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ESPECTACULOS

El alivio de actuar

La veterana actriz Amparo Soler Leal creció en la España franquista y, dice, se refugió en la teatro para escapar de la atmósfera social tan sofocante. De paso por Buenos Aires, repasó su carrera cinematográfica y su vida, pródiga en buenas experiencias.

Por Moira Soto

Posiblemente su rostro les resulte familiar a las lectoras más cinéfilas, a pesar de que el cine español -.salvo la obra de Almodóvar y alguna que otra excepción aislada– hace rato que no se ve regularmente en la cartelera local. Es que Amparo Soler Leal, reciente visitante con motivo de la muestra Veinte Años de Cine Español, ha figurado como protagonista o en destacados secundarios, en films como El bosque del lobo (1970), Mi hija Hildegart (1977), El crimen de Cuenca (1979), Gary Cooper que estás en los Cielos (1980), Las bicicletas son para el verano (1983). Ya en los 90, trabajó en Hay que deshacer la casa Y Los papeles de Aspern, amén de haber participado en muchas de las películas de Luis G. Berlanga, a partir de su primera colaboración, apenas veinteañera en Plácido (1961), producida por su marido Alfredo Matas.

“Hay que deshacer la casa”

Precisamente el próximo 28 se estrena entre nosotras la última realización de Berlanga, París Tombuctú, cuyo elenco es encabezado por Michel Piccoli, Concha Velasco y Amparo Soler Leal en el rol de Encarna, una ex monja perseguida por sus recuerdos afiebrados de misiones en el Africa. Según apunta graciosamente la gacetilla de prensa, quizás escrita por el propio director, Encarna reivindica con orgullo a su padre, gran enano de circo, y tiene una ventana mística importante, con visiones y ritos ocultos incluidos, sin desatender a Dam, “mancebo de su farmacia, con quien consigue revivir, en feriados y vísperas, esos calores del Africa que ella echa tanto de menos...”

Asimismo actriz teatral de mucho prestigio, intérprete de clásicos y contemporáneos, a su vez descendiente de Milagros Leal y Salvador Soler Mari, “gente de las tablas de toda la vida”, Amparo debutó a los 13 en la compañía familiar, durante un verano madrileño, y sobre el escenario cumplió los 14.

–¿El tener madre actriz y padre actor fue decisivo para que usted se dedicara primero al teatro y luego al cine y a la TV?

–Sabes qué pasa: cuando yo era muy jovencita en España, en los 50, estábamos atrapados en una especie de pozo: había que confesarse, ir al culto con las monjas, en Semana Santa se cerraban los cines... Era muy sofocante. Y el teatro, que casi siempre logró escapar a estas presiones, me parecía el último refugio. A la afición la tuve desde niña, pero se fortaleció de más grande. En un primer momento, me dediqué al teatro porque advertí que era un mundo mucho más libre, más creativo, donde las chicas y los chicos podían estar juntos, los horarios eran otros. Mis padres, naturalmente, querían que estudiara una carrera, pero corta ¿eh?, femenina, como se pensaba en aquellas épocas: secretariado, un idioma. Afortunadamente para mí, les convencí: poder hacer teatro fue un alivio en esos años del franquismo, nunca olvidaré el oscurantismo que se vivió. Desde luego, me he hecho agnóstica total, como casi toda la gente que ha sido obligada a practicar la religión.

–¿Cómo procesó en su infancia y juventud ese sentimiento por la pérdida de la República que le transmitió su padre?

–Fue un dolor sin consuelo, tremendo. Porque para más inri entre la gente del régimen había una actitud de victoria, que no era tal: una serie de circunstancias desgraciadas hicieron que la República cayera. Incluso se vivió una primavera antes de la rebelión de los militares. La sensación de pérdida me acompañó continuamente. Por otra parte, la Iglesia, como de costumbre, se aprovechó de la situación, totalmente cómplice. Los prejuicios eran fatales: a mí me echaron de dos colegios de monjas -.el Sagrado Corazón y Las Esclavas– por ser hija de actores. Mi madre me había llevado con gran sacrificio porque trabajaba sólo ella, a mi padre todavía no lo dejaban. Y bastó que una señora dijera, “pero si es hija de Milagritos Leal, la del teatro”, para que me expulsaran. Acabé en un colegio francés, donde aprendí el idioma y algunas cosas que no te enseñaban las monjas, que te hacían rezar todo el día, leer vidas de santos, entonar cánticos religiosos... Mi padre era un intelectual que durante la República, en Valencia había dirigido el teatro municipal, por lo que luego fue muy perseguido.

“Paris Tombuctú.”

Zapateras y señoritas

–¿De modo que no la asustó ni un poquito el prejuicio contra los actores cuando eligió esta profesión?

–No, al contrario, yo no quería estar del lado de los prejuiciosos, me gustaba sentirme en rebeldía. Recuerdo que de chica iba a las tertulias del café Gijón donde se reunían los intelectuales jóvenes, hacía teatro de cámara a escondidas. Porque interpretar a Pirandello o a Tennessee Williams era considerado subversivo. Lo hacíamos con un regustillo maravilloso, sabiendo que era un pecado contra el régimen. Por suerte, lo jóvenes hoy pueden escoger libremente su camino, prepararse a fondo. Yo aprendí todo directamente sobre las tablas.

Amparo Soler Leal.

–¿Cuáles de sus personajes entraron de alguna forma en su vida, modificaron su visión del mundo?

–Son muchos, claro. Ahora mismo me viene a la memoria Ondina, de Giraudoux: tenía 18 años, fue un montaje muy bonito para una pieza que es poesía pura, me llevaba a otra dimensión. También citaría en este momento La zapatera prodigiosa, que la hice ya con mi propia compañía, uno de los primeros Lorca que se permitió estrenar y que fue un éxito de años, una felicidad. Más adelante, no puedo dejar de nombrar La señorita Julia, de Strindberg, en el 70 y tantos, cuando se empezaba a oír hablar del feminismo. Fue una aventura apasionante, en España era una obra maldita. Nosotros la defendimos bastante, en Madrid y en Barcelona. Fue una pieza que yo sufrí, con sufrimiento verdadero. Y acabé haciéndola casi bien: en las últimas funciones empecé a tomar distancia, a dominar el personaje. Julia es muy compleja, es un enorme desafío. Y un papel que adoro, pero siempre se me ha escapado es Blanche, de Un tranvía llamado deseo... Pero por lo menos pude hacer, en los 90, la Amanda de El zoo de cristal, que es también un personaje al borde del abismo.

–Usted fundó una compañía en los 60. ¿Era algo insólito que una actriz joven tuviera semejante iniciativa?

–Sí, bastante. Y para colmo yo estaba separada de un actor muy conocido, Adolfo Marsillach. Pero quería demostrar que era algo más que la damita joven mona, que no trabajaba por ser hija de actores... Entonces fue que fundé el Grupo de Teatro Realista, así como lo oyes. Debuté con Vestir al desnudo, de Pirandello, rodeada de guardias. También presentamos En la red, de Alfonso Sastre, dirigida por José Antonio Bardem. No nos hicieron ni una crítica, la gente tenía miedo de venir al teatro Recoletos, donde estábamos con grandes actores como Agustín González. No pudimos durar mucho, pero es un orgullo que tengo por haberlo intentado,porque en esa época muchos grandes actores estaban haciendo memeces. Años más tarde, volví a tener compañía propia, debuté con una pieza de Françoise Sagan y estaba en pleno éxito cuando por causa de una otitis, me operé y se me declaró una meningitis. Estuve a la muerte, dos años sin trabajar. Cuando me recuperé, hice la película El bosque del lobo, de Pedro Olea.

“Los papeles de Aspern”

–Entre las películas que protagonizó figura una que no se estrenó en la Argentina, Mi hija Hildegart, basada en una terrible historia real ocurrida en los años 30.

–Sí, la dirigió Fernando Fernán-Gómez. Una historia muy impresionante, muy peculiar. Una mujer independiente y preparada decidió tener una hija y modelarla totalmente a su gusto. Le eligió un padre, que resultó un sacerdote renegado. Increíblemente, la madre era libertaria, quería crear a la mujer autónoma del futuro, como si se tratara de un experimento de laboratorio. Cerca de los 20, la chica se le rebeló, quería una vida normal, un novio. Hacer el rol de la madre fue difícil para mí. Por consejo del director, me estudié el guión como si fuera una obra de teatro. Si no hubiese sido un hecho real, te creerías que se trataba de una invención más grande que la vida. Cuando la madre comprendió que había fracasado en su proyecto de crear a la mujer perfecta, le dijo a la hija: me suicido yo o te mato a ti. Haz lo que quieras, estoy harta, le respondió la hija. La madre se quedó pensando toda la noche, y en la madrugada, cogió la pistola y le dio tres balazos. Después del crimen la tildaron de loca, pero ella se negó a ser considerada así. La metieron en la cárcel de mujeres, pero cuando en el treinta y pico se abrieron las prisiones, salió y no se supo más de ella, nadie encontró nunca su rastro. Así termina la película: yo saliendo de la cárcel entre muchas mujeres.

–En los 90 volvió al teatro, alternándolo con el cine y la televisión. ¿Tiene alguna preferencia a la hora de elegir?

- -Bueno, el teatro es mi raíz y a él regresé con Amanda, de Carsten Ahremhoiz, que interpreté en una sala alternativa, Beckett, más pequeña, por suerte con mucho éxito de crítica y de público. Después hice, con buena repercusión también, El zoo de cristal. Más tarde, interpreté una versión de La Celestina, y enseguida Salvajes, de Alonso de Santos. Ahora se cumplen dos años de no hacer teatro y lo estoy extrañando, no puedo seguir así. Pero es que dediqué este tiempo a una serie larga de televisión, “Querido maestro”, con Imanol Arias y Emma Suárez. A mí me tocó una tía muy divertida y disfruté mucho. Ahora mismo estoy en busca de una pieza teatral que me entusiasme y estoy leyendo un guión para una coproducción con Francia. También estudio algunas propuesta de televisión, porque en España recién comienza la temporada. De todos modos, allá sigue habiendo más y mejores papeles para los actores, aunque son más numerosas las actrices de talento. Hace unos días, me decía Julieta Serrano, a la que conocerás por las películas de Almodóvar: ¿Tú no has notado que cuando cumples cierta cantidad de años, la gente ya no te ve? Pues tienes razón, le respondí, eso pasa con las mujeres, ellos se supone que están bien siempre. Algo parecido me comentó Kathleen Turner, a la que vi hace poco en Valencia, con 49 años, ese físico y esa voz... Quizás las mujeres maduras nos volvamos visibles y tengamos más personajes interesantes cuando haya más autoras de teatro, de guiones. Afortunadamente, hay cada vez más directoras de cines, más escritoras de literatura.