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ARTE

Cualquiera puede pintar

En el Centro Cultural Rojas se inauguró esta semana la nueva muestra de Fernanda Laguna. En ella, una leyenda indica “Podría dibujar mejor pero no quiero”. La obra destila tanta inocencia que es imposible no pensarla como provocación: un desafío de papel glacé.

Por Romina Braistrr

En 1984, cuando Gumier Maier vio la carpeta de trabajos de Fernanda Laguna, pensó: “O esto es de una chica que está gagá, o es de una chica que está loca”. Conscientemente influenciadas por la gente de la tercera edad (suerte de operación dadá-gagá-jajá que le da a sus creaciones una aproximación sumamente personal) y por el delirio que le generan ciertas situaciones de su vida sentimental), las creaciones de Fernanda Laguna, colgadas nuevamente de las paredes de la galería del C.C. Rojas en una nueva e insólita exposición individual, siguen generando desconcierto. Mientras atiende en Belleza y Felicidad, regalería y tienda de variedades que en menos de dos años de vida ya ha alcanzado una dimensión casi mítica, Fernanda comenta que “mientras estaba colgando la muestra, una señora, que seguramente no sabía que yo era la autora, vio las obras y dijo: ‘¡Qué infantil!’. Al rato, otra señora preguntó: ‘¿De qué curso es esto?’. Para mí es terrible que me digan que soy infantil, porque yo no me siento así”. De hecho, Fernanda reconoce a su venerada abuela Amalia Bondoni, una modista que falleció hace cuatro años, como su principal influencia. “A mí me interesan mucho las señoras mayores: aprendo mucho de ellas.” Realizados con elementos poco convencionales, los collages de Fernanda tienen una actitud bastante punk: aunque aquello de rescatar las flores del tacho de la basura se convierta aquí en “usar todo lo que está en la mesa o, a lo sumo, todo lo que está al alcance de la mano: nunca compro materiales especialmente”. De esta forma, el formato de sus ‘cuadros’ puede ser una hoja cualquiera y, sobre su superficie, se pueden encontrar calcomanías de Kitty, lana, papel glacé, gibré, algodón, pedacitos de ramas secas, botones, gomitas, brillantinas, elástico, algodón, papel higiénico o hasta un bollito de cera de depilar: cualquier cosa.

Su radical propuesta estética puede entonces resultar chocante. Pero aunque la intención de desafiar queda clara desde el vamos, una no sabe qué pensar al leer leyendas como “Podría dibujar mejor pero no quiero”, o ante las ingenuas declaraciones de amor no correspondido que se suceden en un acto de exhibicionismo que puede generar reacciones diversas. Aquí no hay lugar a la indiferencia y la distancia que suelen provocar las exposiciones de obras de arte: sea cual sea la reacción, la implicación que generan estas obras es total.

Con su estilo harapiento, suerte de punk naïf feminista (“puede ser, como vos decís, que sea un poco punk, pero a lo sumo es un punk tímido”, dice), las obras de esta egresada de la Escuela Prilidiano Pueyrredón buscan desacralizar al arte no mediante las burlas o gastados gestos dadaístas sino mediante una sobredosis de ternura que termina desarmando cualquier crítica convencional, porque, en definitiva, nos guste o no, esta instalación tiene su propia lógica y a su manera se trata de una muestra de arte conceptual, que requiere de una activa participación del que la ve. En contacto con estos mamarrachos no se puede evitar pensar en esas cajas en las que las adolescentes guardaban sus recuerdos más íntimos. “Es cierto, es como colgar esas cosas que están en esa caja en la que se guarda todo. A veces esas cosas son medio horribles, pero siempre son cosas muy tiernas, que tienen algo de indestructible.” Así, entre las obras aparece el nombre de un chico amado, y hasta una foto carnet del chico de sus sueños: “En todo eso hay una suerte de embrujo, algo mágico: cuando una escribe el nombre de la persona amada es como si pudiera atraparla a través de ese objeto. De alguna manera, yo pienso que logro hipnotizar a la gente, pero que lo logro a largo plazo, cuando ya es demasiado tarde. Como si ese poder se activara cuando me olvido de mi deseo”. Entre el deseo y el rechazo, la seducción y el olvido, siempre aparece el sentido del humor que Fernanda encuentra en estas situaciones de su vida sentimental. A través de la ambigüedad que les da el humor (viendo la muestra, una no puede dejar de preguntarse qué es lo que está hecho en serio y cuánto hay de broma salvaje), esas situaciones adquieren otra dimensión. Con sus confesiones antiestéticas, las obras de Fernanda logran así interrogarnos no sólo sobre qué es el arte sino también sobre cómo percibimos las mujeres nuestros propios sentimientos. Todas estas situaciones expresadas a través de las obras tienen en común un estado de adoración, de fascinación, y, al estar todos juntos, logran trascender el objeto de deseo (o los objetos de deseo) para regodearse en su propio fanatismo sentimental. “Para mí –admite Fernanda–, el estado más increíble es el de fan. Yo sé que suena mal decir que alguien es ‘fan’, pero a mí me encanta ese estado, cuando hay algo que no lo comprendés mucho y lo adorás. A mí me interesa buscar esos lugares oscuros en los que pueda volver a perderme.”

De esta forma, al encontrar tanto deleite en la situación en sí de ser adoradora, de ser una fan fatal, la muestra de Fernanda invierte sutilmente la situación: en vez de avergonzarse de que su hipersensibilidad femenina se exprese de una forma tan kitsch, ella exhibe, con orgullo casi desafiante, en las paredes de un espacio de arte, toda su incontrolable pasión femenina.