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MUJERES PRESAS

Resistir desde adentro

Con la aparición del libro Voces de mujeres encarceladas y la exposición en el Centro Cultural Recoleta de las serigrafías realizadas en el Taller La Estampa que se dicta en la cárcel de Ezeiza, las mujeres detenidas han logrado filtrar su voz y su creatividad por las pequeñas grietas que deja el sistema carcelario.

Por Marta Dillon

Es el ruido de las rejas lo peor. Pasás una, después otra, otra, otra. Todo el tiempo tenía la clara sensación de que estaba entrando y cada reja que se cerraba a mi espalda me dejaba más adentro, como si en lugar de entrar estuviera bajando, cada vez más adentro.” Así describe María Silvia su ingreso en la cárcel, así entendió ella por qué a ese lugar en el que nunca pensó que iba a pasar tanto tiempo –hace cuatro años que está detenida en Los Hornos– lo llaman la tumba. “Es lo más parecido a estar muerta, tu familia se va olvidando, perdés las palabras que solías usar, los amigos; afuera todo cambia y vos siempre estás igual o deshaciéndote, como los muertos.” Pero ella no está muerta, sólo presa. Y su voz, aislada tras los muros y las rejas, por una vez, quebró los límites del encierro. Fue cuando ganó un concurso de poesía que organizó el propio Servicio Penitenciario, hace un año. Entonces conoció su momento de gloria, recibió cartas de otros presos, sus compañeras empezaron a pedirle que redactara cartas de amor para amores imposibles. Su palabra, por una vez tuvo sentido, y como ella dice, "me dio libertad en mi imaginación".
Como María Silvia, hay otras mujeres detenidas que han logrado filtrar su palabra por las pequeñas grietas que deja el sistema carcelario. Son voces que se escuchan mezcladas, borrados en muchos casos los rasgos individuales de identidad como única forma de protección contra los abusos de un poder absoluto del que son presas. “...y si con tanto que te aíslan terminás dándote cuenta que ya no te pertenecés, les pertenecés a ellos, sos de ellos. No sólo porque te encierran acá sino porque se apoderan de tu cabeza.” La que habla es Mónica, sin apellido, uno de los testimonios que se recogieron, después de dos años de investigación, en el libro Voces de mujeres encarceladas, compilado por Andrea Fabre y Marcela Nari. Seguramente Mónica no es Mónica –tampoco es real el nombre de María Silvia–, pero el recurso de borronear los nombres apareció como el único posible para las investigadoras –Marcela Nari, Andrea Fabre, Silvia Hauser, Nilda Calandra y Jaqueline Friedman–, integrantes del Taller de Estudios de Género, que tenían como objetivo quebrar el silencio al que se ha condenado desde siempre a las mujeres encarceladas.
En el catálogo de la muestra de serigrafías del Taller La Estampa, que Fernando Bedoya y Mercedes Idoyaga dictan en la cárcel de mujeres de Ezeiza, las participantes no consiguieron autorización para figurar con nombre y apellido, sólo el nombre de pila y una inicial para que ellas puedan enunciar el rumbo por el que encaminan sus obras. Así, Mónica B. dice que va “de la oscuridad a la luz”, Clara M, “de lo salado a lo dulce” y Claudia S. se pregunta incrédula: “¿De dónde a dónde”. Como una pequeña muestra de la negociación permanente a la que tienen que someterse las presas en la cotidianeidad de su encierro, talleristas e investigadoras lograron sacar de la cárcel esas expresiones tapiadas concediendo el anonimato a las voces individuales. Voces que se escuchan cada vez más alto.

Cuestión de género
“El aislamiento asegura el coloquio a solas entre el preso y el poder que se ejerce sobre él”, sostiene Michel Foucault, y el silencio es una de las condiciones de ese aislamiento que el sistema carcelario necesita para ejercer el poder de castigar. En el caso de las mujeres, ese silencio es doble, como también es doble el castigo al que son sometidas, ya que “no sólo transgreden la ley sino también el mandato social de su género”, dice Andrea Fabre, quien llegó a la cárcel de mujeres con la intención de buscar las vías para implementar el programa UBA XXII –el que lleva la universidad a las cárceles– en la Unidad 3, de mujeres, en 1993. “Había una experiencia previa –cuenta Fabre–, que se desarticuló por las dificultades para el traslado de los profesores. Pero al contrario de la premisa que sostiene el Servicio Penitenciario, sobre que las mujeres son más inconstantes y no tienen deseo de capacitarse, notamos que había una gran expectativa, y eso fue lo que nos permitió seguir avanzando y empezar con las clases en 1994.”
En ese preconcepto expresado sin pudores por las autoridades del SPF y también descripto por una de las poquísimas investigaciones sobre mujeres encarceladas –Las mujeres olvidadas, Elena Azaola, México, 1996– es para Silvia Hauser, psicóloga y coautora de Voces..., una simple cuestión de género: “Existe una máxima que dice que las mujeres son más locas en un caso o más apegadas a actividades relacionadas tradicionalmente con lo femenino, como la cocina o la costura, pero los hechos demuestran claramente que no es así.” De alguna manera, este prejuicio reproduce los arquetipos clásicos con que se intentó calificar a las mujeres: locas o amas de casa.
Hasta la llegada de la universidad a la cárcel de Ezeiza –que sólo dicta la carrera de Sociología–, la oferta educativa para las mujeres detenidas se reducía a talleres tales como tarjetería española, camisería, repostería o tejido, valorados mucho más por el SPF que cualquier otra iniciativa, incluyendo aquí la instrucción secundaria –que sólo es posible rindiendo las materias como alumnas libres– y la universitaria. Expresamente, el Plan Director de Política Penitenciaria dice que “éxitos puntuales en el nivel universitario no pueden resultar engañosos”. Desarmar estas premisas que atan a la mujer a un tipo de educación que Hauser resume como “preparar mucamas y señoras que hacen tarjetas, o mejor, mantengamos y formemos gente presa”, fue lo que impulsó la investigación que se reproduce en el libro ya citado. Aunque ese impulso duró apenas dos meses. Eran otros los emergentes que aparecieron como urgentes para las investigadoras: “Rápidamente nos dimos cuenta de que había que mirar sobre esas cuestiones que hacían a cómo se defienden estas mujeres para sobrevivir, en qué estado queda el aparato psíquico en condiciones de encierro y qué herramientas podíamos brindarles para mejorar sus condiciones subjetivas”.
“¿Sabés cómo nos llaman ellos? Paquetes. Dicen: ‘Bajo paquete, llevo paquete a la 3 o a la 5. Voy a buscar paquete’. Yo despacito les digo: ‘Yo nos soy ningún paquete, ¿no ves que tengo manos, boca, cara, camino con mis piernas?’. Pero lo digo para mí, no para que ellos cambien. Nosotras somos seres humanos, personas, no somos paquetes y se nos tiene que meter bien en la cabeza.” Testimonios como el de Mirta fueron los que claramente señalaron la oposición consciente a la cosificación y a la infantilización que son sometidos los presos en general y las presas con doble violencia, ya que está siempre presente la supuesta “desnaturalización” de las mujeres que cometen delitos. “Cada vez que ellas reclaman por sus hijos, por su familia, la respuesta de los jueces, de los guardias, incluso de los médicos, es la misma: ‘Te hubieras acordado antes’”, resume Hauser.
El objeto de investigación, entonces, fue la revisión de las estrategias de resistencia y de sobrevivencia. Las primeras, referidas como “actitudes de adaptación activa, sin dejarse cooptar la cabeza por el sistema”, como en el caso de Mirta, y la segundas más relacionadas “con aceptar hacer alguno de los poquísimos trabajos que ofrece el sistema, como empaquetar virulana –tradicional y favorecido por empresas privadas– o los ligados al mantenimiento del penal” explica Fabre. Estos trabajos, que son remunerados como máximo con 30 pesos por mes, que se traducen en mercadería que las detenidas retiran de la proveeduría del penal, para algunas son indispensables –más cuando no hay familiares que las asistan– y para otras una transacción con el SPF que les permite obtener buenos puntajesde conducta y así avanzar en el “sistema de progresión” que en un futuro puede asegurarles las salidas transitorias e incluso la libertad condicional. “Hay muchas mujeres que preferirían estudiar a realizar trabajos mecánicos y prácticamente no remunerados –dice Fabre–, pero no lo hacen porque al SPF le interesa más que trabaje. Eso es adaptación y supervivencia.”

Un espacio de libertad
“Cualquier muestra de arte es una expresión creativa, y es reconfortante encontrar un espacio para crear en este mundo de encierro, rejas e impotencia. El taller de serigrafía es una forma de sentir y de liberarse por un momento.” Mabelú es una de las mujeres encarceladas en Ezeiza que está mostrando sus obras en el Centro Cultural Recoleta. Sus trabajos están signados por una consigna: “De la soledad a mis afectos”. Tiene una edad que no confiesa entre los 30 y los 40, como la gran mayoría de la población penitenciaria de mujeres. Carmen, una compañera de encierro, que señaló su camino como “de adentro hacia afuera”, exhibe en Recoleta una serigrafía llamada “Detrás del escenario”, un escenario que no puede ser otra cosa que un muro. Para ella, el taller es “un oasis en el desierto, pero también una odisea en el espacio”, usando la metáfora, esta vez, para denunciar que el SPF hace 5 meses exactos que debería haberles pagado a las serigrafistas mil quinientos pesos que ganaron vendiendo sus obras en el stand que abrieron en Arteba. “El dinero lo tiene el Ente, algo que ni siquiera sabemos qué es, la próxima vez lo voy a dibujar como a un gran globo transparente”, dice Claudia S., quien lleva 17 años detenida y pocas esperanzas de salir. Claudia hace la denuncia por el teléfono público del que gozan las internas desde 1996 –se instaló por lo menos diez años después que en las cárceles de hombres de Devoto y Caseros–; es algo a lo que está acostumbrada y una de esas estrategias de resistencia a las que aludían Hauser y Fabre. Se trata de hacerse oír, filtrar sus voces, para denunciar, para demandar, para seguir existiendo en el espacio del afuera.
El taller de serigrafía existe desde abril y, en este corto período, quince mujeres detenidas han sumado una producción de casi 400 obras. En un principio la propuesta fue “una transferencia de tecnología que pudiera aplicarse al trabajo, ya que la serigrafía sirve para estampar todo tipo de objetos, la idea era crear una especie de fábrica”, dice Fernando Bedoya, uno de los maestros, pero lo que surgió “fue mucho más artístico, había una gran necesidad de liberar un imaginario que también estaba encerrado”. La primera serie de grabados se hizo en torno a los animales. Y todos los modelos elegidos fueron animales en cautiverio, aunque no fue necesario dibujar las rejas. Los animales feroces sólo se conocen en zoológicos. Después siguieron los dragones, aves inmensas, unicornios, monstruos de fantasía, jamás un gato o un perro, de ninguna manera un insecto, nada que pudiera encontrar su modelo en los límites de las cárcel. “Toda situación de conflicto es un disparador de creatividades”, dice Mercedes Idoyaga, docente, quien no se sorprendió del impacto gráfico de las obras de las detenidas: “Son buenas obras no porque las hayan hecho estando presas, son imágenes potentes en sí mismas”. Cuando Diana Bellesi tuvo la oportunidad de dar talleres literarios en siete penales tanto de hombres como de mujeres se encontró con un resultado similar, en el prólogo del libro Paloma de contrabando, que recopilaba los textos de personas detenidas, ella escribe: “Este libro tiene un valor testimonial, el de haber sido escrito en prisión, pero además riqueza textual, escritural, no son solamente los temas sino la forma de decirlos”.
Los textos que recopiló Bellesi son anónimos. El catálogo de la muestra de serigrafía omite los apellidos, y los dos síntomas ponen de manifiesto la cuestión de la identidad. “La directora del penal fue quien pidió que no se identificara a las obras –cuenta Bedoya–, aun cuando la convención del grabado exige que figure el nombre, la técnica y el número de serie. Pero las chicas se las arreglaron para firmar sus obras.” Y así, aunque elmural Tiro Penal sea colectivo, las iniciales de cada una están impresas como parte de la obra, como si no hubiera límite entre ellas y la obra. ¿Por qué Tiro Penal? "Por qué ellas aman el fútbol y a los jugadores, cuando piensan en hombres, piensan en ellos", dice Bedoya. Las mujeres presas aman el fútbol pero no pueden jugarlo, está prohibido para ellas por esas arbitrariedades propias del sistema. No pueden jugarlo porque "fomenta la violencia", dicen los guardias. A las señoritas les toca el voley. Y como todo lo que les falta en el universo de lo concreto, aparece en el diseño de sus grabados. La próxima serie sobre la que ya están trabajando en el taller se llama "Prohibido en seres", un juego de palabras que sirve para insistir sobre eso que ellas repiten casi ritualmente -"somos seres humanos"- y también para darle algún plano de existencia a eso que el sistema prohibe, otra vez, arbitrariamente: ventiladores, veladores, bananas, estufas eléctricas, tampones. "Te podés meter ahí cualquier cosa, menos tampones", dice Claudia con una ironía que la rescata.

El tiempo muerto
“Te hacen sacar toda la ropa, te la revisan toda y cuando estás en bolas te hacen agachar para mostrarles la cola y te hacen abrir la vagina, y te hacen levantar el cabello.” Beatriz cuenta en Voces... de qué se trata una requisa personal, cuando después de una requisa de pabellón se eligen arbitrariamente a dos o tres mujeres para revisarlas en profundidad. Las requisas son siempre sorpresivas y sumamente violentas. “Entra la patota, patea todo, te arrancan las fotos de la pared, te revientan las almohadas, te tiran la mercadería que tenés al piso, se supone que buscan drogas o armas, pero lo que quieren es humillarnos”, dice Anabella, detenida en Los Hornos, consciente de que hay una sola manera de resistir esa embestida, “en silencio”. El silencio, a veces, es entendido como sumisión. “Pero también tenés que acordarte de mirar al piso, porque si le caíste mal a la Cobani, capaz que te comés un castigo.” Cobani es para Anabella sinónimo de policía y de guardia penitenciario. Ella describe lo que se sintetiza en el trabajo realizado en Ezeiza por el Taller de Estudios de género: “La arbitrariedad disciplina aun más que un control rígido unívoco. La discrecionalidad no deja lugar a dudas sobre quién tiene el poder total”. Así, a Lili, una presa extranjera que balbucea castellano, la requisaban íntimamente cada vez que volvía de la visita con su cónsul, sólo porque le caía mal a una celadora. Claudia S. perdió dos puntos de su conducta -hace cinco años que tenía diez– porque se quejó de que el recuento que tenía que ser a las 8 se hizo a las 8.40 y las internas habían perdido cuarenta valiosísimos minutos para estar cerca del teléfono, es decir conectadas con el afuera.
Las cartas, como las visitas y las comunicaciones telefónicas, son vividas como el único vínculo con las relaciones familiares, que lentamente se diluyen. Muchas mujeres son desvinculadas de sus hijos –si una abuela no tiene medios para cuidar de sus nietos, éstos serán entregados a una familia sustituta que sí recibe un subsidio para su crianza– y los hombres, lentamente, dejan de ir a visitarlas. Tanto en los penales de hombres como de mujeres, son estas últimas las que a lo largo del tiempo mantienen la constancia en las visitas, soportando requisas idénticas a las que describe Beatriz, y arbitrariedades tales como que se les permita entrar algunos alimentos sí y otros no, o que alguna ropa determinada –oscura, zapatos de plataforma, pantalones ajustados, botas altas– las deja afuera de la visita.
Modular el tiempo, apropiarse de esos intervalos entre visita y visita, es una de esas estrategias de resistencia que se describen en el trabajo de Hauser y Fabre: “Afuera generalmente tenemos incorporada una manera de vivir el tiempo asociada a intentar no perderlo (...). En el penal, el tiempo se transforma. Allí, todas quieren que el tiempo pase lo más rápido posible (...). No es un tiempo de vida sino un tiempo muerto, un tiempo eterno”.
Los horarios dentro de la cárcel son tan arbitrarios como lo indica la lógica penitenciaria. Aunque se sabe que hay recuento a las 8 de la mañana y a las 8 de la noche, las citas con el médico –escasas– pueden suceder a cualquier hora, y superponiéndose a los horarios de educación y untraslado a Tribunales puede empezar a las 3 de la mañana y terminar a las 10 de la noche del día siguiente. Cuando Idoyaga describe la mayor dificultad con que se encontró al dar el taller de serigrafía, dice sin dudar: “El tiempo, el tiempo está muerto. Podés pasar media hora para que te abran una reja, una hora para llegar desde la puerta de salida al lugar donde damos el taller. Entrar en la cárcel es entrar en otra dimensión del tiempo”. Algo que sin duda pueden decir las visitas, que tardan más de una hora desde que llegan a la ventanilla hasta que se reúnen con sus familiares. Hora que se descontará de ese precioso tiempo compartido entre el adentro y el afuera.

De amor y de sexo
“Lo que a nosotras nos llamó más la atención –cuenta Andrea Fabre– y lo que más profundizamos es el sistema de parentesco. Nosotras sabíamos de la importancia de los lazos solidarios y de amistad, que seguramente las mujeres pueden expresar mejor que los hombres. Lo que no sabíamos es que se armaban vínculos símil familias hacia el interior de los pabellones. Hay quien hace de madre y alimenta y protege, hay quien hace de padre y es quien puede dar seguridad por su fuerza física y su autoridad, y también abuelas que dan cobijo y hermanas con las que es posible pelearse y seguir amándose.” En estas relaciones de familia, las investigadoras encuentran la estrategia de resistencia más fuerte. “Amar a una pareja, amar a una hija, amar a una madre, amar a un padre, a una hermana. No importa que no lo sean, no importa que el vínculo dure lo que dura el encierro.”
Andrea y Susana saben que es así. Ellas estuvieron juntas en Ezeiza y en Los Hornos. Ninguna de las dos tenía relaciones con mujeres fuera de la cárcel, pero adentro la relación se dio naturalmente, primero como un afecto sin genitalidad, después, y lo dicen abiertamente, fueron una pareja completa. Tanto que cuando Andrea salió en libertad, para Susana se cortaron los últimos hilos de su resistencia y tomó un vaso completo de lavandina para intentar suicidarse.
En las cárceles de mujeres las relaciones lésbicas son aceptadas, aunque condenadas por el Servicio Penitenciario, y son fuente de baja del concepto, esa calificación distinta de la conducta y que los guardias definen como “eso que nosotros vemos que hacen”, para distinguir lo que consideran “buena conducta” de la supuesta simulación. “Pienso que al estar más valorado lo masculino, es fácil que algunas mujeres cumplan ese rol y no sean condenadas. También es cierto que las mujeres tenemos una mayor aceptación de nuestras necesidades afectivo-emocionales. Muchas veces se habla de lesbianas de adentro y de afuera, y lo que te dicen es que adentro lo que más necesitan es alguien que las abrace”, concluye Fabre. Las relaciones homosexuales no son vistas, como en la cárcel de hombres, como reemplazo de las heterosexuales, ni tampoco como descarga, y quienes las practican no son menospreciadas por sus pares.
El amor es todo un tema intramuros, es lo que ocasiona las mejores y más largas cartas, y se vive como una ilusión de libertad y también como un proyecto a futuro. Son muchas las parejas que se forman entre presos y presas que no se conocen más que por carta y por fotos, y algunas, como la de María del Carmen y Mario Barindeli, llegaron al matrimonio. Son maneras de empujar los límites del encierro, un encierro que es capaz de expandirse hasta hacer desaparecer el afuera, hasta hacer creer a quienes lo padecen que realmente están muertos en vida y que esa vida transcurre en una “tumba” de la que algunas voces, todavía tímidas, logran filtrarse.