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POLITICA

Las Prats

María Angélica, Sofía y Cecilia Prats son las tres hijas del matrimonio chileno asesinado en 1974 en Buenos Aires. Criadas en un ambiente militar, les costó entender que el atentado que las dejó huérfanas fue pergeñado desde el poder que en ese entonces concentraba Augusto Pinochet. Tras el reciente juicio por el asesinato, las Prats no bajan la guardia: temen impunidad.

Por Marta Dillon

Mi mamá dónde está?”, preguntó Cecilia, 20 años, estudiante de arte y “educación parvularia”, la mañana del primero de octubre de 1974. Era una pregunta desesperada a la que sus dos hermanas apenas pudieron contestar: su madre estaba muerta; su cuerpo, mutilado, había sido reconocido en una morgue de Buenos Aires por el portero del edificio en el que vivía ella, Sofía Cuthbert, y su esposo, el chileno general retirado Carlos Prats. “Yo conocía el miedo, sabía que mi papá podía sufrir un atentado, pero los fuegos eran contra él, por eso pregunté, porque pensaba en quién la estaría acompañando en una situación tan tremenda. Pero habían sido los dos, mi mamá y mi papá muertos”. Cecilia es la menor de las tres hermanas Prats; Sofía le lleva nueve años y María Angélica, seis. Hasta el 15 de setiembre de 1973 había vivido siempre con sus padres, era una responsabilidad para ella no dejarlos solos, a esa altura era la única soltera y, aunque en su casa no se hablaba de política, el golpe militar que encabezó Augusto Pinochet había sido la última patada en un tablero con pocas opciones de movimientos. Y Cecilia tenía la fantasía de que su cariño podría ayudar a recoger las piezas. No fue así, cuatro días después del golpe sus padres dejaban Santiago de Chile para vivir en Argentina como huéspedes de honor del Ejército argentino y del presidente Juan Domingo Perón. Cecilia quedó con su hermana María Angélica. Un año después, aquí en Buenos Aires, los huéspedes fueron asesinados. Un kilo de trotyl hizo volar por el aire el Fiat 125 del matrimonio Prats, con tanta violencia que algunos pedazos del auto se encontraron en la terraza del edificio del que acababan de salir. Otros, según el informe policial de la época, “se hallaron esparcidos en un radio de cincuenta metros junto con restos calcinados de carne humana”. Entonces Cecilia no leyó ese informe, pero recuerda una frase –”no están en condiciones de ser vistos”– y la ausencia del último gesto de despedida como un peso extra, “una tristeza que se sumó”, un ladrillo más en el muro del dolor. Ahora, como hace 26 años, Cecilia está en Santiago, acaba de volver de Buenos Aires –había estado aquí en 1974, días antes del atentado–. Ahora, como hace 26 años, unos pocos datos se encienden como una señal de alerta. Antes le temía a la muerte de su padre, ahora teme que su asesino quede impune. No es la primera vez que lo ve, pero en estas últimas sesiones del juicio oral que se sigue en esta ciudad su resistencia se quebró frente a Enrique Arancibia Clavel, el principal imputado en la causa. “Ver a los asesinos ha sido muy fuerte, que te estén mirando, provocando, con esa soltura y esa frialdad que pareciera querer decirnos que se sienten muy seguros”.
Pero también hay otros datos, unos que permiten creer que la seguridad de Arancibia Clavel es poco más que una pose. Porque la voluntad de estas tres mujeres, las tres hijas del matrimonio Prats-Cuthbert empezó a debilitar una impunidad que hasta hace dos años parecía tan firme como cuando la causa se cerró en la década del 70, porque el juez en lo Penal Alfredo Noceti no pudo identificar a los culpables. Sofía, María Angélica y Cecilia, las mismas que esperaron que se levantara el toque de queda para reunirse apenas recibieron la noticia del atentado, fueron quienesreunieron datos y ataron cabos durante dos décadas, las que consiguieron que Pinochet prolongara su elegante prisión en Gran Bretaña, las que tejieron otra vez la trama de una traición atada a la historia y a la violencia política que se desató en Chile después del golpe militar y que se articuló con el resto de las dictaduras de Latinoamérica. Por eso es para ellas tan importante la extradición del ex dictador Augusto Pinochet, porque además de justicia penal, estas mujeres quieren que se inscriba en la historia del Ejército chileno el nombre de su padre como ejemplo de “honradez, coraje, dignidad y constitucionalismo”.

La traición
Lo primero fue el desconcierto. Eso es lo que recuerda Cecilia Prats: “Algo oscuro que me llevó mucho tiempo develar. ¿Por qué matarlo si él mismo se había retirado de Chile para preservar al Ejército y a la patria de conflictos internos? Después supimos que su imagen era una amenaza para el liderazgo de Pinochet, creo que hasta fue un tema personal”. El desconcierto era natural para las hermanas Prats; el ex dictador y su padre habían sido amigos desde los 14 años; las familias tenían un trato íntimo y el mismo Prats había sugerido a Salvador Allende el nombre de Pinochet para que lo sucediera cuando renunció a su cargo como comandante en jefe del Ejército, porque entendía que también era un general constitucionalista. “Para nosotros que Pinochet encabezara el golpe era un resto de garantía; mi padre confiaba en él hasta el mismo momento del golpe”. Cecilia no tenía ninguna militancia política en 1973, como sus hermanas, estaba acostumbrada a una relativa comodidad, a relacionarse con otras familias ligadas al Ejército, al club y a la facultad. Toda esa vida cotidiana se interrumpió junto con la democracia: “La verdad es que al principio la única aprensión que tuve fue notar un cambio de actitud en la mayoría de las personas que conocíamos y queríamos mucho. Algunos se cruzaban de vereda para no saludarnos, ¿qué les daba tanto miedo que no se atrevían a saludar a una mujer? Supimos más tarde que estaba prohibido relacionarse con nosotras”.
Cecilia Prats ahora vive en La Serena, una pequeña ciudad junto al océano Atlántico, es directora de Turismo de la región de Coquimbo y ya no se dedica a la educación “parvularia”, el equivalente chileno de ser maestra jardinera. Tuvo cuatro hijos con el hombre con quien se casó un par de años después del atentado, dos antes de que las hermanas finalmente se decidieran a iniciar la investigación por su cuenta. “Nos llevó tiempo dominar el dolor, transformarlo. Aun cuando inmediatamente supimos que la muerte de mis padres estaba organizada desde nuestro país, nos costó tomar conciencia”. Tuvo que haber otros dos atentados en el exterior y casi en la misma fecha, aunque con un año de distancia entre uno y otro –fueron el caso de Orlando Letelier en Washington, 1976, y el de Bernardo Leighton, en Italia, en 1975–, para que las hermanas terminaran de encontrarse con una verdad que sospechaban, pero que les costaba confirmar. Sin embargo el nombre de Arancibia Clavel llegó a sus oídos a los pocos días del atentado: “Mi tía nos narró que estando con la madre de este hombre comentaba con ella y con la esposa de otro oficial del Ejército la muerte de mi madre cuando alguien acotó ‘se lo merecían’. Y la madre de Arancibia Clavel dijo enseguida: ‘Ese es mi hijo que acaba de venir de Buenos Aires’”. Para Cecilia ése era un dato que se unía a las llamadas que le tocó atender en esta ciudad en la última visita que había hecho a sus padres, “llamadas que no tenían respuesta, pero que daban mucha aprensión a mi papá, que me pedía que corte enseguida, que no me acerque al teléfono. Pero hubo otro dato; cuando volví de ese viaje me tocó ver cómo dos personas del Ejército pasaron a mi lado con pasaportes especiales y me pregunté ya entonces qué harían los oficiales chilenos en Argentina”.
La respuesta para Cecilia estalló en su conciencia con la misma violencia que desangraba a su país. Un intercambio de muerte empezaba agestarse en distintos países. “Sólo que tuvimos que vernos cara a cara con el dictador para caer en la cuenta de que nadie estaba interesado en la investigación porque había un arreglo entre los países”. Pero en 1974 la audiencia con Pinochet no era con el dictador, era con el amigo de la familia de la que sólo quedaban las tres hermanas. Querían saber por qué su padre había sido tratado en sus funerales como un terrorista, por qué se le habían negado los honores de su rango, por qué. “Pinochet dio una serie de explicaciones sin fundamento, se mostró desinteresado con respecto del atentado de quien había sido su amigo y mentor, y cuando le exigimos que se investigara el hecho nos dijo que muy bien, que lo iba a hacer en nuestro nombre”. Y la idea que empezó a madurar en las tres mujeres era clara: “Si no hay investigación, si no les interesa, es porque ya saben qué pasó”.
Ni Cecilia ni sus hermanas volvieron a encontrarse con el dictador. Vivieron en Chile durante su gobierno y allí reconstruyeron, en reuniones en las que había que susurrar para esquivar el miedo, la trama que termina con la responsabilidad de Pinochet como jefe directo de la DINA, la temible policía secreta chilena, autora de los asesinatos de Prats y Letelier según sus propios miembros. “Nunca pensamos que la verdad se sabría de boca de los asesinos”, dice Cecilia refiriéndose a Michel Townley, un testigo protegido del gobierno de Estados Unidos por haber colaborado en el esclarecimiento del asesinato de Letelier. Ahora las Prats esperan volver a ver a Pinochet, aunque en diferentes condiciones, ellas acusando, él en el banquillo y la discreta esperanza de que en algún momento pague por lo que hizo.

Memorias
“Una de las cosas que más me impresionó cuando entramos en el departamento de nuestros padres fue encontrar los manuscritos de él. Había terminado sus memorias pocos días atrás y la presentación que tituló ‘Carta a mis compatriotas’ estaba fechada el mismo día de su muerte, 30 de setiembre”. Cecilia recuerda a su padre encorvado sobre el escritorio, llenando páginas a mano, recortando la historia que quería contar para que le alcanzara el tiempo, un tiempo que parecía plácido en Buenos Aires, que se repartía entre la escritura y algún trabajo informal que Cecilia no recuerda del todo y las idas a buscar a su esposa a la salida de la boutique de la calle Santa Fe donde ella trabajaba. Pero para Carlos Prats había otra dimensión del miedo, se sabía amenazado y por eso había decidido reducir sus memorias a su carrera militar; “aunque tenía documentación para hacer toda una historia del Ejército, se limitó a contar sus vivencias de la relación cívico-militar desde que ingresa en la Escuela de Guerra hasta que se exilia en Argentina”.
Encontrar ese manuscrito les ofreció a las hermanas Prats la primera oportunidad de transformar el dolor. Aun antes de enterrar a sus padres se ocuparon de fotocopiar el manuscrito, guardar el original en una caja fuerte y repartir la copia entre las tres para cruzar la cordillera.
“Teníamos mucho susto al principio, pero trabajar con sus memorias nos hizo fuertes y nos unió mucho. Cada una transcribió a máquina su parte, cuidando de que no se cambiara ni una letra de lo que había escrito su padre. Más tarde empezaron a trabajar para su publicación. “Mi papá había expresado su deseo de que ese libro sólo se editara en Chile, tuvimos que esperar hasta el año ‘85 que fue cuando se liberó un poco la censura en las publicaciones. De todos modos hicimos un trabajo delicado con la imprenta, distribuimos el libro antes de anunciarlo y cuando fue la presentación ya estaban los ejemplares en las librerías y no podían retirarlos porque hubiera sido un operativo demasiado notorio”. Para las hermanas Prats esa publicación abrió el camino que hoy creen transitar hacia la justicia, recuperaron en ese texto la voz de su padre y hoy creen que el juicio oral que se sigue en Argentina “no es sólo por nuestrospadres sino también por el país que estamos construyendo. Esta es nuestra forma de colaborar que se escuche la verdad”, porque ellas no creen que esa verdad pueda salir de la mentada mesa de reconciliación que reunió en Chile a militares y organizaciones sociales. Cecilia Prats, personalmente, no se sentaría en esa mesa ni en ninguna hasta que el “Ejército haga justicia con sus propios miembros, hasta que condene a los asesinos. Pero ya sabemos que no es fácil, han pasado 27 años y todavía no hemos podido avanzar más que mínimos pasos”. Pasos de los que las hermanas Prats han dejado una huella.