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DISEÑO

San Armani

Giorgio Armani comenzó a trabajar como estilista de Nino Cerruti hace dos décadas, cuando Italia recién asomaba como gran capital de la moda. En un escenario hiperpolitizado, en el que el buen diseño era despreciado por su supuesta frivolidad, Armani supo leer su época e inventar un estilo de elegancia no irritante, no opulenta, mínima. Todavía recoge los frutos de esa gran idea.

Por Natalia Aspesi

A Giorgio Armani le bastó una chaqueta para iniciar su carrera triunfal y cambiar la historia de la moda y la imagen de la calle. Es verdad que era una chaqueta especial, una chaqueta nueva, que ilustraba de forma milagrosa las necesidades del momento, y no sólo las estéticas, porque su objetivo era revestir las inquietudes y la nueva autoridad de las mujeres y, al mismo tiempo, dar a los hombres el impulso necesario para liberarse de la incómoda coraza con la que protegían su dignidad y sus inseguridades.
Eran los años setenta, años oscuros para Italia y, sobre todo, para Milán, la ciudad que intentaba convertirse en la capital del alto prêt-à-porter y, en aquel momento, era el epicentro de las formas más trágicas de la lucha social y política. Unas figuras más frágiles y mercantiles como las de los diseñadores parecían anacrónicas y ajenas al mundo, cuando el país estaba desgarrado por matanzas de las que se culpaba a los aparatos del Estado y se sucedían sin cesar los precarios gobiernos de centroizquierda, siempre bajo la dirección democristiana.
Nada era menos actual, menos interesante y menos importante que la moda. Las señoras que habían descubierto las ventajas del prêt-à-porter se deslizaban, silenciosas, en las tiendas de Yves Saint Laurent, el diseñador preferido de la alta burguesía, que aún desconfiaba del gusto italiano. Pero, al mismo tiempo, esas damas recordaban los huevos podridos que los manifestantes habían arrojado sobre sus relucientes trajes de noche durante la histórica apertura de la Scala en 1968, y se camuflaban en las calles vestidas de manera insignificante e irreprochable.
Los jóvenes que soñaban con la libertad a través de la política y el feminismo habían rechazado las faldas de pliegues y los pantalones ajustados, y no compraban más que duros chaquetones de carnero afgano o vestidos coloreados provenientes de la India. Por la revolución habían renunciado incluso a estar guapas: no la jovencísima Miuccia Prada, que repartía panfletos para el Partido Comunista mientras vestía alta moda francesa, con un valor ejemplar, porque a los jóvenes bien vestidos se los consideraba fascistas.
En 1975, Giorgio Armani ya había sobrepasado la edad de los enardecidos jóvenes contestatarios y afrontaba con titubeos y cierto miedo una empresa arriesgada, la primera colección femenina con su nombre. Encerrado en los dos locales alquilados en un edificio de Milán, trabajaba con un rotulador y muchos trozos de tela, guiándose por una concepción del vestir aún nebulosa y sin dejar de pensar en el exiguo capital con el que debía arreglárselas. Eran tres: él, su socio y compañero Sergio Galeotti, más joven, que procedía de un estudio de arquitectura y le había dado, con su dinamismo y su ambición, el valor de intentarlo, y la mítica Irene, la única empleada para todo, a quien había dado permiso para que estudiara durante el trabajo porque no existía ninguna seguridad de que la pequeña empresa tuviera futuro.

Giorgio Armani nacía aislada y silenciosa ajena no sólo a la moda del momento, sino también a la ciudad enfurecida, en cuyas calles se enfrentaban manifestaciones de protesta y policía en una auténtica guerra. Era la época en la que de los grupos extremistas de izquierda y derecha, cada vez más radicalizados, se escindieron los más violentos, que eligieron la clandestinidad. Las calles de Milán ya estaban ensangrentadas por los muertos de la violencia política cuando Armani hizo desfilar su primera y pequeña colección para la mujer, en un local del Hotel Palace. Recuerda el diseñador: “Quizá no era gran cosa, pero al final Galeotti puso, por casualidad, un disco que en aquel momento estaba muy de moda, del grupo Inti Illimani. Las 12 modelos que habían salido a la pasarela comenzaron a moverse al ritmo de la música y entonces, incrédulos, oímos los aplausos”. Aplausos de periodistas que, convocados por el conde Franco Sevorelli a echar una mano a su amigo Armani, habían aceptado perder su precioso tiempo por el enésimo nuevo diseñador y se habían sobresaltado: ¿Eran bellos o eran feos aquellos modelos simples y ligeros, faldas bajo la rodilla, pantalones suaves, chaquetas como camisas, sin adornos, sin audacias, sin extravagancias?

Eran sencillamente distintos, ajenos a la alta moda parisiense, que todavía dominaba, al menos en teoría, el mercado y los sueños de las señoras, y también a la moda italiana que se iba afirmando poco a poco, casi siempre diseñada por modistas franceses de gran renombre.
Fue un momento especial, mágico, pero no sólo porque en unas cuantas temporadas el guapo cuarentón de ojos azules y canas precoces se convirtió en una estrella, un hombre rico, el rey del prêt-à-porter en Italia, el personaje al que sólo siete años después la revista Time iba a dedicar una de sus tapas. También porque demostró que, sin haberlo calculado, por puro instinto o tal vez por un puro golpe de suerte, había comprendido su época y al mismo tiempo se había aislado del caos y la incertidumbre: flotaba ya en el aire una voluntad de cambio, seguridad y futuro, y él estaba preparando sus formas y sus colores. ¿De verdad era tan profético y constructivo el pensamiento de este joven que había crecido en la antigua ciudad agraria de Piacenza, en la región de Emilia? “No sentía ninguna llama sagrada, nunca había pensado en dedicarme a la moda. Otros diseñadores recuerdan que crecieron entre los misterios perfumados del armario de su madre, o que empezaron a crear vestidos para las muñecas de la hermana. Yo no tengo ningún recuerdo de ese tipo. Me fascinaba el cuerpo real, y por eso había decidido estudiar medicina. Acabé en la moda por casualidad, pero aquellos tiempos eran especiales, las ocasiones surgían de improviso, eran muchas, y se emprendía una dirección sin siquiera saber si era la apropiada.”
Sí acaso, recuerda Armani, ya de adolescente y sin ser consciente de ello, sentía una especie de insatisfacción estética frente a las cosas que le parecían feas, y cuando empezó a trabajar en la Rinascente –por aquel entonces los mayores almacenes italianos– junto a compradores de moda masculina, no encontraba nunca en los proveedores cosas que le parecían obvias, como sweaters negros de cuello alto, camisas de corte americano, chaquetas que no cubrieran sino que vistiesen. Como consecuencia, Armani empezó a pensar en el cuerpo, no ya como posible médico sino como futuro genio de la elegancia y el comportamiento.
En medio de aquellos compradores tradicionales lo descubrió Nino Cerruti, un empresario de gran talento y visión de futuro, que fabricaba tejidos y ropa para hombre. Empezó a presentar al joven Armani como “mi estilista”, una palabra más bien nueva para la moda y, mientras tanto, éste empezó a apasionarse por aquel mundo de tejidos y fabricación industrial que recuperaba el valor del traje bien hecho. Trabajó con Cerruti siete años, un período de formación y descubrimiento de una vocación que nunca antes había advertido.
“Yo me vestía de sastre, me parecía indispensable hacerme la ropa a medida, no por snobismo sino porque la ropa industrial me hacía sentirme viejo, amorfo, sin glamour, y me preguntaba por qué tenía que ser tan pesada, deslucida, una especie de prisión que escondía por completo el cuerpo. Entonces, para unir la tela al forro, se utilizaba cola de pegar, que daba rigidez a la prenda. Empecé a quitar todo, guatas, gasas, forros, a buscar tejidos de aspecto clásico pero ligeros. Quise llevar, en la medida que lo permitieran los costos de producción, los secretos de la sastrería a la moda prêt-à-porter. En las chaquetas, dar importancia a los hombros pero dejar que el resto fluctuase, se adaptase al cuerpo y lo liberase de toda restricción. Por primera vez, una prenda ajada y desestructurada era elegante.”
De pronto, la moda de Armani salió del gueto milanés y del escenario italiano y se difundió por Europa y sobre todo por Estados Unidos. Se iniciaba una especie de culto, incluidas las exageraciones. Ya antes de comenzar los años ochenta, los de la confirmación del inmenso triunfo de la moda italiana, Giorgio se vio convertido en rey de la prensa.
Cuando, con mucha resistencia y tras muchas noches de insomnio, el directivo de la Cerruti dejó su puesto y aquel sueldo que le parecía enorme (40.000 dólares anuales), el capital que tenía para establecerse por su cuenta era de 10.000 dólares. Apenas un año después podía permitirse alquilar una parte del Palazzo Caproni, uno de los edificios barrocos más bellos de la ciudad, decorado con magníficos frescos del siglo XVIII. En 1976, la facturación global de la empresa era ya de 90.000 dólares; en 1981, las ventas en Estados Unidos alcanzaban los 14 millones de dólares y la facturación total era de 35 millones.
No se sabe si Giorgio Armani inventó para las mujeres aquel gusto andrógino, compuesto por chaquetas sin adornos, pantalones masculinos, tejidos suaves pero de aspecto serio, zapatos sin tacón, porque tras años de trabajar en la moda masculina era lo que mejor sabía hacer. O porque había comprendido verdaderamente que las mujeres estaban cambiando y querían encontrar una forma distinta de ser femeninas y seductoras.
Para Estados Unidos, la época de las marchas y las protestas se terminaba en 1975, con el final de guerra de Vietnam, pero en Italia el desorden social y político penetró hasta los años ochenta. Aunque la pasión política, con el terrorismo, se había deshecho en el miedo, la desilusión y el claro rechazo popular.
Fue una transformación imprevista, veloz; de pronto volvió a estar de moda la vida dulce y los sueños y las necesidades de las masas variaron, se encauzaron hacia el consumo, la riqueza, la euforia, el regreso sin reparos del lujo. En Italia, Giorgio Armani aportó a este nuevo paisaje social e industrial una imagen de dignidad e inteligencia, nada ofensiva, nada transgresora, jamás opulenta ni vulgar. La elegancia cosmopolita que arrancaba al país de los años oscuros y volvía a colocarlo en el mundo.
Copyright El país/Página/12