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POESIA

Tú y yo

“Historias de amor”, de Tamara Kamenszain, es un libro de ensayos que puede leerse como una autobiografía de amores literarios, un recorrido por la palabra “tú” deslizada en la obra de algunos poetas latinoamericanos y la cartilla de estrategias con que las mujeres se contaron a sí mismas su pasaje de musa a poeta: escribir como viuda, como madre póstuma o como niña muerta. Fantasmas femeninos que sirven para escribir que se ama.

Por María Moreno

El amor es algo de lo que se habla y no es más que eso. Los poetas siempre lo han sabido” bajo el cobijo de este acápite de Julia Kristeva, la poeta Tamara Kamenszain ha escrito Historias de amor (y otros ensayos sobre poesía). Cosido con otros libros anteriores de Kamenszain (El texto silencioso y La edad de la poesía), se relee como una autobiografía de amores literarios, un recorrido por la palabra “tú” en la obra de un grupo de poetas latinoamericanos y –en la cima– la cartilla de estrategias con que las mujeres poetas se contaron a sí mismas el pasaje de musa a regañadientes o complacida, a poeta a quien no le suena del todo la palabra “poetisa”. Unas estrategias que Kamenszain organiza en un catálogo cómico La divorciada del modernismo (Delmira Agustini), La soltera como madre póstuma (Alfonsina Storni y La que escribe viuda (María Victoria Suárez y Sor Juana Inés de la Cruz).
Tamara Kamenszain (como poeta escribió De este lado del Mediterráneo, 1973, Los no, 1977, La casa grande, 1986, Vida de living, 1991, y Tango bar, 1998), sentada bajo el humo inocuo del cigarrillo de José Lezama Lima que posa en un retrato, parece la rubia vanguardista de banquete y trago largo, a tono con la Norah Lange de Estimados congéneres , pose necesariamente lánguida como la estola de un zorro abandonada en una barra del Tango bar (su último libro de poemas) adonde viven eternamente Mary, Peggy, Bety, July, rubias de Nueva York.
–Historias de amor es como digo en el prólogo, una recomposición que evidentemente arma como una nueva narrativa. Mi idea primera fue reeditar los libros anteriores con la idea ingenua de reescribirlos.
–Sarlo avala la decisión de no reescribirse desde una posición ética.
–No tengo ideas previas, porque lo que me pasó es que me puse a escribir Historias de amor pensando en que después me iba a poner a reescribir los otros. Lo puse físicamente, debajo La edad de la poesía y abajo de todo El texto silencioso, e hice una leída general. Ahí vi totalmente que era casi una novela y que no había nada que reescribir. Sentía que era como un álbum de fotos de familia adonde, cuando a medida que vas hojeando, decís “Mirá, acá es chiquito” ,”Acá hizo la colimba”, “Acá se hizo grande”. Por ejemplo en El texto silencioso, Girondo era jovencito. En La edad de la poesía era un señor grande. También descubrí que volvían las mismas cosas y de otra manera, en edades distintas mías. Entonces ahí me di cuenta de que ya ésa era una forma de corregir. Que la reescritura era el armado con este prefacio, que otra hubiera sido intrusiva, muy pretenciosa y como un álbum de fotos retocadas. En un espacio quedan picando cosas que vuelven en otro. El círculo de tiza del Talmud, la cosa de El Libro, como entidad, como patria, reaparece en el texto sobre José Kozer. La Bellamuerte del texto sobre Macedonio Fernández reaparece en la idea de las viudas. En Bordado y costura del texto, yohablaba de Mascarilla y trébol antes de escribir sobre Alfonsina en La soltera como madre póstuma.
La edad de la poesía es como una bisagra. Adrián Cangi me dijo: La edad de la poesía es el libro de la patota aunque sea de familia, porque la patota es una familia. Es el libro dedicado a los compañeros, los otros dos van hacia el mundo.
–En sus ensayos hay una escritura que no abandona el estilo, al revés del de la academia.
–No te creas que me place regodearme en esa orfebrería, me gustaría ser más seria en algún sentido. Panessi dice que Historias de amor es desenfadado. Está bien, pero no me divierte. A mí me gustaría ser seria. Yo no terminé la universidad. Quisiera ser académica, pero algo me traiciona.
–Cuando usted decía que Oliverio, al hablar de las chicas de Flores, sitúa otro lugar entre Boedo y Florida, está haciendo crítica, pero también haciendo una invención poética.
–Después me viene la vergüenza. En la relectura de Bordado y costura del texto me pregunté cómo yo pude decir que Melanie Klein escribió el pecho materno, lo dejó perderse en la imagen literaria para así recuperarlo como objeto teórico. Esas son cosas arbitrarias de una cararrota total. En ese sentido me gustaría ser más académica para tener una coraza. Yo creo que voy demasiado desprotegida y es un juego peligroso. Por otro lado sin la crítica yo no podría hacer nada. En el texto sobre Delmira Agustini yo, sin lo que escribió Sylvia Molloy, no hubiera ni empezado. Yo necesito que la crítica exista. Porque yo abrevo de ahí. A mí me da de comer. Además cada vez cito más. En El texto silencioso casi no hay citas. Ahora cito porque sino el texto no tiene carne y es de una omnipotencia loca y me veo obligada a armar la orfebrería. Por favor que esa pirámide –la de la crítica– no desaparezca para ponerse a escribir ensayos.
–Usted realiza entre los textos conexiones o familias, pero no marca jerarquías o genealogías como la crítica académica.
–Creo que lo que hago tiene una parte humorística. Conectar a María Victoria Suárez con Sor Juana es un poco cómico. Y yo me doy cuenta. En Historias de amor ya no se trata de trabajar sobre los poetas que me gustan, mis preferidos, sino los que me dicen algo que me sirve para contar este cuento. Por ejemplo Olga Orozco no estaba en mi programática. Salvo ese pedacito adonde ella pide “Encuéntrame, amor mío, en tu tiempo presente/mírame para hoy”, y se lo pide a quien “¡Ya se fue!” “¡Ya se fue!” y no le sirve eso para la memoria del objeto: “Aléjate, memoria de pared, memoria de cuchara/memoria de zapato/no me sirves memoria, aunque simules este día”. Para la figura de la viuda me inspiró un libro de María Victoria Suárez que se llama Vida de viuda. Ella tiene un texto adonde habla de dos tipos de viuda y yo le di algunas vueltas. Está la viuda profesional que hace un mausoleo para que su marido muerto siga con vida y está la que ejerce lo que se llamaría vida de viuda, que es “encender en la escritura la hoguera de la pérdida”. Las viudas profesionales serían las bestselleristas como Isabel Allende, las que hacen un mausoleo del objeto, del amor. Y están las otras: la que ejerce la vida de viuda en la literatura, la que desde su eterno duelo poético se propone ejercer las cenizas. Son formas de acceder a la ausencia, al objeto que se escurre. La de viuda es más la posición de la escritora. La de poeta perdida en querer poner fuego en las cenizas.
–¿Hay alguna relación entre esta posición y la del testimoniante? Usted parece poner fuego en las cenizas de Osvaldo Lamborghini, Néstor Perlongher, Héctor Viel Temperley, Enrique Lihn. Habla en algunos casos de “líricas terminales”. Mantiene viva la flama de sus amigos neobarrocos muertos.
–Entonces me pasan cosas como que Aulicino haya escrito hace muchos años en Clarín: “Kamenszain, la que trabaja a sueldo para el lobby de los neobarrocos”.
–Una cierta irreprocidad es esencial a la posición de testigo.
–Que sea una mujer la que sobreviva y testimonie no es casual. Es un lugar muy femenino. Eso es la viudez. El otro no está. No es la viuda profesional que le arma el mausoleo y lo embalsama, es la otra, la que mantiene el fuego.
–Usted dice que toda crítica es historia de amor.
–Lo que antes llamábamos textos ahora son historias. Y al ser recompuestos como historias dejan de ser textos. Kristeva en La revuelta dice que hay que terminar con la actitud “lenguajera” que nos estaba pesando mucho. “Escritura”, “texto” son instrumentos que se fueron reblandeciendo. Y entonces esto de las historias también es una burla a la narrativa como si se dijera que la narrativa no está en la narrativa. ¿Qué me quieren contar con la narrativa? El texto sobre Delmira me hizo plantear cómo meter por primera vez datos biográficos. Que es también una cosa antitextualista. Antes no me metía con la vida. En la lírica terminal ya empiezo. Ahí el pie me lo dio Enrique Lihn con su Diario de muerte. Lo mismo Hospital británico, de Viel Temperley. Ahí me daban todo ellos. Ahora seguí un paso más: vamos a trabajar un poco lo que los biógrafos trabajaron. Entonces para trabajar sobre Delmira utilicé biografías y recortes de periódicos. Y uno de los biógrafos dice que hay una nena que era la hija de la dueña de la pensión donde Enrique Job Reyes había alquilado ese cuarto que tenía. Y la nena limpiaba y vio un revólver en el cajón y fue a la casa de Delmira y le avisó que él había comprado un revólver. Y ella fue igual y ese día la mató.
–¿Usted sugiere que era un pacto?
–Había algo de pacto porque no tenía salida. Se divorcian, al otro día alquilan el bulo. Lo que me copaba era que ella no pudo escribir durante los 40 días que estuvo con él. Pero era al que amaba. A ese “ordinario” que no tenía nada que ver con las letras. Porque ella era ambiciosita. Por eso empezó a cartearse con Darío. Con Ugarte que, platónico o no, estaba en el lugar del amante. Los tipos le servían. Eso nos ha pasado a todas.
–¿Hay que saber cuándo y a quién escribirle una carta?
–Por supuesto.
–Usted dice que una niña viva intentó salvarla. Pero advirtió en varias autoras algo así como el fantasma de una niña muerta.
—Cada vez que la encuentro me da susto, ¡uy acá está! Es algo al borde del espiritismo. La usan todas: Alejandra Pizarnik, Amalia Biaggioni y Alfonsina Storni. Hay como la reminiscencia de una maternidad siempre dejada de lado por la escritura. Es como si hubieran perdido una hija. Como si en esta cosa de transformarse en escritoras perdieran una hija o como si una maternidad se soltara de la mano de la escritora. Es algo sacrificial que tiene que ver con elegir la escritura. Y perder una hijita es perder también una manera de protegerse a sí misma. Con el hijo varón es distinto porque se le da el apellido; lo que ella escribe queda en él. En La escritora como madre soltera, que es el ensayo sobre Alfonsina, se trata de la maternidad y la escritura pasada por el apellido. Al hijo sin nombre paterno Alfonisna le da el nombre de los derechos de autor. En José Kozer trabajo bastante lo de la firma. Vallejo dice “César Vallejo ha muerto”. Storni no diría “Storni dice”. Alejandra se nombra, pero no se llamaba Alejandra. No pone “Pizarnik, Pizarnik. Debajo estoy yo, Pizarnik”. Sería grotesco.

De capitanes y musas
Cuando en 1978, Tamara Kamenszain, más por espíritu de apuesta que por el entramado político, se fue a vivir a México, no hacía más que elegir la política de la lengua. La política efectiva, sin embargo, no fue ajena a esa decisión. –El primer ensayo que escribí fue Doblando a Girondo, cuando estaba embarazada de Malena. Estaba acá porque me fui con Malena de diez meses y me acuerdo de que estaba en mi casa, con la panza así, aburrida. No tenía trabajo y entonces no por encargo, pero de encargo, me puse a escribir. Antes trabajaba en La Opinión. Pero me habían echado. Había entrado a La Opinión para trabajar en el suplemento cultural y a los dos días se fue Tomás Eloy Martínez corriendo a Venezuela –era la época de la Triple A–, subió Gregorich y no quiso que yo estuviera ahí. Alguien se preguntó “¿qué hacemos con esta chica” y me mandaron a política internacional. Yo era una hippie que ni leía el diario. Y era la guerra del Líbano. Yo no tenía idea de qué era la guerra del Líbano y me sentaron entre unos muchachos, dos chilenos exilados que me soplaban todo. Yo lloraba porque además el jefe de la mesa de Internacional era malísimo. Un perro al que además le habían impuesto mi presencia ahí. Me acuerdo de que yo escribía frases larguísimas entre guiones sobre la guerra del Líbano. Carlos Sosa me hacía todo. Y no aprendí nunca nada de la guerra del Líbano. Jorge Anitúa me dijo un día que me vio muy angustiada: “Te voy a hacer una especie de test”. “¿Qué es el día D?”. Yo no sabía.
–¿Cómo se armó su primer libro
de ensayos?
–Nunca escribo si no hay una demanda. Por ejemplo, tengo un congreso y me digo “Ah, no. Ahí tengo que leer dos poemas nuevos porque si leo los viejos se van a aburrir”. Sin la demanda no escribo; Alfonsina lo mismo.
–Generalmente los escritores son los que dicen que escriben lo que quieren y luego buscan adonde publicar y serían los periodistas los que escribirían por encargo.
–Lo de Delmira empezó con una lectura que tuve que hacer para Alfaguara de un original que era una biografía. Empiezo de esa manera. Después me voy avivando cuál es la interna de esto, cuál es el hilo conductor y ahí armo el índice. ¡El índice es la vida! Una alumna me decía que yo tendría que dar clases sobre índices.
–Le encargan y hace lo que quiere,
ésa es la historia.
–Te hacés encargar lo que querés hacerte encargar. Ese es el ardid femenino. Medio caprichoso. Si te dicen que no, ya no lo escribís. A mí me ha pasado. Este libro no se llamaba Historias de amor sino Musas y otras inspiraciones en el siglo y lo había hecho para una beca a la que me presenté y no me gané. Hay un verso de Delmira que dice “Extraño amado de mi musa extraña” que me hizo dar una vuelta de tuerca. Antes era como que yo pensaba que la musa era el objeto, no el sujeto. Había una musa ahí y los señores –sobre todo los señores poetas– se inspiraban. Que es lo que pasa con Neruda. Neruda es un viudo profesional. Su musa es un objeto estático, una mujer débil, encantadora. Cuando yo leí el verso de Delmira me di cuenta de que era el amor lo que yo quería trabajar y no la musa. O la musa: amor. El poeta José Kozer, así como se nombra a sí mismo, nombra a una tal Guadalupe. En el poema se casa, hay un acta de matrimonio. “Tomo por esposa alianza unidos en matrimonio/Guadalupe Barrenechea Vega,/hasta que la muerte venga desde afuera./Y en rico ritmo sacrosanto”. No dice a Guadalupe. No tomo a Guadalupe sino que tomo Guadalupe. Aquí el objeto indirecto deviene directo: Guadalupe se sitúa en presente ofrendando su nombre propio para ese diccionario-Kozer que la define esposa. En Los versos del capitán la musa funciona de otra manera. Es un libro que Neruda no firmó y apareció, en cambio, firmado por una mina. El vivía con Delia del Carril y su amante era Matilde Urrutia. La musa de Los versos del capitán era, según él, Matilde Urrutia. Entonces quería que saliera anónimo para que no sufriera Delia del Carril. Cuando en realidad, al revés de Kozer, en ningún momento nombra a Matilde Urrutia. Lo que pasa es que Kozer no cree que en un poema sea él quien habla sino el sujeto poético. Neruda cree que habla él y que la musa es Matilde y que todos se van a dar cuenta. ¡Cuando en realidad se trata de los mismos poemas de amor de él de toda la vida! Como no pudo publicar el libro como anónimo porque exigía una operación rara que el editor no aceptó, Neruda agarró yle metió un prólogo. Un prólogo firmado por una mina que dice que le da estos poemas al editor y que son de un capitán –¡no un marinerito, un capitán!, que se los escribió a ella: “Mi persona no tiene importancia, pero soy la protagonista del libro y eso me hace estar satisfecha yorgullosa de mi vida” escribe. Y mirá lo que escribe Neruda como “Rosario de La Cerda”: “Sus versos son como él mismo: tiernos, amorosos, pasionados y terribles en su cólera. Era fuerte y su fuerza la sentían todos los que a él se acercaban. Era un hombre privilegiado, de los que nacen para grandes destinos...”. Ahí tenés al poeta hombre sentado en medio de su siglo y la musa como una tontita que no entiende. “Yo sentía su fuerza y mi placer más grande era sentirme pequeña a su lado”. “Yo soy muy poco literaria y no puedo hablar del valor de estos versos fuera del valor humano que indiscutiblemente tienen”. O sea ella es pequeñita, boludita, no puede decir nada y le da al editor para que publique los versos de su capitán, todos escrito por él, el cararrota. Y en sus Antimemorias Neruda cuenta que escribió ese prólogo para que Delia no sufra: “La única verdad es que no quise, durante mucho tiempo, que esos poemas hirieran a Delia, de quien me separaba. Delia del Carril, pasajera suavísima, hilo de acero y miel que ató mis manos en los años sonoros, fue para mí durante 18 años una ejemplar compañera. Este libro, de pasión brusca y ardiente, iba a llegar como una piedra lanzada sobre su tierna estructura. Fueron ésas las razones profundas, personales, respetables de mi anonimato”. Después le dio una patada en el culo y se fue con la otra. Pero yo trabajo las metáforas de él. Y lo que vi con Neruda es que él usa la metáfora como forma de poder masculino. El en sus memorias va contando quién es la musa de cada libro. Por ejemplo que en tal era su primera novia que tenía los senos como colinas. Es el dueño de la musa. Es lo opuesto de Delmira que dice “extraño amado de mi musa extraña”. También lo contrario de Kozer: “Gorda, yo te amo. Limpiame aquí, la baba, eso: antes llamaban alma. Una cuestión de palabra”. ¿Y qué hora es?/La una son las tres uno es tres, de eso se trata. ¿Y ahora?/Ahora, igual que antes: un libro una conversación un poco/de música alguna fantasía interior donde el otro no sepa”.
–Toda una historia de amor.
–Además Kozer no sé si vive o no con la tal Guadalupe, pero el Guadalupe es un sello, un tatuaje. Neruda no dice “Matilde yo te amo, qué bien cogemos, cómo la cagamos a Delia”. Estaba todo en su cabeza.
–Lo que quería decir era que él
era grande.
–Lo que él quería con Los versos del capitán era capitanear, tener la manija de la metáfora: “Yo digo que si los senos son como colinas, son como colinas. Y esto es la poesía”.

Detrás del cisne modernista
El modernismo pasado por barro originó en la poesía latinoamericana el neobarroco al que Tamara suscribe, sobre todo por la voz de sus críticos. El cisne rubendariano –reconocimiento del patito feo de Latinoamérica-fue estrangulado líricamente por González Martínez. Delmira Agustini lo transformó en gadget erótico. Tamara Kamenszain lo esquematiza en un número dos para que el cruce de los picos arme entre los cuellos un corazón kitsch que podría ser emblema de estas Historias de amor. En México Kamenszain se encontrará con las grandes voces visires como la de Octavio Paz.
–¿Cómo irrumpe en sus textos su vida en México?
–Así como Josefina Ludmer dice que Estados Unidos la hizo escribir de determinada manera, si no fuera por México no me hubiera puesto a escribir ensayos. Por empezar, escribir fuera del país te da cierta impunidad. No hay superyó, no me van a juzgar, yo hago lo que quiero. Y también con la nostalgia, porque fijate que yo en El texto silencioso tomo a Juanele, a Madariaga, a Macedonio, los paisajes. Así como lo latinoamericano. Porque estuve en México pude leer a Neruda, a Paz que es otro señor en su casa de buen regalo, como dice Lezama. Porque acá es las tolderías, sobre todo con la poesía, no hay ningún cacique. En México Paz era el dominio sobre lo que es la poesía y cómo hay que hacerla, como si dijera “Bendigo la palabra y además soy el gurú”. Esto es la anarquía –no juzgo–, nos damos unos lujos que andá a dártelos en otro lado. El texto silencioso empezócon ensayos que escribí para la revista de Paz. Después, cuando salió el libro completo, él frenó la crítica que iba a salir en Vuelta, porque dijo que yo no lo nombraba a él en el libro. Con toda impunidad como Neruda.
–¿Le molestaban sus trazados
no jerárquicos?
–Mis textos le resultaban encantadores por separados. Cuando llegué a México, lo conocí y me caí bien de mina frente al cacique.
–¿En sentido figurado?
–¡Me caí! Fui a la casa con un amigo que me llevó, Danubio Torres Fierro, y había unos escalones que había que bajar para pasar a un patio y del otro lado estaba El sentado en un escritorio. Yo bajo los escalones y me caigo de rodillas. Y él viene corriendo “¿Se hizo daño?”, y me levanta. Después, cuando no le dieron el Nobel, se cayó él. Lo tuvo, pero lo esperaba antes. El señor era muy ambicioso. Y ese año él esperaba el Nobel y todo México decía “se lo dan, se lo dan este año”. No se lo dieron. Al otro día se va a cortar el pelo. Sale de la peluquería, cae y se rompe los dos brazos. ¡Los dos brazos! La mano con la que escribía. Dos meses estuvo enyesado. Ahí hablo con él. Yo necesitaba laburo y llevaba dos cartas, una de Pezzoni y otra de Pepe Bianco. Después me entero de que Elena Garro andaba con Bioy cuando estaba con él y Pepe era como un confidente de la Garro. Y Pepe me cuenta que Paz sabía.
–Volvemos a que hay que tener buenas cartas. Pero si se escribe desde la viuda, desde la niña muerta o desde la madre póstuma, ¿no hay ninguna chica sana?
–Yo escribí Doblando a Girondo, cuando estaba embarazada de Malena. Dickinson, Biaggioni, Pizarnik vieron aparecer a través del espejo de la casa, esa entidad neonata a la que llamaron niña muerta. En la obra de Alfonsina Storni, la niña venía de recorrer un largo camino (“ando sola y me río”) y pudo llegar por fin, sobre pies de trébol, hasta su poema póstumo. Es la que en un tiempo futuro va a querer irse a dormir, como jugando a las escondidas, al fondo del mar. Y la nodriza (madre de todas las madres solteras) será testigo única de semejante borramiento.
Por ahí en esta generación se termina lo de la niña muerta y lo de la maternidad como dejada caer ante la escritura. Yo espero. Ya pagamos muchas niñas muertas.