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DISEÑO

Jardines surrealistas

Cristina Le Mehauté

Cristina Le Mehauté despista por su oficio y su apellido francés: parece haber vivido siempre entre rosas y haber comido paté desde la cuna, pero es una mujer con mucha calle y mucho jardín recorrido. Tiene ideas muy claras sobre qué hacer con las plantas, ideas que le empezaron a surgir en su Burzaco natal, cuando su abuela la chantajeaba con cactus y crásulas para que fuera a visitarla.

Por Victoria Lescano

Alamos rodeados de montañas de huevos y montículos de venecita, lápidas oxidadas, las figuras de una inmigrante italiana adornada con una capelina y un bebé en los brazos dibujados en alambre por Alejandro Lacreu, flores de vidrio ideadas por Gerardo Patiño más bancos mezcla de alfil y fetiches portuarios firmados por la diseñadora Diana Cabeza fueron los elementos por excelencia con que la paisajista Cristina Le Mehauté concibió Resolana, el espacio sin dudas más subversivo al minimalismo con tímidas pinceladas de color de Casa FOA 2000 que este año transcurre en el Hotel de los Inmigrantes.
“Soy una renegada del paisajismo y su énfasis en las plantas, la estatua y el banco de plaza; para mí hacer un jardín no es otra cosa que hacer una escultura en el espacio para que pueda protegerte, emocionarte, alegrarte o darte asco”, dice sobre su plaza pública de bienvenida para el inmigrante, obra conceptual número diez en el apartado de su carrera para esa feria de decoración.
Antes hizo un jardín de cactus azules para un departamento del Palacio Alcorta, un homenaje a las plantas que Johnny Deep poda con sus manos de metal en El Joven Manos de Tijera. Con toneladas de estopa y flores rosas en la edición del Palacio de la Moneda, la terraza de una estancia de estilo francés con malvones y chaises longues de hierro y cuyo clacisismo fue compensado con un bosque contiguo decorado con pelotas de cemento, un banco con forma de ciempiés y, en lugar de flores, una malla metálica de cien metros que estaba intervenida por cientos de palitos amarillos flúo.
El currículum de Le Mehauté incluye jardines y kilómetros de paisajes para La Tregua, la casa de Sergio Renán en Punta del Este, el campo de Marcelo Tinelli, el porche de la casa-estudio del fotógrafo Urko Suaya, una chacra de Punta del Este de Alan Faena, cabañas del sur y terrazas de dúplex que ella sigue visitando con frecuencia usando algún modelo de su colección de noventa sombreros, a veces acompañada de las asistentes del estudio de paisajismo a las que presenta como “mujeres de armas tomar y que ante cualquier duda no vacilan en romper macetas”.
En su casa de Núñez hay cactus colosales y en miniatura, algunos reales y otros esculpidos en vidrio por Patiño (su marido y colaborador habitual, quien en un apartado de la casa hace peces y otras maravillas soplando botellas). En el living, una mesa de cemento con flores rojas silvestres y cero pretensiones de arreglo de delivery, otra de madera de pino oscuro, sillones BKF de cuero color suela, otro blanco y amarillo para apoltronarse y un cuarto de alguna abuela con apoyapiés incluido. También hay literatura en bibliotecas construidas con macetas de cemento gris. Una atmósfera de campo y nada de country, que se acentúa con lasproyecciones de jardines encantados sobre la pared. “Yo crecí en un paisaje ínfimo, vivía en una casa humilde donde desde muy chica salía a armar mi jardín, porque vivía en estado de disconformidad con el espacio que me rodeaba. A los nueve años estaba atenta a esas cosas, intercambiaba plantas con una abuela francesa, básicamente cactus y crásulas. Ella vivía a dos cuadras de casa, también en Burzaco, y como yo no le daba bolilla, me tentaba y me daba una planta a cambio de la visita”, dice Cristina sobre su patología por los jardines.

Aunque el verdadero comienzo, la prolongación de las raras plantas de la abuela y hacer de eso un oficio rentable surgió hace treinta años.
“Mientras estudié algunos años de arquitectura, trabajaba en un petit hotel de Barrio Norte como recepcionista. Cada tarde mis ojos se tenían que detener durante horas ante un cantero vacío, hasta que un día me harté y le dije a mi jefe esto es una desgracia, ¿puedo ponerle filodendros?, y el tipo quedó tan contento que me pidió que le hiciera el jardín del fondo. Durante varias semanas pedí una carretilla y una maza prestadas de una obra y empecé a romper el patio. Primero destruí la parrilla y después destrocé el gomero gigante. Los empleados de las oficinas observaban el espectáculo hasta que una mujer me dijo ‘conozco a un tipo que se hizo millonario con eso que vos estás haciendo seguramente gratis’. Así conocí a un arquitecto llamado Lee, un tipo muy informal, y a su socio, quienes me decían ‘pero no queda bien que una mujer esté agachada y se le vean las piernas, ¿está segura de que quiere hacer esto?’. Yo dije que sí, me mandaron a hacer un curso para manejar, me pusieron una camioneta sin luces y en la que se abrían las puertas en las curvas, y con cuatro obreros empecé a dirigirles las obras”.
Otros pilares en su formación: clases de pintura y escultura, la aventura cuentapropista de su propio kiosco de golosinas a los dieciséis años (salía con una valija extra para vender alfajores en los recreos a sus compañeros) y conversaciones centradas en botánica con los viejitos más sabios de los viveros, sumada a años de viajar en colectivo con cajones de plantas de Burzaco, con combinación en Puente la Noria hasta San Isidro. Una mención especial requiere su etapa de cocinera de un grupo de andinistas entre el ‘70 y el ‘77.
“Por entonces tenía un novio que escalaba montañas y para poder ir con ellos me tomaban examen, me hacían ir a correr y limpiar la basura que los europeos dejaban junto al Aconcagua; lo genial es que mientras ellos se iban todo el día a escalar, yo me quedaba haciendo herbarios de la Patagonia y del norte argentino, y así entendí que lo mejor era imitar a la naturaleza y usar escasos elementos, algo que siempre aplico a todos mis proyectos.”
Ahora está trabajando en la edición de Jardines argentinos, un libro sobre sus obras con fotografías de su pareja y con frecuencia dicta seminarios sobre Jardines contemporáneos y cómo salirse del estilo inglés curiosamente entre señoras del Garden Club, una sociedad secreta de jardineras que se formó en tiempos de la construcción de los ferrocarriles, con mujeres británicas que se intercambiaban gajos de distintas especies.
La especialista se refiere a la cruza de estilos de los espacios verdes locales y analiza las tendencias. “Nuestra influencia europea fue tan fuerte que no hay obra paisajística local; los barcos traían no sólo a los paisajistas, sino también a las plantas, así llegaron eucaliptus desde Australia, paraíso desde China, coníferas, alerces celestes que fueron plagando nuestro territorio y no dejaron vivir felices a nuestras plantas”.

Buenos Aires está básicamente influido por los jardines ingleses, que se caracterizan por la necesidad de mucho mantenimiento, cuando una flor seapaga empieza la otra y aunque intenta ser suelto en realidad es domesticado y requiere mucho espíritu de sacrificio. En una conferencia del paisajista John Brooks, un inglés que propone salir del british tradicional, dijo que le daba vergüenza que las estancias argentinas no tuvieran ningún reflejo del estilo argentino y la cultura indígena en sus trazados y en cambio lucieran obsesionadas por lo francés y su esquema de mosaicos. Aquí ya paseamos por Europa y hubo un furor de lo japonés, lo insólito es que habiendo tanta pampa desnuda tuviéramos que mirar a Japón para recrear lo mínimo y que ahora nos atrevimos a incorporar la cortadería, vulgarmente llamada paja brava de nuestros campos después de ver que los ingleses las llevaron como fetiche de sus jardines. Y lo único que queda de la antigua Buenos Aires es el helecho serrucho cayendo del balcón de San Telmo. Creo que sería interesante que surjan nuevos estilos en base a los regionalismos, como hizo la escuela brasilera liderada por el arquitecto y escultor Burle Marx”. Sobre sus propias influencias, dice: “No estoy contaminada y viajé muy poco, el año pasado fui por primera vez a Europa gracias a un premio de FOA que consistía en una visita a una muestra de Jardines Contemporáneos, tenía muchas expectativas, pero ni Versalles ni los Jardines de Luxemburgo me emocionaron demasiado, tal vez porque siempre tengo una mirada crítica y me encanta que me critiquen. Lo que más me divierte de FOA, una vez que todo termina, es leer los comentarios de la gente, que en general me da con un caño. El año en que hice el bosque con juegos de zigzags y la malla metálica de cien metros de largo con palitos fluorescentes en Beccar, una mujer, sin dudas furiosa porque no había alegrías del hogar, me escribió: ‘Lo que usted hizo teniendo la edad que tiene, mi hijo de un año que está en el jardín también lo hizo’. Sin dudas el mejor elogio fue el que me dejaron un grupo de chicos después de ver mi puesta muy poética con manos gigantes, prímulas obcónicas y figuras con quinientos kilos de estopa simulando topiarios, al estilo de los jardines de Orlando. Decía: ‘qué culo debe haber tenido ese perro para cagar semejante sorete’.”