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PERSONAJES

Rivers & Rivers

Joan Rivers se muestra orgullosamente frívola, kitsch y mundana, y desde la señal E! les toma el pelo, junto a su retoño, Melissa, a todos aquellos que juzga frívolos, kitsch o mundanos. El dúo que en la entrega de todos los grandes premios del espectáculo norteamericano mete miedo a sus entrevistados por la ferocidad simpática de sus comentarios tiene una historia y está por tener descendencia.

Por Soledad Vallejos

Durante los primeros cinco, diez segundos, no parecen mucho más que una señora operadísima y una chica sonriente hablando a cámara. Si en esos momentos, además, el volumen del televisor está en cero, nada las diferenciaría de las conductoras de cualquier programa menor sobre modas o tendencias. Pero, en cuanto se presta un poco de atención a lo que dicen -corrección: a las barbaridades incorrectísimas que derrochan con cara de sólo-somos-chicas-Utilísima–, las cosas cambian radicalmente: madre e hija se convierten en salvajes predadoras capaces de a) adorar la ropa, el estilo y el glamour como si fueran las únicas cosas existentes en la Tierra y alrededores; b) burlarse despiadadamente de quienes lastiman la estética con su torpeza; c) ridiculizar a quienes sólo piensan en... adorar la ropa, el estilo y el glamour como si fueran las únicas cosas existentes en la Tierra y alrededores. ¡Genuflexiones, vítores y aplausos varios! Joan Rivers y su retoño, Melissa, están en nuestras vidas.

Se define a sí misma como la mujer más trabajadora del mundo, “sin contar a la puta de la esquina”, y algo de eso (de su gran capacidad de trabajo) hay, porque, de otra manera, no se explica que pueda hacer un programa de radio todas las noches, escriba una columna en una revista -en colaboración con Melissa–, haya lanzado su propia línea de cosméticos, y, claro, se mantenga firme en sus programas del canal E! “Melissa y yo, esencialmente, somos críticas. La razón de que tengamos éxito es que decimos la verdad. Por eso la gente nos sintoniza: para escuchar la verdad”, explica Joan en su página web, mientras una animación de Spike, su yorkshire terrier, desfila con el chiste-chisme del día (“luego de 30 años, la hija de Yoko Ono volvió a casa para vivir con ella. Esos rumores de que Yoko no va a cantar más deben ser verdaderos”). Estos son dos de los rasgos más característicos que fundaron el personaje de Joan a través de los años: cierta seriedad (a fin de cuentas, no hay que exagerar: cuando ella habla de “la” verdad, se refiere a la frivolidad en su grado máximo, casi sublime), entreverada con chismes del jet set, un promedio de 5 réplicas por minuto (repartidas entre el mundo y ella misma) y la exposición de lo que, se supone, es su auténtica vida privada, como lo indica el hecho de que su hija sea su coequiper y ambas se la pasen mencionando ese lazo. La mezcla resulta casi explosiva, en especial, porque la exacerbación de los rasgos básicos de una diva (desde nuestra humildad vernácula, podemos confrontarla con la figura de Susana Giménez, su mediático Jazmín –casualmente, un yorkshire–, etc.) al punto de caricatura mordaz genera un efecto casi morboso: asistir a la disección que Joan hace (simula hacer) de sí misma como construcción mediática, como figurita orgullosamente idiota, con el placer de disfrutar, a la vez, de eso mismo que se ridiculiza. Ejemplo: para Joan los eventos del showbusiness se dividen en antes y después. Antes: su programa previo al show, que consiste en la nada más absoluta, es decir, conversaciones breves en la alfombra roja (“querida, ¿qué es esa pollera horrible?”,”Melissa, tené cuidado cuando veas lo que tiene puesto X”). Después: tras el Oscar, el clásico Academy Award Fashion Review; tras el Golden Globe, ídem, y así con los eventos de premios de la temporada. Hacia fin de año, viene el plato fuerte: los Golden Hanger Awards (Premios Percha de Oro), en donde pasa revista a los atuendos de todas las celebridades dignas de mención, en rubros que van desde lo obvio (“trendsetter” –algo así como establecer tendencias–, “mejor vestida/o del año”, “peor gusto del año”) hasta incorrecciones que pueden rozar los límites (“la mujer que salió de la nada llamando la atención de todos”, “el/la que avanzó positivamente en su vestuario”, “el/la irrecuperable”). Todo esto dicho, y en algunos casos entregando el galardón en mano a sus felices acreedores (no hay caras famosas que no acepten con gusto aparecer en cualquiera de estos shows), desde los sillones de un estudio que pueden compartir Joan, Melissa, Leon Hall (un experto en moda que suele tener participaciones delirantes en “Fashion emergency”) y algún invitado especial. En la última emisión, por ejemplo, el convidado de uno de los bloques era uno de los camarógrafos, a quien, obvio, Joan preguntaba su opinión luego de cada escote pronunciado o falda brevísima, sólo para terminar rematando con frases francamente ordinarias lo que él apenas sugería. Al bloque siguiente, su lugar fue ocupado por un diseñador top, que agradecía la distinción de “revelación de la temporada”. Así las cosas.

La biografía oficial dice que, antes de abandonar su Brooklyn natal, trabajó como vendedora en una tienda de departamentos y se casó con el hijo del jefe, un matrimonio que duró seis meses (“seis meses más de lo que debería haber durado”). Que, harta de ese entorno previsible para la hija norteamericana de inmigrantes rusos, hizo las valijas y apareció en plena Nueva York dispuesta a convertirse en actriz. Llevaba, además, unos cuantos kilos más que ahora, una nariz que recordaba a Cyrano y el recuerdo de su incipiente trayectoria como publicista (se había graduado con honores en Barnard). Durante siete años, se empecinó en mostrarse como stand-up comedian (al estilo Jerry Seinfeld, pero unos cuantos años antes) en clubes de mala muerte (en momentos en que, justo es decirlo, los clubes de comedia actuales no existían), hasta que, en 1965, tuvo la oportunidad de su vida: una presentación casual en “The Tonight Show with Jonny Carson”. De más está decir que fue todo un éxito. Además, cuatro meses después conoció al productor televisivo Edgar Rosenberg y se casó con él, y a los tres años nació Melissa.

Digamos que la señora tardó en arrancar, pero cuando lo hizo llamó la atención de todos, a tal punto que en poco tiempo había devenido anfitriona invitada de Carson una vez al mes (sus participaciones pudieron verse en la revisión que el canal Sony hizo hace poco) y en una de las figuras estelares de “The Ed Sullivan Show”. Con esa salida de la nada, Joan se convirtió en la tercera gran comediante estadounidense y casi se diría que anuló a sus predecesoras, Totie Fields y Phyllis Diller. “Tuve una carrera Viagra”, sintetiza: hacia principios de los 70, actuó por primera vez en cine al acompañar a Burt Lancaster en The swimmer (“muy chaplinesco... yo hacía de atorranta”); después vinieron Rabbit test, Uncle Scam (no estrenadas por aquí), la deliciosa Los Muppets invaden Manhattan, How to murder a millionaire y una pequeña aparición en Serial mom (esa en la que Kathlenn Turner se vuelve asesina serial para defender a su familia). Entre tanto, también se había hecho tiempo para ser una de las atracciones de Las Vegas, agotar entradas para sus espectáculos en el Carnegie Hall, grabar discos (no, sin cantar) y empezar a inmiscuirse en el mundo editorial. El asunto es que intentar cualquier clasificación rígida puede resultar enloquecedor, porque si algo la caracteriza por sobre todas las cosas es su versatilidad. Las apariciones en TV la contaron, además de como humorista, como conductora de talk shows, de programas de variedades, especiales sobre el mundo de la comedia, moda, estilo. Sin embargo, algo, en algún momento, no funcionó bien en la galaxia Rivers. Hacia fines de los 80, a pesar de haber sido totalmente consagrada como la supermujer del espectáculo (había sido tapa de People y Newsweek), su programa se canceló por bajo rating y, poco después, su marido se suicidó. Joan volvió a armar las valijas, abandonó la mansión estilo colonial que habitaba en Hollywood y regresó a Nueva York junto con Melissa. No es que haya empezado de cero, pero casi, porque con la viudez también heredaba una ausencia estructural en su carrera, diseñada a la par con Edgar. Ese mismo año (1989), un reemplazo en una obra de Broadway confirmó su excelente reputación como actriz, volvió a tener un programa propio, ganó un Emmy y una estrella en el Camino de la Fama, en Hollywood. La tendencia a elaborar experiencias privadas en foros públicos la atrapó más de una vez y hay algo inquietante en su forma de encararlo. En 1994, es decir, cinco años después de enviudar, dio el visto bueno para que la cadena NBC hiciera un telefilm sobre su familia, “Lágrimas y sonrisas: la historia de Joan y Melissa Rivers”. Es más: el virus debe ser hereditario, porque las actrices fueron las mismas Joan y Melissa. Pero no se puede decir sin más que es exhibicionismo, tampoco afán desmedido de lucro, sino que es algo a medio camino entre la autoayuda, la voluntad de reírse de sí misma, de ayudar a los demás, y de hacer lo que sabe hacer –vivir en público, pero a medias–. Más pruebas: dos años atrás, poco antes del casamiento de Melissa, publicó De madre a hija: reflexiones y consejos para la vida, el amor y el matrimonio; antes habían sido Sobreviví a todo... y quiero decir todo... y vos también podés, y No cuentes las velas, sólo mantené el fuego encendido (Joan juega constantemente a ocultar su edad –tiene 67–). Por supuesto que todos ellos figuraron en la lista de best-sellers durante un buen tiempo.

De momento, el linaje Rivers está expectante: Melissa anunció, en junio, que estaba embarazada. Así que sólo resta cruzar los dedos y rogar al dios de las indescifrables que el bebé herede algo de su abuela.