SALUD
Por Moira Soto Ella llevaba un vestido blanco y su aspecto era espléndido. En un momento del show, cantó sentada y al levantarse y caminar, un inesperado círculo rojo en la parte de atrás de su pollera dejó al público petrificado durante largos segundos: uno de los clásicos miedos de las mujeres menstruantes se había hecho realidad ante doscientas personas. Pero los tiempos han cambiado bastante respecto del bochorno de poner la menstruación en evidencia: la cantante, una vez avisada, fue y se cambió el traje ya no tan níveo por uno negro, dijo sonriente unas palabras acerca de los percances que sólo les suceden a las mujeres y prosiguió el recital como si nada. El episodio ocurrió en Buenos Aires hace un par de semanas y, desde luego, el mundo siguió andando. Aunque todavía persistan en algunos sectores la vergüenza y el ocultamiento amparados en ideas recibidas y eufemismos, aunque la publicidad se siga empeñando en el disimulo, sería injusto negar que hemos avanzado bastante desde las épocas en que la menstruación era anatema, sinónimo indiscutible de impureza y destrucción. Ciertamente, el tabú que venía pesando sobre este hecho fisiológico el sangrado cada cuatro semanas para expulsar óvulos no fertilizados y la cubierta uterina ha sido tan fuerte y viene de tan lejos, que unas cuantas décadas de accionar feminista, libertad sexual y mayor acceso a la información no son aun suficientes para anularlo del todo. Poderoso el sangradito Si alguna vez la sangre menstrual tuvo buena reputación, seguramente fue antes de la instauración del patriarcado. De creerle a Robert Graves (La diosa blanca), la menstruación se relacionaba en épocas pretéritas con la luna, que, por ser mujer, sangraba cada veintiocho días. Luna y menstruación se asociaban, pues, mágicamente: el pernicioso rocío lunar que usaban vuelta a vuelta las brujas de Tesalia era, en opinión del poeta, la primera sangre menstrual vertida por una muchacha durante un eclipse... de luna. Poco le duró el prestigio a estas pérdidas regulares, características de la edad fértil de la mujer no embarazada. Como apuntan Esperanza Bosch, Victoria A. Ferrer y Margarita Gili (Historia de la misoginia, Athropos), en la tradición judeocristiana, en la islámica, en las religiones orientales y también en muchas tribus primitivas, se considera que la sangre menstrual es impura y/o tiene poderes malignos, y por ellos la mujer que está menstruando debe mantenerse alejada de los demás, para no contaminarlos o causarles algún mal. Este descrédito universal y de tan larga data solía tener atenuantes, según lo difundió Plinio el Viejo, unos años antes de Cristo, al dedicarle un capítulo de su monumental Historia natural al tema de la menstruación: según este señor sabelotodo, el simple contacto con las mujeres menstruantes puede secar vides, hiedras y otras plantas, desteñir un paño púrpura y ennegrecer la ropa blanca puesta a lavar, empañar el cobre,hacer que las abejas abandonen la colmena y que aborten las yeguas... Entre los escasos efectos benéficos se cuentan: librar un campo de plagas (si la mujer camina desnuda alrededor, antes de la salida del sol), calmar una tormenta en el mar, curar forúnculos, erisipela, hidrofobia y esterilidad. Para mal casi siempre o para bien, la menstruación ha sido considerada la mar de peligrosa. Entre otras creencias que ahora nos suenan ridículas, figuraba, por ejemplo, la de que una gota de sangre menstrual lograba que muriesen todos los peces de un río. Naturalmente, para aventar tamañas amenazas, a los hombres no les quedó otra que protegerse marginando, humillando y a veces maltratando a las causantes involuntarias de tanto daño. La campaña a través de los siglos resultó tan exitosa que algunas prohibiciones como las de no lavarse porque la sangre no debía mezclarse con el curso de las aguas mantuvieron su vigencia hasta bien entrado el siglo XX. Curiosamente, la única que salía indemne de tanto poder contaminador era la propia mujer menstruante. Por algo, en sus brebajes, las hechiceras solían incluir algunas gotas de esta fatídica sangre... Tinta roja En toda la esfera de la fisiología humana no ha existido otra función corporal objeto de tan apasionada oratoria, violentas discusiones y descabelladas teorías, como nuestro flujo menstrual, dice la ginecóloga francesa Lucienne Lanson (De mujer a mujer, Ultramar) respecto de la mezcla de sangre, fragmentos de tejido desprendido de las paredes de la cavidad endométrica y mucosidades producidas por las glándulas del canal cervical. Efectivamente, un vistazo a la bibliografía sobre el tema permite ir del disparatado El período de la mujer (1946), del argentino Gastón Paquien, al discutible pero valioso El hecho femenino (compilación de Evelyne Sullerot, Argos, 1979). Otras obras citables de investigación y estudio: La menarquía y sus trastornos ulteriores (Marie Langer), Sexo y temperamento en las sociedades primitivas (Margaret Mead), The Curse (A Cultural History of Menstruation, de E. Thot), La rouge différence (Edmonde Morin), o Behavior and the Menstrual Cycle (Richard Friedman). En El hecho femenino, precisamente, Roger Short hace notar que hasta hace unos 200 años, las mujeres empezaban a ovular más tarde porque la menarca ocurría alrededor de los 15. Y una vez que comenzaban a tener hijos, ellas prolongaban la lactancia que evita que recomience el ciclo- durante tres o cuatro años. Se calcula en consecuencia que las mujeres se olvidaban del período durante unos cinco años por embarazos diversos, y otros quince por amamantamiento. Si se considera que la menopausia aparecía más temprano, antes de los 50, y que la esperanza de vida era mucho menor que en la actualidad, el número de ciclos quedaba reducido -si se llegaba al medio siglo a los que se producían en alrededor de una década (130 menstruaciones). De modo que, si bien las mujeres de antaño no contaban con toallitas aladas ni tampones (salvo las egipcias, que los hacían de papiro), también hay que decir que de ellas fluía mucha menos sangre. El mismo cálculo llevado a la actualidad, con la menarca a los doce, la menopausia a los 50, disminución apreciable de embarazos y tiempo más corto de lactancia, da como resultado unos 500 ciclos menstruales promedio durante 30 años. Una experiencia relativamente nueva para las mujeres, a la que quizás no nos hayamos adaptado todavía. Entre otras causas, Short atribuye los típicos malestares de un alto porcentaje de menstruantes a la constante presencia de prostaglandinas a nivel uterino en el momento del período, cosa poco frecuente anteriormente. Por su lado, la siempre combativa Victoria Sau (Un diccionario ideológico feminista) sostiene que las reglas venían bien para discriminar y apartar a las mujeres de la producción. Según la ensayista española,muchas de las prohibiciones traían bajo el poncho (masculino) subrepticias intenciones de alejar a las mujeres del manejo de la economía. La mancha que mancha Un párrafo de la nota titulada Publicidad televisiva, sexismo y repetición, aparecida a fines de los 80 en la revista El Porteño, se podría aplicar a los avisos actuales de compresas y tampones: Las toallas higiénicas Segura y Natural son extradelgadas y por suerte no se notan nada. Además, tienen un extraordinario poder de absorción. Para demostrarlo, se vierte sobre ellas ¡un líquido azul! ¿Sangre menstrual de alguna princesa del espacio sideral, acaso?. En fin, que ya no se dirá el asunto, las visitas, la bandera roja, apenas estoy con Andrés, pero se sigue insistiendo en disimular, encubrir, ocultar... Y aunque las más jóvenes de clase media sean capaces de sincerarse y reconocer ante amigos o compañeros que están menstruando, no ocurre lo mismo, por caso, con las chicas que concurren a la Unidad Sanitaria Nº 15 de Villa Lanzone, San Martín. Allí las atiende Alicia Cacopardo, médica ginecóloga que comenta: La mujeres, incluso las adolescentes, siguen diciendo: me enfermé. Ninguna menciona la palabra menstruación, tampoco los genitales. En general, sostienen que el ciclo les aparece todos los meses en la misma fecha, inamovible. En cambio, los temores a lavarse el pelo o bañarse casi han desaparecido. Aunque no falta la que te dice: si me lavo, se me corta. Como casi todas las mujeres, ella dicen que les duelen los ovarios, cuando en realidad es el útero, por las contracciones. A ellas les preocupa tener poca menstruación o que las pérdidas se achiquen con los anticonceptivos, dicen que la sangre se les va a subir a la cabeza, que se van a volver locas.... Según Germaine Greer (El eunuco femenino), hay un test para averiguar el grado de liberación del tabú: imaginarse que una prueba una gota de menstruación del mismo modo que se chuparía un dedo cuando se lo pincha al coser. Si la idea repugna, el tabú sigue gravitando, aunque quizás no con tanta fuerza como en el film Carrie, de Brian de Palma, donde una adolescentona acoquinada descubre con espanto, en las duchas de un vestuario, que la sangre chorrea por sus piernas: es su primera menstruación y ella ni noticias. Cataratas de rojo líquido brotan de su entrepierna ante la burla de sus compañeras. A partir de esa fecha, Carrie queda convertida en bruja vengadora telekinética y provoca desastre tras desastre hasta morir asada por las llamas que ella misma generó. Yéndose al otro extremo, la escritora francesa Annie Leclerc (Palabra de mujer) canta loas a la felicidad de la menstruación como himno a la vida, y habla de un cuerpo femenino más tierno, más voluptuoso, más sensible durante el ciclo. Erica Jong, que antes del lifting supo ser extremista, en Paracaídas y besos contó cómo un amante le arrancaba el tampón con los dientes: ese tipo sí que pasó la prueba de Greer. |