RITUALES
¿Qué
hacés esta noche?
Cuando
se evoca una década –incluso la década infame–, siempre se evoca una
fiesta. Desde la época en que el vino y la ambrosía soltaban la lengua
de los filósofos en una Grecia prefreudiana hasta las puestas en escena
narcisistas de las raves, pasando por las bacanales drogonas de Studio
54, el tirar manteca al techo tiene su historia.
Por Maria Moreno
No
soporto la compañía, salvo cuando estoy a punto de entrar
a una fiesta, solía decir el artista Andy Warhol. Con su
melena teñida de blanco con la que creía ganarle de mano
a las canas y su fama de mandamás del pop, sabía que una
fiesta podía ser convencional o algo mucho más peligroso:
una noche donde el ingenio, la libertad y las ganas de inventar anden
sueltas.
En las emergencias democráticas, las fundaciones artístico-políticas
o como expresiones de la resistencia en los períodos represivos,
la fiesta es siempre algo más que ese período de licencia
y de apropiación del ocio que casi siempre suele adoptar la forma
de un sábado a la noche.
Cuando el siglo se desperezaba y Hemingway lo hizo obvio en el
título de uno de sus libros, París era una fiesta.
Y para asistir a ella no era necesario ser rico. No necesariamente se
ubicaba en un espacio y tiempo determinados, era una forma de circular,
un mapa. La reina de esas fiestas itinerantes era Aisha, una modelo
negra que había escapado de un circo provinciano a las portadas
de las revistas de vanguardia: era inspiración, amante y fetiche
exótico muy a la moda.
Desde que el general Mansilla visitara un salón parisino envuelto
en un vistoso traje de indio, los argentinos fueron mimados por su creatividad
y sus divisas. Cuenta Arturo Alvarez, un heredero criollo que se gastó
su fortuna en comprar unos telones de Picasso, cómo nació
ese color fantasioso llamado shocking-pink, más conocido como
tornasolado. El relato figura en su bello libro Sven y es
algo así:
Era por 1928. Un tal Pollo Nazares se había alquilado una casa
en las afueras de París: fantástica, con una cara sobre
el Sena y otra sobre el bosque de Saint Germain. Un día fue a
visitarlo el coreógrafo Diaghilew. Como El Pollo estaba durmiendo,
se puso a hojear unos ejemplares de Caras y Caretas que había
sobre una mesita. Hasta que se topó con la infaltable foto de
carnaval, saturada de niños disfrazados de diablo. Niños
ojerosos, angustiados por encontrarse vestidos de manera casi idéntica
le explicó después El Pollo, niños
pobres a quienes una abuela con el monedero semivacío había
cosido un traje de último momento.
Esa noche, Diaghilew fue a lo de los condes de Baumont ricos y
refinadamente snobs y debe haber contado la aventura con tanta
expresividad como El Pollo, ya que los dueños de casa decidieron
hacer un baile de disfraces. La consigna fue: El infierno en los niños.
El célebre Serge Lifar fue de Lucifer, Chanel de el diablo
entre los hombres (un traje negro, pulseras con rubíes
y un pectoral de piedras rojas).
El Pollo se puso un mameluco de satín punzó y la clásica
golilla dentada con cascabeles cosidos en las puntas, un tridente en
la mano. La macana es que había prestado el auto a un maestro
vecino. La casa de los Baumont no estaba cerca. Tuvo que ir caminando
hasta Maison Lafitte, desdedonde salía el último ómnibus
a París. Entonces se largó un aguacero. Cuando llegó
a lo de los Baumont hubo que sacarle el traje y esconderlo en la cocina.
Cuando volvió a ponérselo, era magenta en el torso, lila
en las mangas y rojo al llegar al cuello. El artista Tchelitchew quedó
tan impresionado que esa noche cuenta Arturo Alvarez pintó
un cuadro cuyo motivo eran unas frutillas de ese color. Schiaparelli
se lo compró y, como por contagio, cortó los trajes de
su próxima colección con el tono recién nacido.
Era el shocking -pink.
Extravagancia
de etiqueta
La fiesta puede contener en su interior una obra de arte. Durante
los llamados años locos, se dio una fiesta en honor a Elsa Maxwell,
la venenosa cronista de Hollywood. Se titulaba: Como esté cuando
pase el bus. Había que salir con lo puesto cuando sonara la bocina.
Se ignoraba la hora en que sucedería. Hubo damas que subieron
en camisón, hombres en calzoncillos y con la mitad de la cara
llena de espuma de afeitar; otros iban con medio pijama y narigueras.
Claro que todo había sido rigurosamente planeado.
Una prueba de capricho, ingenio e ironía fue una fiesta que dio
una tal señora Fish en honor al personaje que en la tarjeta de
invitación figuraba pomposamente como El Príncipe Drago.
Ocurrió en el número 19 de Gramercy Park, en 1908. El
Príncipe Drago resultó ser un mono cuyo mayor acto de
civilización fue cubrir con salsa una cruz de la reina Victoria
que adornaba el pecho de un lord, quien no tardó en desaparecer
por la puerta de calle.
Cuando el escritor Truman Capote publicaba calumnias o simplemente ocultas
indecencias de las celebridades norteamericanas, se le cerraban todas
las puertas. Para vengarse, eligió una fecha, 21 de marzo de
1979, en que daría una fiesta tan impresionante que los excluidos
seguramente vanidosos y susceptibles a estas provocaciones
rabiarían a más no poder. Decidió hacer tapizar
una cancha de tenis como si fuera una alcoba de Las mil y una noches.
El se vestiría de humilde campesino. En la frente llevaría
una fulgurante esmeralda. Todos le besarían la mano. Seré
el príncipe de toda Arabia, dijo. Pero no ocurrió.
En cambio, se le permitió diseñar una puesta en escena
para el cumpleaños de Bianca Jagger. Eligió Studio 54,
de Nueva York. Bianca entró totalmente desnuda y montada en un
caballo blanco, el rostro cubierto por un tenue tul azul. El caballo
era conducido por un negro tan enorme y fornido que parecía ser
más fuerte que el caballo.
Dicen que en los años 60 las mejores fiestas las daba Andy
Warhol en su factoría taller, un lugar enorme con las paredes
cubiertas por papel de plata. Los únicos muebles eran un sofá
forrado de vinilo y un escritorio antiguo. De algún lugar solía
emerger la voz de María Callas. La fauna que solía escupir
el ascensor era variada, jamás abstemia: italoamericanos con
peinados de cemento, camisas de red y espuelas en las botas, travestis
con zapatos de taco carretel como los de Jackie Kennedy, peluqueros
y montajistas, Mister New Haven, modelos con los ojos pintados como
patas de araña, quizás Judy Garland y Charles Boyer, que
allí parecían ser invisibles. Y Warhol podía estar
o no. O, si estaba, actuar como si no estuviera.
Fiestas
de compatriotas, aunque no patrias
En los tiempos del restaurador, hasta los unitarios como José
Mármol afirmaban que las fiestas de Palermo eran una delicia.
Piropos en correcta métrica, elegancias parisinas la más
elegante era Agustina Rosas, hermana de Don Juan Manuel y madre de Lucio
Mansilla y aguijoneos políticos de gran ingenio. Aunque
a veces el dueño de casa se adelantaraal grotesco criollo produciendo
sonidos escatológicos en el trasero de su bufón, el enano
Eusebio, con la ayuda de un fueye, o birlara los sombreros de las damas
para colocárselos a los caballos de los carruajes estacionados
en la puerta de la finca. (Ninguna de las dos ideas hubiera disgustado
a algunos snobs venideros.)
Su enemiga, Mariquita Sánchez, con fama escolar de haber cantado
por primera vez el Himno Nacional y de haberse casado a la moderna
contra el consentimiento de los padres, era muy ingeniosa para los bailes
de disfraz. En su exilio de Río de Janeiro concurrió a
uno disfrazada de Eva (su hijo Enrique iba de Adán), ya que,
según explicó, tenía muchas parras y ninguna
uva.
En los años 30 eran famosas las fiestas en el Tigre Hotel,
pero las que se hacían en lo de los De Ridders no eran menos:
solían disponerse en los jardines carpas enormes con el fin de
retrasar la llegada del día, y alguna vez se vio llegar caminando
por la Avenida Alvear a un elefante ricamente adornado y conducido por
un marajá (nadie recuerda si verdadero).
Durante el primer gobierno peronista, una aristocracia culta y cosmopolita
se nucleaba alrededor de Arturo Alvarez, el autor de Sven y el creador
del Pollo Nazares.
A fines de la década del 40, el hotel Crillon era
el lugar, mucho más que el Plaza cuenta la periodista cultural
y antropóloga del café society, Felisa Pinto. Además,
se llamaba Crillon con esa cosa mamarracha de llamarse como el mejor
hotel de París. Arturo Alvarez vivía en el Crillon. El
era un dandy vestido muy british, pero con una cosa criolla en su peinado
a la gomina y que él subrayaba. Siempre estaba hablando del rancho
y de la peonada, eso le daba mucha elegancia. Y daba unas fiestas adonde
iban las bellezas de la época como María Marta Sánchez
Elía, Malena Nelson, Betina Alzaga, todas de la high society,
muy del entorno de Ignacio Pirovano, algo así como el primer
peronista. Arturito era el rey, el mundano intelectual, no un cretinito,
no un nene bien boludo. Eran las mejores fiestas de una Buenos Aires
cosmopolita.
En épocas donde la fiesta ya estaba definitivamente mezclada
con el arte, y a menudo no se la podía diferenciar de un happening,
el plástico Federico Manuel Peralta Ramos se gastó el
dinero de la beca Guggenheim en una sola noche, dando una fiesta en
la boite Mau Mau.
La década del 90 trajo nuevas tendencias. Se fue imponiendo
el hábito, entre algunos pioneros, de festejar en salones populares
al son del chamamé, la cumbia y los cuartetos. Roberto Jacoby
hizo una en el Eros, club de Palermo, donde mezcló posmodernos
con jugadores de bochas. El Club Nómade regenteado por Beto Bota
y luego El Condon Club hicieron de las fiestas itinerantes un éxito
de los primeros años de la década. En el 2000, las fiestas
de la regalería y galería de arte Belleza y Felicidad,
liberadas de todo mandato estético o militante. Para Jacoby,
que preside también estas fiestas, allí se trata de vivir
una alegría sin mandatos por encarnar una intención única,
sin el totalitarismo de sentido que caracterizaba la de los 60
y los 70. Pero lo seguro es la continuidad de la fiesta. Después
de todo, parafraseando al periodista Carlos Monsiváis, hay que
proclamar que la felicidad es el mínimo compensatorio para habitar
en un lugar.