Este es un párrafo que la autora promete, siempre
en broma, como fuerte.
Oh,
qué hermosura!, dijo Madame X, contemplándose, mientras
sujetaba su pelambre con una docena de horquillas y ponía punto
final a su peinado.
Permiso, señora interrumpió su doncella. Parecía
más contenta. El rictus de malhumor había desaparecido
totalmente y ya no envolvía a Madame X con esas miradas fijas
y ardorosas que tanto la fastidiaban.
¿Qué ocurre? preguntó Madame X sin
volverse, observándola a través del espejo ¿Por
qué estaba tan agitada?
El... empezó su doncella y vaciló. Agregando
luego con un retrintín malicioso invitado quiere una bebida
¿Se la ofrezco?
¡Pues sí!
Dice que no se dé prisa. Puede esperar y lanzó
una risita tonta que provocó una vaga sospecha en Madame X.
Ya bajo.
¡No, no! ¡No baje!
¿Qué dices?
La doncella efectuó otra reverencia mecánica y murmuró:
Póngase hermosa. Aunque más hermosa es imposible.
Cerró suavemente la puerta y Madame X reconoció que no
hay cómo un poco de altanería para poner a la gente en
su lugar. Se perfumó los lóbulos de las orejas, se aplicó
otra capa de polvos y se miró detenidamente en el espejo... Las
arrugas habían desaparecido, sus ojos brillaban, olía
como los dioses. El corsé le oprimía el pecho y le dificultaba
la respiración, pero no era un mal efecto, tomaba y exhalaba
el aire a sacudidas, como una adolescente emocionada. Se pellizcó
con fuerza las mejillas para que adquirieran buen color y abrió
la puerta. Oyó un murmullo de voces, que provenían del
salón, en la planta baja. Una voz era la de su criada, más
aguda y sonora de lo que convenía a su condición, la otra,
masculina, la impresionó desagradablemente. Lo haré callar,
se dijo, la voz no es todo.
En mitad de la escalera, oyó el ruido de una corrida, el de muebles
apartados con violencia y finalmente el de unos vidrios rotos. La estúpida
ha dejado caer la cristalería, se dijo Madame X. Su doncella,
en lugar de la exclamación consternada que correspondía,
lanzaba grititos y reía tontamente.
Madame X, sin intentar explicarse lo que sucedía, bajó
las escaleras con mucha atención, aferrada al pasamanos como
si bordeara un precipicio porque se había puesto zapatos que
la sostenían mal, con tacos altos y más pequeños
de la medida que usaba. Tenía el pie grande y sufría por
esa falta de elegancia. Le costaba respirar, cada bocanada de aire sofocada
por el corsé significaba un paso que la acercaba al caballero
y que la sumía en la más viva emoción, no obstante
la edad y la experiencia.
Dámela, dámela decía una voz aguardentosa
y ronca que a Madame X le costó asociar al delicado caballero
de su ventana. No hay hombres ideales, reconoció con cierta tristeza
que abandonó en seguida, porque esa voz tan grosera e inculta
podía ser un atractivo inesperado partiendo de ese cuerpo que
se adivinaba gentil y sensible bajo las ropas. Y después, ¡ése
corazón tan ruidoso y apasionado! Madame X se inmovilizó
sobre un escalón. La voz seguía insistiendo, perentoria
y con más urgencia: Dámela, dámela.
Y Madame X pensó que si pedía lo que imaginaba, el dueño
de la voz debía de ser extranjero, porque en su idioma y entre
su gente la palabra que servía para designar corrientemente la
esencia de lo femenino era masculina, o de género masculino.
El colmo de la irresponsabilidad lingüística.
Madame X dejó de divagar y prestó atención.
Es un momento decía ahora la voz inculta. Chac-chac-chac,
y listo.
Que planteara las cosas de manera tan expeditiva no le agradó
en absoluto a Madame X. Y cuando la voz agregó: La vieja
no se va a enterar Madame X estuvo a punto de precipitarse escaleras
abajo, enrojeció vivamente sin necesidad de pellizcarse las mejillas.
Esperó la respuesta de su criada que amonestaría al caballero
y le advertiría: Una más de ese estilo, ¡y
a la calle!, pero la criada, después de sufrir un acceso de tosca
hilaridad, prorrumpió en grititos exaltados donde se mezclaba
algún no riente y concesivo.
Presa del desconcierto, Madame X apareció en la puerta del salón.
Una prenda íntima voló por el aire y le golpeó
la cara.
¡Marie! gritó.
Agitada, con las mejillas llameantes, la cofia torcida, Marie dijo:
Perdón, señora, efectuó una reverencia,
se inclinó al pasar por su lado para recoger la prenda íntima
y escapó hacia la cocina.
¡Salga inmediatamente de esta casa! dijo Madame X
con el brazo extendido.
Por supuesto, debió imaginarlo. No era su caballero sino un hombre
cualquiera. Estaba vestido con pulcritud y hasta con elegancia, pudo
apreciar Madame X, por lo que le quedaba aún sobre el cuerpo
un pañuelo de seda en el cuello , pero sus ropas no podían
ocultar lo que era: un ser poco inclinado a las manifestaciones espirituales,
un borracho alegre, un juerguista.
El hombre recogió sus prendas diseminadas, sus calzoncillos distaban
de ser impolutos, vislumbró Madame X con una mirada discreta,
y se vistió sin embarazo. Al contrario, sostenía la mirada
de Madame X con unos ojos desvergonzados y apreciativos. Se dirigió
hacia la puerta del salón inclinándose en genuflexiones,
pero cuando pasó junto a Madame X, que aún seguía
con el brazo tendido, se demoró. Sonrió y torció
la cabeza hacia un costado en una invitación injuriosa.
Madame X comenzó: ¡Salga...!
Y él contestó: Ya sale Hizo que el brazo de
ella se curvara graciosamente y le rodeara la cintura, la rodeó
él también por su parte, palpando las caderas generosas
con una expresión de placentera sorpresa, que aumentó
al arribar a los territorios vecinos, y le apretó la boca con
sus labios.
Madame X tiró la cabeza hacia atrás, percibió su
aliento espeso y su lengua gruesa y húmeda, contra su boca insistente
en la búsqueda de un camino hacia el interior le llenaba de humedad
ajena los labios, que Madame X abrió finalmente para que la dejara
tranquila. El lo interpretó mal, como concesión y no como
rechazo, y se envalentonó con esto, horadando hasta la glotis
y enredándose con sus faldas que quería levantar, Madame
X lo ayudó un poco para que no le desluciera el tocado. el hombre
era brusco, aunque efectivo.
En ese momento, ¿en qué momento?, Madame X recordó
al desconocido en la calle y le pegó con los puños.
El deshizo el abrazo y corrió hacia su ropa, otra vez en el suelo.
Del bolsillo del pantalón extrajo una navaja, que abrió
enseguida. Miró a Madame X con ojos turbios y se puso a sacar
filo a la hoja pasándola y repasándola sobre el cuero
del cinturón. Me desmayo, pensó ella, exangüe, mientras
el hombre se acercaba con un gesto que se le antojó amenazador.
Quieta dijo él con su voz ronca y gutural, y Madame
X creyó que había llegado su último suspiro. Pero
equivocó las intenciones, él llevó el filo de la
navaja a sus espaldas y zanjó de arriba abajo el vestido, -perdón
susurró. El corsé.
Un pájaro cantó en algún lado y Madame X se distrajo.
Pasó lo inevitable, aunque Madame X no lo deseara. Con una mutación
en la voz, el hombre lanzó un gemido exageradamente alto que
Madame X, después de una levísima duda acompañó
con un sonido paralelo porque le parecía que la unicidad sólo
subrayaría el ruido escandaloso. Era verdad y pasó inadvertido
para todos, salvo para Marie, que escuchaba detrás de la puerta.
El
hombre, después de un último gemido, con la voz tan cambiada
que hasta a Madame X le resultó atrayente, se quedó en
silencio, aunque respirando con agitación, y Madame X, de puro
distraída, continuó un poco más hasta que se dio
cuenta de que todo estaba quieto y disminuido en el otro y en
ella y no tenía ya ganas ni necesidad de esforzarse.
Cuando Marie, atraída por el silencio, abrió la puerta
y penetró en el salón, encontró a Madame X bajo
la mesa y al intruso poniéndose los pantalones. El, al ver a
Marie, se detuvo, miró hacia abajo para controlar su fuerza,
y se abalanzó hacia ella.
Madame X abrió los ojos y los cerró. Contra lo que podría
suponerse, todo fue mucho más rápido. Este pasaje debía
ser fuerte y descriptivo, pero es mejor obviarlo porque lo sería
excesivamente.
Madame X abrió los ojos, y no los cerró. El intruso abrazaba
a Marie y procedía, de pie para ahorrar tiempo, supuso Madame
X. Si el intruso no hubiera sido de clase baja, ante tanta eficacia
Madame X habría exclamado: ¡Qué hombre! Pero como
lo era, Madame X no exclamó nada, se limitó a estar tendida,
con los ojos abiertos para controlar el desarrollo de la acción,
hasta que la acción terminó y como agujas de hielo, Madame
X sintió el frío de las baldosas en la espalda. Me voy
a desmayar, pensó.
¡Las sales, Marie!
Acá las tiene, señora dijo Marie al instante,
con el frasco de sales en la mano.
Madame X las aspiró, mientras sonaba la puerta de calle al cerrarse
tras el intruso, Madame X fulminó a Marie con la mirada. Pero
Marie recompuesta, le mostró un rostro inocente.
Usted me ordenó que lo hiciera pasar, señora.
¡Pero no a éste!
Había muchos señora, frente a un caballero que se
masturbaba contra la pared. Elegí al más simpático.