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SOCIEDAD

Suficientes hijos

Veinte mujeres de Villa Regina, Río Negro, pidieron y obtuvieron de la Justicia la orden para que en un hospital público les liguen las trompas. Todas tienen familias numerosas, todas son pobres, todas han visto fracasar los métodos anticonceptivos que les recetaron o han carecido de ellos por falta de medios o información. El fallo no se limita al riesgo de la salud materna en caso de más embarazos, sino que se interna en el derecho personalísimo sobre el propio cuerpo.

Por Marta Dillon, desde Rio Negro
Fotos: Sandra Cartasso

Alicia duerme en su cuna de recién nacida. Cortinas de flores, altas como muros, la protegen de la luz del mediodía con una penumbra rosada que tiñe la sala de maternidad del Hospital provincial de Villa Regina, en Río Negro. Olga, su mamá, se mueve lentamente; en un acto reflejo de pudor busca cubrirse los lamparones de leche que le manchan el camisón, pero la herida que cicatriza en el vientre la detiene bruscamente: “Duele un poquito, pero me dijeron que se pasaba rápido”, se disculpa. Este es su octavo parto, “el último” dice y la sonrisa muestra, impúdica, las encías desnudas de una mujer a la que es difícil darle la edad que tiene. Con la cesárea le ligaron las trompas de Falopio y ésa es una buena razón para estar contenta. “Tal vez de ahora en adelante las cosas vayan mejor.” Es algo que se permite pensar, una fantasía posible; cuando Alicia tenga diez años ella sólo tendrá 43, y a esa edad “todavía se puede conseguir trabajo”. Entonces, la menor de sus siete hijos –uno de ellos murió de una cardiopatía a los cinco años–, tendrá edad suficiente como para valerse sola y los mayores ya se habrán ido de la casa materna. De hecho, Olga, a los diez, ya cuidaba de sus ocho hermanos menores y a los 18 estaba pariendo. “En el pasado no he tenido muchas oportunidades de hacer un plan o proyecto de vida, oportunidad que otros tuvieron para sí. Hoy asumo con responsabilidad la maternidad de mis siete hijos, por eso mi decisión informada y meditada”, dice en un párrafo del escrito que ella presentó, con el patrocinio del abogado Luciano Garrido, para que la Justicia ordene a las autoridades del hospital público en el que se atiende esa intervención quirúrgica que le asegure que no volverá a quedar embarazada, la misma que ahora le permite hacer planes. Olga Parra es una de las veinte mujeres que consiguieron que la jueza María Evelina García, del fuero penal de Río Negro, no sólo ampare su decisión de ligarse las trompas, sino que la ordene directamente, para evitar interpretaciones, basando su decisión en el artículo 19 de la Constitución nacional que consagra la voluntad procreacional como un derecho personalísimo. Aunque hay antecedentes –judiciales en la provincia de Buenos Aires y en Nuequén; y en una declaración de la Defensoría del Pueblo de la Ciudad de Buenos Aires–, este fallo es audaz en sus bases, porque no se apoya en la necesidad terapéutica sino en el derecho que tienen las mujeres a decidir sobre su cuerpo y cuándo y cuántos hijos quieren tener. Y así lo entendió el diario local Río Negro, que una vez conocido el fallo tituló la siguiente edición con un sugerente “Veinte mujeres con permiso para decidir”, dando por sentado que fue la jueza quien se los otorgó.

Sandra Rojas tiene 31 años y seis hijos vivos.

Olga fue la primera en ejercer su derecho y operarse. En unos días saldrá del hospital para volver a la chacra en la que su compañero montó un rancho en el que viven los seis hijos de ella y en el que vivirá Alicia, la hija de los dos. De su anterior marido prefiere no acordarse, ¿para qué recordar las palizas, la obligación de pedir limosna con los chicos, las relaciones que tenía con él a la fuerza? No quiere hacer memoria y tampoco le interesa la polémica en torno de la ligadura de trompas. Para ella es la seguridad de que no volverá a quedar embarazada y es suficiente.

Mario Mas es el jefe del servicio de Tocoginecología del Hospital de Villa Regina. Está tan entusiasmado con el fallo que avala las intervenciones quirúrgicas de ligación tubaria para las mujeres que así lo solicitaron, que es capaz de tomar agua caliente con miel porque olvidó echar el saquito de té en la taza. Su celular suena sin pausa y él atiende feliz de comunicarse con medios nacionales y regionales. “Yo ya sé que esto no es la ambulancia de la salud pública, pero espero que sea la locomotora de la salud reproductiva”, dice barajando una metáfora que merece una explicación: “Quiero decir que ésta tiene que ser una opción más dentro del hospital público, que cualquiera pueda optar por ella siempre que sea una opción informada”. Su furor por apoyar la práctica de la ligadura de trompas como un método anticonceptivo más nació de la clínica. Eran las mismas mujeres las que la solicitaban y él quien se negaba porque entendía –al igual que la mayoría de sus colegas– que la indicación terapéutica para efectuar una ligadura, según la ley 17.132 que regula la práctica médica, tenía que ver sólo con el riesgo físico de muerte. Hoy entiende el concepto de riesgo integrando el marco psicosocial de las mujeres y la salud sexual según como la define Organización Mundial de la Salud, incluyendo el goce y la libertad en las prácticas. “Por supuesto que creo que el mejor anticonceptivo tiene que ser eficaz, tolerable, accesible y reversible; y ahora sabemos que la ligadura de trompas también se puede recanalizar. Sin embargo, hay casos en que las mujeres no quieren tener más hijos y es justo acompañarlas en esa decisión, más cuando son multíparas.” Mas disfruta de lo que él vive como un triunfo. El fallo de la jueza García no es firme pero aun así él decidió operar a Olga, “es que a veces pateamos las normas”, dice sin detener un instante el motor de sus movimientos y una euforia que lo desborda al punto que es una enfermera la que lo hace callar, como si la vieja imagen que pedía silencio en las salas de espera se hubiera despegado de su marco. Sin embargo, el optimismo de Mario Mas es limitado hacia el futuro. El objetivo es que eliminar la necesidad de la autorización judicial para realizar la ligadura de trompas sea ley provincial y nacional porque si no habrá que recurrir a la acción de amparo para conseguirla y esto exige el patrocinio letrado y los recursos económicos y culturales para solicitarlo.

Amanda Reyes es agente de salud. Infatigable, recorre pueblos y anota problemas.

¿Gozar?

Antes no se había quebrado. Hablar de la pobreza en la que vive no le resulta difícil, es la vida de todos los días al fin y al cabo. Fue la mención de otra posibilidad la que arrastró las lágrimas desde un lugar que ni siquiera conoce. “¿Gozar? No se puede, nunca me pasó, si siempre tengo miedo, siempre quedo embarazada, ya no quiero tener, tampoco tengo tantas relaciones pero no puedo decirle que no.” ¿Por qué? Mirta se seca los ojos con la manga de su buzo, levanta el hombro como si la respuesta fuera obvia, mira a su alrededor y contesta: “No se puede andar peleando porque los chicos escuchan”. Ella puede recibir el sexo de su marido en silencio en la misma habitación que comparte con los diez hijos, pero no sus reproches, las discusiones siempre hacen ruido. Recostado sobre las bardas, el barrio El Sauce parece, desde la Ruta 22, una maqueta hecha con palitos de helado. Casi todas las precarias casas son de corteza de álamo, un árbol espigado que repara las chacras del viento y se reproduce como plaga. Toda la zona del Alto Valle vive de la producción de frutas aunque la quiebra sucesiva de los chacareros medianos aumente los índices de desocupación año a año. El marido de Mirta, y también su hermano y su padre, y su otro hermano; y el otro que vive en el barrio Kuwait, y el otro de Chinchinales, todos son desocupados. Pero por estos días el marido tiene una changa y no está en casa. Ella es hospitalaria, se preocupa por conseguir asiento para las visitas y oculta el peine fino que había quedado enganchado en la cabeza de una de las nenas, como si los piojos fueran motivo de vergüenza. En una de las dos habitaciones de su casa de material –todo un orgullo– acaba de bañar a sus seis hijos menores con la ayuda de Cinthya, la de once. Los tres mayores, Eduardo, de 17, Horacio, de 14, y Germán, de 12, están trabajando o en la escuela. Mirta está a punto de parir, es la vez número doce aunque sólo tenga 32 y “sólo uno nació muerto”. Beba y Eduardo, de 8 y 7, tienen problemas cardíacos y neurológicos, los demás, Alejandra, Marina, Romina y Guillermo, de 6, 4, 2 y 1, “son sanitos y no tienen problema, a todos los he vacunado”. Desde la mañana que lava ropa, ésa es su tarea, ya llenó tres cordeles y faltaría más, pero amenaza lluvia. Le duele la espalda y el embarazo le pesa, hoy tiene que cocinar porque el comedor del barrio está cerrado y hay que arreglarse con lo que hay, polenta. Mirta se sienta pero está nerviosa, algo seguro tiene que hacer y sin embargo dice que nunca trabajó. “No hice más que criar muchachitos, ¿a quién no le gustaría trabajar? Pero yo no puedo.” Tener tantos hijos no fue una decisión. En realidad le hubiera gustado parar cuando tuvo a Beba, ya eran seis críos y la chiquita tenía problemas. “Quería ligarme las trompas en ese momento pero no se pudo, y no sé, pero las pastillas no me funcionaron, me hacían vomitar.” Nunca usó preservativos, “él es porfiado y dice que no le gusta”. A ella tampoco le gusta hacerlo con ese pánico que le daba cada vez, pero ése no fue un tema. Nunca se puso un diu, es caro para ella y ahora inútil, ¿qué podría cambiar su decisión de no volver a parir?

Olga Parra fue la primera. Ya tiene las trompas ligadas.

“Nada, no quiero más hijos y mis hijos no quieren más hermanos.” Cinthya, la de once, asiente. A ella le toca cambiar pañales desde que tiene memoria. Y por eso, madre e hija, miran con esperanza a Amanda Reyes. Y Amanda anota en su cuaderno, ella es agente de salud, es quien acorta la distancia entre los barrios y el hospital, quien visita a las familias, conoce sus necesidades y busca las soluciones posibles. Es una mujer de 46 que se siente feliz de tener dos hijas y haber podido decidir que no quería más. Siempre vivió en Villa Regina y conoce su periferia porque en ella nació, “soy un emergente de mi comunidad” y a esa comunidad vuelve una y otra vez como un vehículo activo entre ella y las instituciones. “Yo sé que lo del doctor Mas es más valioso porque él tiene un título y si quiere puede atender privado, yo no puedo trabajar en otra cosa, pero tampoco querría.” Hace 24 años que es agente de salud, tanto en El Sauce como en Valle Azul o Godoy, los barrios que dependen de Villa Regina -aunque algunos estén a más de 35 kilómetros–, la reciben como a una tía que llega de lejos y siempre con alguna noticia esperada. Amanda ve a la ligadura de trompas como un recurso de urgencia, en su cuaderno tiene casos más difíciles, más urgentes que los primeros 20 que se ordenaron y le cuesta entender un poco cómo fue la selección. “Todos son necesarios, pero están los excluidos de los excluidos, los que ni siquiera pueden llegar al hospital, ésos son los que yo llevo”, sabe que los casos testigo son un primer paso, pero también que no se puede descuidar. “Yo tengo críticas constructivas para hacerles al doctor y a las autoridades, porque no está bien organizado el plan para que las mujeres se cuiden. A todas les tocan las mismas pastillas y si no se las llevo yo no las reciben.” Río Negro es una de las provincias que cuentan con Ley de Salud Reproductiva, “pero no está reglamentada ni tiene presupuesto –dice Mas-, es como si no existiera, las pastillas las compramos al costo a un laboratorio y las vendemos al costo. Es la única manera de volver a comprar y que haya, todo se hace a pulmón y por iniciativa y compromiso personal”.

Mirta Bustos ya tiene nueve hijos. No quiere más.

Víctor se cuida

Valle Azul es la zona en la que trabaja Amanda, famosa porque en agosto fue visitada por el presidente Fernando de la Rúa, cuando se inauguró un puente que finalmente la une al resto de Río Negro. Hasta ese momento, para llegar a la población de mil habitantes había que tomar la balsa y así atravesar el río que nombra a la provincia. Amanda va tres veces por semana, dos de ellas acompañada por un médico, hasta el Centro de Salud y más tarde casa por casa para saber lo que hace falta. Allí vive Sandra Rojas, 31, seis hijos vivos, uno muerto en el parto, otro en gestación. Sandra es extremadamente ordenada y esa preocupación se suma a la indigencia. Después de las sonrisas y las bienvenidas empieza a hablar y no puede detenerse, se acuerda de cuando trabajaba en un galpón como armadora de cajas de frutas, le parece una época maravillosa, sólo tenía un hijo, de soltera, y creía que era el único que iba a tener. Los demás llegaron como siempre, las pastillas no funcionaron, él no se quería cuidar y el diu le daba miedo, a su marido sobre todo, ella ni siquiera lo pensó. “Yo quiero que las cosas me salgan mejor, quisiera no tener más hijos, ¿puede ser para mí la ligadura? Me habían hablado de eso, a lo mejor cuando tenga éste, porque ya no doy más, siempre estoy internada, y cuando quiero limpiar y cocinar se me queman las ollas.” Amanda le seca las lágrimas con una gasa que usa de pañuelito. El caso está anotado en su cuaderno.

Ruth es vecina de Sandra, tiene siete hijos y hasta ahora, hace dos años, que no queda. “Yo sufro el fin de semana cuando viene mi marido, se cuida él porque las pastillas que me dan en el hospital no son las que me recetaron, son otras que me hacen mal. ¿Preservativos? Nunca vi uno, vi la propaganda en la televisión nada más.” Amanda anota.

“Es probable que a muchas mujeres les hagan mal los anticonceptivos orales que les proveemos –asegura Mas–, porque son los que nos venden más baratos y seguramente no son de última generación". Mario Mas

 

“Es probable que a muchas mujeres les hagan mal los anticonceptivos orales que les proveemos –asegura Mas–, porque son los que nos venden más baratos y seguramente no son de última generación, ni siquiera sabemos a ciencia cierta cuál es el estado en el que llegan.” Amanda tiene otra teoría respecto de eso que se escucha repetir de boca en boca en las casas más humildes: “Las pastillas me hacían mal al hígado”. Para ella la explicación está en que la mayoría “han estado o están desnutridos, y encima los platos propios de su clase, con fritos y grasas deterioran el hígado y en muchos casos los anticonceptivos crean resistencia hepática”.

Víctor sabe de qué hablan cuando dicen que las pastillas caen mal. Por supuesto nunca las tomó, pero conoce a su mujer y la cuida. María es epiléptica y tiene cinco chicos, las crisis se acentúan en el embarazo porque suspende la medicación anticonvulsiva. Por eso Víctor aprendió a usar el preservativo y se hace responsable, pero quiere que a María le liguen las trompas. “No siempre hay plata para comprar preservativos, y eso no se puede pedir, es muy íntimo, un hombre tiene que poder comprárselos.” Víctor necesita que alguien le ahorre el pudor de reclamarlos.

Amanda ve a la ligadura de trompas como un recurso de urgencia, en su cuaderno tiene casos más difíciles, más urgentes que los primeros 20 que se ordenaron y le cuesta entender un poco cómo fue la selección.

 

“Yo he hecho operaciones, me la banco, pero entiendo que los colegas se quieran cubrir, es un riesgo que se corre sin red. Por eso peleamos por la ley para que autorice la ligadura sin consentimiento judicial, tiene que alcanzar con que la mujer lo decida.” Mas tiene conciencia de género, por eso, dice, eligió la ginecología. Cuando le preguntan cómo es que en VillaRegina tantas mujeres hayan optado por la ligadura de trompas, él contesta sin dudar: “Porque alguien las escuchó y les ofreció una opción”. Cuando comenzó a registrar los pedidos –que en un mes llegaron a 70– buscó el apoyo de una concejala, Silvia Azanza, que motorizó los pedidos hasta conseguir que el Concejo Deliberante de Villa Regina declarara la iniciativa de anular la autorización judicial para la ligadura de trompas como de interés municipal y la elevara a la Legislatura provincial. A instancias de Azanza también se declararon a favor otras localidades del Alto Valle: Cipolletti, Huergo, Allen y General Roca. En cada una de estas ciudades se hicieron foros de opinión para escuchar todas las voces y allí se escuchó a mujeres de clase media decir que ya se habían realizado la ligadura porque tenían medios para hacerlo. “El dinero puede saltear algunos pasos”, dice Mas. Sandra Almeida, en cambio, no tenía ni tiene dinero, pero igual el doctor la operó. Aunque Amanda se queje cuando la visita de que no ordena la tonelada de ropa que acumulan Silvana, Pablo, Oscar, Claudio, Cristian, Jairo, Jose María, Lorena, Franco e Isaías –en una escalera de edades que van desde los 15 a los 3–, Sandra se ríe y corta las cuatro zanahorias que aumentarán lo que queda del estofado que le dieron en el comedor comunitario. Martín, su marido, desocupado, también. Les da vergüenza hablar de sexo, pero igual hablan, dicen que a ellos les gusta estar juntos y que sería mucho mejor si no compartieran la pieza. Mucho más ahora, que saben que se encuentran sólo para gozarse mutuamente, y Sandra ya no teme quedar embarazada.