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El Ministerio de Desarrollo Social de la Nación y el gobierno de Mendoza pusieron en marcha un plan piloto para subsidiar a más de quinientas jefas de hogar: recibirán una beca para que terminen sus estudios primarios o secundarios. El programa incluye un intercambio solidario entre mujeres: mientras las que no pudieron estudiar vuelven a las aulas, las que sí lo pudieron hacer les cuidan los hijos.

Por Soledad Vallejos
desde mendoza

Alrededor de veinte mujeres están sentadas en un aula pequeña. Delante del escritorio, una, con colitas y gestos torpes, personifica a una nena; otra, con algunos años más y una mantilla sobre los hombros, juega a ser su madre. La pseudo-niña regaña a su pseudo-madre por no poder ayudarla en los ejercicios escolares. En el segundo acto, la madre habla con la maestra de la pequeña, le explica que, bueno, que ella muchas veces no entiende lo que le pregunta su hija, que nunca terminó la primaria y tampoco tiene tiempo para hacerlo porque trabaja y está sola para mantener la casa. La maestra le comenta que hay un plan social precisamente para casos como el suyo: el Estado ofrece pagarle una pequeña beca mensual a cambio de que termine sus estudios. Las mujeres que presencian la representación aplauden, miran curiosas al único hombre sentado entre ellas, casualmente el ministro de Desarrollo Social y Salud provincial, contienen como pueden los movimientos de sus hijos y se acercan a la coordinadora del encuentro para averiguar detalles.
Es una de las primeras jornadas de un plan piloto surgido de un convenio entre el Ministerio de Desarrollo Social de la Nación y el gobierno de la provincia de Mendoza; de hecho es el primer dato concreto que las jefas de hogar desocupadas (o subocupadas) tienen desde que se anotaron en un registro municipal a la espera de algún tipo de ayuda. “Tenemos más o menos diez mil familias en riesgo”, explica Nora Ayala, directora de Acción Social de la Municipalidad, “pero según el censo que hicimos para confeccionar el registro, hay cerca de 800 jefas de hogar. De estas mujeres se inscribieron 649, y calificaron para este plan 575”. Que hayan calificado quiere decir que se ha podido comprobar, en esos casos, que efectivamente son ellas quienes sostienen su hogar, tienen hijos menores de 14 años a su cargo y trabajan menos de 20 horas semanales o no tienen ningún trabajo. Es decir, que su situación es tal que los 150 pesos que ofrece el plan oficial a cambio de que completen sus estudios pueden hacer la diferencia para ellas. Pero esta contraprestación, como denomina el proyecto a lo que deben hacer las JHD a cambio de la “beca”, no es la única planificada. En realidad, la dinámica del proyecto se basa en la interacción recíproca de dos grupos de mujeres: las que tienen estudios básicos (primaria y secundaria) incompletos o son analfabetas, y las que tienen secundaria completa. Mientras las primeras asisten a las clases para terminar el ciclo correspondiente, las segundas ofician de niñeras y cuidan a sus hijos, también a cambio de una beca. De momento, el presupuesto sólo contempla la realización del proyecto por un año, pero la idea es que, a partir de los resultados que se obtengan en este tiempo, pueda recurrirse a organismos internacionales que refuercen lo aportado por el Estado nacional –aporta el dinero para pagar a las madres, cerca de dos millones de dólares–, el gobierno provincial –700 mil pesos paralos cargos docentes– y los municipios participantes –gastos de infraestructura–, de manera que pueda extenderse a otras zonas del país.

Mónica se quedó sola

Olivares es uno de los barrios nacidos de asentamientos más precarios del Alto Mendoza. A diferencia de otros más antiguos –Olivares no llega a tener los 70 años del barrio La Favorita–, no cuenta con la legitimación de calles asfaltadas o servicios legalemente instalados, y la mayoría de sus habitantes carga con el estigma de la marginalidad donde quiera que vaya. Desde hace un tiempo, la Municipalidad está llevando adelante un plan para erradicar este tipo de viviendas, que consiste en facilitar a sus habitantes el acceso a barrios con casas de material –provistas de los servicios básicos– a cambio de cuotas mínimas y títulos de propiedad. Mónica vive en uno de estos barrios desde hace dos años, cuando dejó Olivares con cuatro de sus hijos –actualmente tiene cinco–. Es viuda desde fines del ‘97, y todavía está tramitando la pensión en una AFJP. “El trabajaba en la Municipalidad, trabajó como 15 años ahí. Y no tengo quien me ayude. Cuando él murió, pedí que me dieran trabajo, y me hablaron de una ley, que no podían darme porque una ley no lo permitía. Entonces pedí que me dieran una audiencia con el intendente pero tampoco me la dieron.” Cuando consigue, trabaja como empleada doméstica, pero sólo si es por pocas horas, porque necesita dedicarle tiempo a su hijo menor, de un año y ocho meses. Se enteró de que estaban anotando a las jefas de hogar por su sobrina, que vive en Olivares, pero recién pudo inscribirse hace un mes. “Estaba Nora acá, y me vinieron a avisar”, dice y la veneración hace que olvide aclarar que se trata de la directora de Acción Social, “así que me fui a anotar. Me dijeron que era por si salía algún trabajo, o para capacitarse en algo. Y yo tengo título de repositora en ventas, pero eso de qué vale si no tenés computación. Ahora todos te piden computación”.


María Isabel vive en un auto

María Isabel dice que es “analfabeta de nacimiento”. Que nunca pisó un colegio, que tampoco piensa en hacerlo porque “yo siempre he trabajado de mamá”. Cuando sonríe, sí parece tener los 37 años que certifica su documento, pero cuando no lo hace, cuando está seria vigilando los pasos de sus hijas rumbo al colegio –”dos de las nenas repitieron primero y segundo grado, pero ahora les está yendo bien”–, o cuando cuenta que El Finado, el otro puestero que tenían de vecino, les dio una casa de adobe crudo apenas ella y Don Bustos –su marido– se instalaron en ese cerro y que esa casa se vino abajo en un temporal, parece haber vivido una eternidad. Entonces, en esos momentos, se pone tremendamente seria, acaricia el cabello de su hija más chica, y no mira a los ojos cuando habla. Vive en un puesto –un asentamiento en tierras fiscales– en la zona de cerros que rodea a la ciudad, a algunos kilómetros de barrios también originados en tomas de tierras hace unos 60, 70 años. Este puesto en particular, en realidad, es distinto a los vecinos: está completamente regado de autos, de partes de autos, de ruedas. Es que la familia sobrevive con lo que saca de ese desarmadero, y, de hecho, todos duermen dentro de uno de los autos.
Está casada, vive con su marido, sus cuatro hijas llevan el apellido de él, pero de todas maneras se anotó en el registro de jefas de hogar, porque “me dijeron que es para que nos den plata por los chicos, que dan 50 pesos por chico”. Con esa suma, imagina, podría mejorar en algo la situación, o hacer un par de veces menos por semana el camino hasta el centro municipal que provee la merienda para sus hijas. María Isabel y Don Bustos viven en este cerro desde hace cuatro años, cuando decidieron dejar Alvear para probar suerte en Mendoza. El trabajaba en una finca hasta que quebró, y ella no dejaba nada atrás. Cuando el temporal arrasó la casa de adobe, alquilaron una casa en el municipio de Godoy Cruz, pero el dinero sólo les alcanzó para un mes, así que volvieron al puesto. Un año atrás, Don Bustos se quebró un brazo en un accidente laboral y todavía no se reestableció completamente; hace dos meses que está sin trabajo. “Y yo –se lamenta ella– pedí ayuda en la Municipalidad pero no me dan porque dicen que éstas son tierras fiscales.”


La pared de Angélica

“A mí me dijeron que estaban anotando a las mamás, que estaban registrando a todas las madres solteras con hijos a cargo. Que cuando saliera algo me iban a avisar, fui porque me habían dicho que había posibilidad de trabajo. Era una fuente laboral”, se esperanza Angélica. Los ojos enormes, mientras cuenta parece esperar una certeza, una frase que confirme esa idea de conseguir finalmente un salario. Hace dos años que no trabaja, explica, lo último que hizo fue un reemplazo como secretaria en un consultorio, pero eso tampoco fue por mucho tiempo. Antes de eso, de la depresión que le generó no poder pagar las cuotas del colegio de su hijo, de no tener ganas de nada y tener que sumar a los gastos de medicamentos las pastillas para dormir y sus antidepresivos, Angélica trabajaba como recepcionista en un estudio jurídico. “Pero ya hace mucho de eso. Busqué por el diario pero no pasó nada, me anoté en agencias y tampoco pasó nada. Ahora casi ni busco, porque para eso tengo que irme hasta la ciudad y hay que viajar, y yo no tengo demasiada plata, si hasta debo cuotas del colegio del año pasado.”
Sebastián, su hijo, lleva su apellido, y su padre sabe que existe, que tiene doce años y episodios crónicos de asma, pero nunca pasó dinero para mantenerlo ni suele ir a verlo. "Desde siempre", vive en casa de sus padres –”él trabaja en vigilancia, mi mamá es ama de casa”–, en “dos piecitas que hicimos al fondo, ¿querés que te las muestre?”.
Deja atrás el calorcito del comedor y franquea el paso al sector que ocupa con Sebastián: dos habitaciones con paredes de material -cubiertas de souvenirs con los colores de Boca- y techo de madera que deja pasar la humedad. Sebastián, sentado en la cama grande, está casi listo para ir al colegio. Angélica le pasa la mano por el pelo, se sienta a su lado, mira el televisor. “Lo urgente es conseguir plata para arreglar esta pared, ¿ves la humedad?”, dice, y señala un manchón que llega hasta la cabecera de una cama. “A veces, te acostás y sentís todas las sábanas mojadas, y es porque se filtra mucha humedad. Y eso le hace mal al nene.”