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SOCIEDAD

Las mujeres del FUERTE

“Los hombres se quedan; las mujeres usamos la cabeza”, dicen ellas. Desde la implosión que acabó con muchas de sus viviendas, las mujeres de Fuerte Apache se juntan. Ya lo hacían antes. Sin saber exactamente para qué, se juntan. Hay entre ellas un afán de reconstrucción: si no de sus casas, de sus vidas.

Por Marta Dillon

El taladro se hunde en los escombros como un dedo que hurga en la llaga. La herida está abierta en Fuerte Apache y el barrio se desangra en bloques de concreto que se van dividiendo, se hacen más pequeños, se desparraman hasta convertirse en nubes de polvo que nunca terminan de asentarse. Una semana después, la implosión todavía regala metáforas que las vecinas usan para armar su discurso: “A nosotros también nos dividieron así, nos separaron y nos destruyeron. ¿Por qué te creés que montaron el circo que montaron para la explosión? Porque querían mostrar en la televisión lo que quieren hacer con todos nosotros, primero acusarnos de delincuentes y después matarnos sin culpa”. Susana Sayago es una mujer rebelde que no sabe quedarse callada (“¿Y por qué tendría que cerrar la boca?”), es una mujer de Fuerte Apache y, aunque ese mote le disgusta, casi tanto como los periodistas, se cuela entre sus palabras naturalmente. De alguna manera hay una identidad en la marginación que ella defiende sólo para recordar desde qué fondo se ha levantado. “Se piensan que somos indios y tal vez sea cierto, yo vengo de Catamarca, seguramente mis antepasados eran quechuas. Después fui villera y como villera tengo mi orgullo. Ahora estoy en este barrio y lo voy a defender aunque todos nos abandonen”. Ese todos implica un grupo de límites difusos: políticos, funcionarios, periodistas. Hasta la Iglesia de la que forma parte le causa desconfianza, aunque eso nunca la hizo faltar un solo domingo a misa. “Yo traje la idea de empezar a juntar a los vecinos desalojados y a los que están amenazados con desalojos. La Iglesia no hacía nada y yo sé que la fe sin obra no es fe”. Juntarse, eso fue lo que se le ocurrió a Susana mientras veía cómo se vaciaban los nudos que iban a ser derrumbados. No sabía bien para qué, tampoco lo saben a ciencia cierta las mujeres que se fueron juntando en la capilla de Santa Clara, en la intersección de Paso y Militar, el límite de Fuerte Apache. No era una consigna reunirlas a ellas, pero es lo que se fue dando. “Así somos las mujeres –dice Susana–, guerreras. El hombre es como que se aplaca, como que tiene miedo porque no puede dar lo que tiene que dar. Ahora con la falta de trabajo no puede cumplir con las obligaciones y entonces qué hace, se deprime. Y bueno, pero nosotras les podemos levantar el ánimo”.

“¿Qué diferencia puede haber entre nosotras y cualquier otra mujer? ¿Acaso es distinta la pobreza en otros lados?”. Elsa no entiende de qué se trata el trabajo de la cronista y como la mayoría en el barrio, desconfía. El día de la implosión fue una de las que estaba en ese coro espontáneo que ponía palabras a una guerra en escala que no fue la primera ni será la última. Elsa empezó pidiendo a los chicos que no tiraran piedras, después le exigió a voz en cuello, igual que la veintena de mujeres que la acompañaban, al comando de Infantería que se retirara, que “¡contesten con piedras, no con balas, matapibes!”. Más tarde el coro les reclamó a los periodistas que dejaran de apuntar sus cámaras a ese conflicto sin sentido en el que ambos bandos avanzaban y retrocedían como obedeciendo a alguna secreta coreografía de la que sólo los actores conocían los códigos. Elsafue una de las mujeres que levantaron del piso los cables que, como cordones umbilicales, unían las cámaras con sus móviles y tirando de ellos hicieron retroceder a los camarógrafos. Ese día, el de la implosión, el barrio compuesto por nudos y tiras numeradas que arman direcciones que suenan a batalla naval parecía patrimonio exclusivo de mujeres y jóvenes hasta 20 años. Una semana después, más o menos a la misma hora, la población parece otra. Entre los laberintos de cemento, sobre la complicada geografía que forma el barro después de la lluvia, casi no se ven mujeres. “La mayoría de nosotras está trabajando”, explica Azucena Márquez, “a los pibes se los ve más a la nochecita”. Hay montones de comercios improvisados en los departamentos de planta baja. Casi todos venden lo mismo: desde cerveza a medicamentos, de pañales a indumentaria, comidas preparadas o artículos de perfumería. Frente a los comercios hay ruedas de hombres que parecen haber agotado todos los temas de conversación. También hay cuadrillas de trabajadores que pico y pala en mano abren canaletas o recogen la basura, son los beneficiados por los planes Trabajar, “la mayoría lacayos de los punteros políticos”, denuncia Susana, “los mismos que quieren dividirnos, que de hecho lo hicieron antes del desalojo”. Puntero parece una mala palabra, militante también se oye con desconfianza. “Ojito –aclara Azucena, de 43 y con 26 años de residencia en Fuerte Apache–, que yo no soy militante de nada, acá los militantes son los que traicionan a los pobres”. Susana y María Rosa Ocampo son las que intentan calmar a Azucena, no le gustó que se haya puesto en ese término su compromiso con los vecinos, aunque al final admite que puede ser, que a lo mejor ella es una militante católica.

Azucena, Susana, Elsa, María Rosa son mujeres distintas de una misma generación. Llegaron al barrio con sueños de progreso, “salíamos de la villa a un departamento, algo que no habíamos soñado nunca”. Alguna recién casada, otra de novia, todas cumplieron los veinte en Fuerte Apache cuando se llamaba Ejército de los Andes y ellas peleaban para ponerle Padre Mujica, en honor a ese sacerdote que les “hizo entender que por más que fuéramos pobres también teníamos derechos”. Todas habían trabajado como empleadas domésticas, más o menos desde los once. “Pero en esa época si te casabas era porque tu marido tenía trabajo y la mujer se quedaba en la casa. Había mucho que hacer, no sólo criar a los chicos. Porque los departamentos estaban sin terminar, entonces nuestro trabajo fue ése, armar carpintería con cajones de manzanas, poner cortinas, rebuscarnos para poner lo que hacía falta”. Volvieron a trabajar cuando los maridos empezaron a quedarse en casa, expulsados por el cierre de las fábricas de la zona. “En un momento yo trabajaba de lunes a lunes en casa de familia. Ahora apenas tengo dos días”, dice Susana. Fue esta generación de mujeres las que antes y después de la implosión intentaron organizarse para que se escuchara una voz distinta de la oficial. En ese camino llegaron a interrumpir un acto del gobernador Carlos Ruckauf para entregarle un petitorio que no fue contestado. Toda una aventura y también un pequeño triunfo que festejan, aunque saben “que con eso no hacemos nada”.

En cada tira, en cada nudo, hay capillas ardientes, “cada una es un muerto”, dice Lorena y se mira las manos, “no me alcanzan los dedos para contar cuántos amigos han matado en estos pasillos”. Lorena tiene 21, una gorrita de béisbol que lleva con la visera para atrás y unos labios gruesos que son el único rasgo de su cara que delata su condición femenina. Ella y su amiga, también Lorena, no entienden nada de progreso. En realidad todo lo que han visto es la reducción constante y progresiva: del número de sus amigos, del espacio en el que habitaban y ahora habitan, de sus posibilidades de estudiar, de sus posibilidades de trabajar. Lorena 1 aprendió el oficio de carnicera, es decir maneja el cuchillo “como la mejor”. Lorena 2 dejó la escuela y trabajó en “comercio” aunque desde hace unos meses la única changa que consigue es “tirar volantes”. Ellas hablan de lo que las mayores callan, conocen el lenguaje de la violencia y valoran sus principios y sus códigos. “Lo que tiene estebarrio de distinto a todos es que acá tus amigos son capaces de morir por vos. Y no es joda. Te van a defender hasta la muerte y eso yo no lo vi en ningún lado, acá no se deja tirado a nadie”. Las vecinas mayores también hablan de lealtad, aunque en otros términos: “Dicen que acá hay muchos delincuentes, pero yo estoy tranquila –dice Azucena–, porque por ejemplo, mi prima que vive en Morón cada vez que sale tiene que pedirle a alguna vecina que le controle la casa. En cambio acá los vecinos no te roban y los que no son de acá no se van a atrever, te podés ir tranquilo”.

Lorena y Lorena saben de la existencia de los míticos Backstreet boys, una banda de chicos entre 12 y 19 con códigos de pandilla a los que se reconoce porque “son chetos y se pintan el pelo de colores. Andan como limpios ¿viste?, siempre tienen ropa de marca, deportiva y con unas zapatillas así”, dice Lorena uno y hace un gesto con las manos para demostrar lo grandes que pueden ser. “Los Backstreet son de bailar, se van juntando un poco por eso, porque les gusta la música, se visten igual, después roban igual y hasta matan igual”. De qué se trata ese igual, eso no lo dicen, sólo que tienen un estilo muy diferente a Los sopapitas o a La Gardel, otras dos bandas de barrios cercanos (“los monoblocks del otro lado y barrio San Eduardo”). “Acá se quejan de que los pibes salen torcidos, pero te obligan a mendigar todo el día. Tirando volantes apenas te llevás cinco pesos y capaz que estuviste 12 horas. Yo admiro a los que no dejan morir a los chicos de hambre, si tienen que robar que lo hagan. Lo malo es que después los matan por nada, o les sale mal y van presos y las mujeres los tienen que ir a ver, porque a las minas que caen no las va a ver nadie, las dejan de parias”.

En el código del delito las tareas están divididas por sexo. “Casi no hay mujeres pistoleras; la mujer no se puede arriesgar tanto porque tiene que cuidar a los hijos; ellas son mecheras”, dice Guille, viejo habitante de Fuerte Apache. Pero Lorena tiene otra explicación: “Las mujeres somos más astutas, los hombres no saben hacer otra cosa que ponerles el pecho a las balas. En cambio nosotras, mientras una te habla, capaz que la otra te está manoteando, es una cuestión de inteligencia”. De eso se trata sobrevivir para Lorena, “de usar la cabeza”. A ella le da bronca que haya “pibitos que se matan entre ellos, para eso ya está la cana, pero lo que pasa es que les da lo mismo”, dice mientras pasea una latita de Coca abandonada y señala los muros grises; sobre esa superficie otra vez se cuentan los muertos, anotados con aerosol el nombre, la fecha y un siempre te recordaremos que nunca cambia. “Mirá ese boludo”, dice Lore. “Ese boludo” anónimo se distingue del resto porque debajo del recordatorio escribió: “pronto voy a estar junto a vos”. “¿Ves? les da lo mismo morirse”, dice y se acomoda la gorra.

“Así somos las mujeres –dice Susana–, guerreras. El hombre es como que se aplaca, como que tiene miedo porque no puede dar lo que tiene que dar. Ahora con la falta de trabajo no puede cumplir con las obligaciones y entonces qué hace, se deprime. Y bueno, pero nosotras les podemos levantar el ánimo”.

Las mujeres mayores no quieren que se hable de estas cosas, pero a la sombra fresca de la capilla de Santa Clara, en donde hoy viernes está de visita la virgen de Cacupé en honor a la gran colectividad paraguaya -también hay una imagen de la virgen de Copacabana, patrona de los bolivianos– se preguntan cómo actuar frente al delito. Para ellas las armas y las drogas “vienen de arriba”, más precisamente de “la policía”. “A veces las madres somos crédulas –dice Mirta Salazar, de 45–, no creemos que es nuestro hijo. Y te puede tocar. El mayor problema, para mí, es que como nosotras la sufrimos tanto sobreprotegimos un poco a los chicos, es como que criamos príncipes sin dinero”. Es una hipótesis, hay otras que se van armando mientras el grupo reflexiona sobre los próximos pasos a dar. Están acostumbradas a trabajar juntas, aunque algunas recién se conocieron cuando faltaban horas para terminar con los desalojos y el derrumbe. Todas han usado alguna vez las mismas estrategias, cuidarse los chicos unas a otras, comprar cajones en el mercado para dividir entre las vecinas, cruzar el puente de la General Paz para llevar los chicos a la escuela en Capital, donde creen que la educación mejora. Y por eso se sienten amigas y así es el nombre que le dieron al grupo que forman: amigas de la desgracia. Ahora lo que quieren, su tarea, es “crearconciencia”, según dice Susana y usa una frase para hablar de los desalojos que seguirán que también podría leerse como una metáfora: “Cada vecino tiene que saber que los nudos arrastran las tiras, si tocan un nudo, tocan todo, de ésta o nos salvamos todos juntos o no se salva nadie”.

Azucena y María Rosa: reivindicar el barrio

Se conocen desde que eran adolescentes y andaban atrás del padre Carlos Mujica repitiendo cada cosa que él decía. El recuerdo de Carlos, como ellas lo llaman, les enciende los ojos y trae anécdotas que las hace reír tapándose la boca como si lo que de verdad quisieran ocultar es un amor secreto e inconfesable por ese cura que planeaba dejar el celibato antes de que lo mataran en 1973. Azucena llegó de Salta a los 8, con su mamá y un susto proporcional al tamaño de Buenos Aires. En Tres Cerritos, su pueblo, “un señor que vendía caramelos nos había dicho que cuando quisiéramos teníamos un lugar en su rancho”. Nunca había visto una villa miseria, no podía creer que la gente soportara vivir tan junta. A su marido lo conoció en la capilla Cristo Obrero, a los 12, desde entoncesestán juntos, hace 31 años. Sólo tuvieron dos hijos, uno de 19 que busca y no consigue trabajo y otro de 12. “En todos lados te piden experiencia, ¿qué experiencia puede tener? Un baño lo sabe lavar muy bien, pero tampoco lo voy a mandar a trabajar por horas”. Ese hijo estudia el profesorado de historia en la UBA, “pero nunca da la dirección, porque ya en la escuela le quitaron la bandera y yo sé que es porque vive acá. Nos discriminan.” Le hubiera gustado tener una nena, pero “no se dio”. Ahora, desde la ventana del departamento de su amiga Susana mira las ruinas del derrumbe y no puede evitar darle una medida al dolor que sintió: “Cuando lo vi caer, fue como el desgarro que se siente al perder los hijos, al no poder hacer nada para retener un embarazo”. María Rosa, en cambio, no tiene nostalgia de los hijos que no tuvo: “Uno es demasiado para este mundo”. En los ojos se notan los rastros de un abuelo japonés y una madre paraguaya. Ella era militante de la Juventud Peronista hasta ese día en que sonaron las campanas de la Villa 31 de Retiro para anunciar la muerte de su querido Carlos. “Lo fuimos a buscar caminando hasta Mataderos donde tenían su cuerpo, y en procesión lo trajimos hasta la capilla. Después salimos de la villa por Salguero hasta Recoleta, fue tan triste que dejé de creer en Dios y en la política también”. La fe no ha vuelto, pero sí las ganas de hacer algo más que limpiar la casa propia y las ajenas. “Aunque sea me gustaría reivindicar el barrio, que nos juntemos para mejorarlo y sacarnos la marca de encima. Ahora cuando volvemos del supermercado un remise que sale 3 pesos te cobra 5 por venir a Fuerte Apache. En realidad se aprovecha porque sino habría que pensar que la vida del chofer sale sólo 2 pesos”.

Mirta Salazar: tomar conciencia

Hace un gran esfuerzo para no quebrarse. Y al final se quiebra. Aprieta en las manos cuatro álbumes de fotos que cada tanto abre y revisa, aun después de haberlos exhibido largamente como prueba irrefutable del excelente estado en que se encontraba su departamento de la tira anexa al nudo 8, demolido la semana pasada. Mirta muestra un departamento que se adivina detrás de postales familiares que antes eran sólo eso. El baño se ve porque alguna vez fotografió a su nieta en la primera inmersión; el patio, cuando a ella le hicieron una fiesta sorpresa de cumpleaños. Llegó a Fuerte Apache de soltera, después de meses de práctica para aprender a tomar colectivos, con un banquito que el padre puso en el fondo del terreno fiscal en el que vivían en 1973, cuando ella tenía 15 años. En el barrio conoció a su marido y se casó en el ‘74. Durante años él mantuvo dos trabajos y ella cruzaba el puente de Beiró sobre General Paz todos los días con las tres nenas del matrimonio de la mano. Era la única forma en que su marido podía compartir con sus hijas un rato, entre el trabajo en la Municipalidad y el de la fábrica de repuestos. Mirta no venía de una villa y eso le hizo creer durante mucho tiempo que era distinta. No conocía a sus vecinas, jamás pisaba los lugares comunes del barrio. Cuando su marido perdió un trabajo, se puso a cocinar para afuera. En el departamento demolido había montado un negocio porque las cosas fueron mejor de lo que esperaba, ahí están las fotos como prueba, con las tres hijas y la nieta que tiene a cargo sonriendo para la toma. “Yo era de las que decían ‘qué más quieren que los 22 mil pesos –que el municipio dio a los vecinos como indemnización por el desalojo–, también decía que era un problema de otros. Y ahora estoy acá, me tuve que mudar a un departamento que es la mitad y encima me estafaron”. Mirta tiene una fobia que empezó cuando murió su madre. Durante años no pudo entrar a los dormitorios de su casa ni tampoco alejarse demasiado de ella. Los 20 mil pesos que puso a las apuradas, después de que la Gendarmería echara sus últimas cosas por la ventana, se los llevó alguien que no tenía derecho pleno sobre la casa en la que ahora Mirta volvió a montar un kiosco. No tiene esperanzas, en eso es sincera, “no creo que lo que se hizo con nosotros tenga solución, pero hay que darse por vencido después de haber luchado. A lo mejor en la lucha recupero las fuerzas porque ahora no tengo ni ganas de cocinar”.