MODA
PUCCI
el marqués moderno
Los
diseños psicodélicos que ahora hacen su reentrada en las vidrieras destinadas
a los más jóvenes entre los jóvenes tuvieron un inventor: Emilio Pucci.
Fue noble, activista, militante, vanguardista y atrevido. Vaya currículum.
Por Soledad Vallejos
De
acuerdo: el regreso de la estética estridente, geométrica,
pura purpurina ya es, a todas luces, un hecho innegable. A su paso,
los anteojos ahumados, como los zombies del video Thriller,
de Michael Jackson, parecen ir levantando hordas de esas prendas que
años de reinado minimalista habían confinado al olvido:
camisas para las que nunca alcanzarán los colores en existencia,
metros y metros de géneros sintéticos desparramados en
una sola falda (impactante, eso sin duda), y pantalones de tonos chillones.
Tanta nostalgia reeditada, desde ya, no sale de la nada, y tampoco viene
sola: los tapados de piel y estampados escoceses que por estos días
pueblan el invierno europeo se llevan de la mano con un retorno a algunas
ideas (no las más simpáticas, hay que decirlo) de los
70 y 80. Digamos que la tan mal comprendida globalización
(por algo hay quienes hablan en su favor), el fortalecimiento de la
tercera vía, la revalorización de bienes desde una perspectiva
pre-ecológica, y cierto reverdecer del conservadurismo en más
de un campo cultural, por nombrar sólo algunos ejemplos, no son
casuales ni inocentes. En ese marco, uno de los nombres que rankea alto
entre los más recordados (no hay más que echar un vistazo
a las crónicas de los últimos desfiles), al menos en esta
temporada, es el de Emilio Pucci. El marqués Emilio Pucci, para
más datos, un señor dandy que llevó una vida de
lo más curiosa, de ésas que las redacciones vip adoraban
y el público reclamaba, y que tuvo la intuición suficiente
como para dejar huellas imborrables en la industria. Y es que, no se
trata de un detalle menor, el grupo LVHM (auténtico líder
de las marcas de lujo a nivel mundial) acaba de anunciar su decisión
de reflotar la marca florentina, una meta a la que piensa llegar con
la ayuda de Laudomia Pucci, hija del diseñador.
La importancia de ser Pucci
Algunos datos familiares: un paseo por las calles de Florencia puede
desembocar, perfectamente, en el Duomo, es decir, a unos metros del
palacio Pucci, que está ubicado, claro, sobre la Via dei Pucci.
Saber eso no equivale a estar al tanto de que la dinastía se
remonta hasta, por lo menos, el siglo XIII, ni tampoco significa conocer
que los antepasados del marqués participaron en las Cruzadas
(de allí la nobleza de la familia, claro), pero seguramente da
la pauta de la influencia que supo tener. Destino, contó
hace poco la viuda de Pucci a la revista Elle, Emilio no creía
en esa palabra. A diferencia de la mayoría de los italianos,
que son fatalistas, el tenía la mentalidad de un existencialista:
Sos lo que hacés. Estaba persuadido de que el compromiso
ilimitado daba sus frutos. Jamás fue un espectador de su época.
Su familia siempre había visto la vida desde un balcón.
El, en cambio, bajó a la calle.
No es
por desmerecerlo, pero habría que agregar que la calle a la que
bajó, por algún motivo, se parecía más a
una avenida elegante que a un pasaje marginal. Un ejemplo: hacia 1944,
la familia se resguardaba del frío imposible de Toscana en sus
pequeños pisos. Eran las últimas jornadas del poder fascista,
y las consecuencias económicas del régimen se hacían
sentir en todos los ámbitos. Emilio, oficial del rey, aviador
militar elevado a la categoría de héroe por sus muchas
proezas, intentabaaliviarse de una gripe cuando la portera del palacio
corrió a avisarle que alguien, en la puerta, lo reclamaba de
inmediato. Bajó, se asomó, reconoció al instante
a esa mujer delgada: era Edda Ciano, la hija de Mussolini, y, a la sazón,
una de sus grandes amigas, dado el origen aristocrático de su
madre. La muchacha se lo explicó todo con la respiración
entrecortada. Su abuelo, el ministro de Relaciones Exteriores del régimen,
se había mostrado en abierto desacuerdo ante la alianza que el
Duce había sellado con Hitler, y había afirmado ante el
Gran Consejo que era imperiosa la necesidad de destituir a su yerno.
La respuesta de Mussolini no se hizo esperar: furioso por semejante
traición, condenó a muerte a su suegro. De allí
la urgencia de Edda; vista la cercanía nazi, adivinaba que, de
quedarse en Italia, tenía las horas contadas; que ya no podía
contar con ninguno de sus otros amigos; que solamente en los Pucci hallaría
alguna ayuda, algún refugio. Emilio, pese a ser un liberal convencido,
no lo pensó dos veces, y de un momento al otro consiguió
un auto para llevar a Edda y a su abuela a Suiza. En cuanto se aseguró
de haberlas dejado a buen resguardo, regresó a Italia para no
ser tomado por desertor, pero entrar al país y ser arrestado
por la Gestapo fueron una y la misma cosa. Entre tanto, todas las precauciones
que la abuela de Edda había tomado para salvar a su marido de
la muerte fueron vanas, a nadie parecían interesar los papeles
secretos que planeaba entregar a cambio de su libertad, y Ciano fue
fusilado.
Los meses seguían pasando y Emilio no podía abandonar
la prisión. Su madre, la condesa napolitana Augusta Pavoncelli,
desesperada por saber que lo torturaban y que su destino inmediato era
enfrentar al pelotón de ejecución, agotaba los recursos
para salvarlo. Recordó que, en sus días de estudiante,
había sido compañera de una muchacha de apellido Pacelli,
es decir, la hermana del papa Pio XII. Gracias a la intervención
de Pacelli, la condesa obtuvo una audiencia con el Santo Padre. Debe
haber tenido una retórica particular, porque en cuestión
de días Emilio se encontraba camino a Suiza, donde, luego de
conseguir el asilo político, esperó pacientemente la retirada
de los alemanes de Italia. Instalado en Zermatt, una pequeña
estación alpina que había elegido por sus pistas de ski,
tenía la obligación de reportarse cada día a la
policía, tras lo cual retirábase a practicar su deporte
favorito.
Nace
una estrella
Entre otras tantas cosas, la década del 40 no se caracterizaba,
precisamente, por sus elegantes prendas para esquiar, y esto Emilio
lo había notado hacía rato. No terminaban de convencerlo
esos abrigos extremadamente pesados, inmensos, apagados. Original al
fin, entró al taller de una costurera local con un par de bocetos
en mano y logró convertirlos en pantalones ajustados pero flexibles
y ligeros. La reacción fue casi instantánea, sus amigos
de la villa empezaron a encargarle modelos, y Emilio, divertido con
la idea, empezó a restar horas al deporte para entregarlas a
sus diseños. Casi sin darse cuenta, mientras jugaba a experimentar
con nuevos materiales, estaba descubriendo su gran vocación por
el estilo.
Poco después,
el entusiasmo lo empujó a cruzar el océano para estudiar
sociología en Seattle. Como en todo cuento de hadas que se precie,
el marqués ex aviador y ex refugiado conoció, en un evento
social, a Toni Frisell, el fotógrafo oficial de la revista Harpers
Bazaar. En un segundo encuentro, le mostró sus diseños
de ropa para esquiar. Resultado: en Navidad de 1948, la revista dedicó
un extenso artículo a la moda invernal en Europa, y, claro, lo
acompañó con fotos de chicas enfundadas en originales
Pucci. De más está decir que las imágenes coloridas
y con aires de confort deslumbraron a los norteamericanos a tal punto
que Pucci, devoto del trabajo artesanal de las costureras de Toscana,
se vio obligado a movilizar pueblitos enteros para satisfacer la creciente
demanda. Para entonces, ya había descubierto las bondades del
jersey y el shantung.Entrados los años 50, cuando ya había
abandonado por completo la carrera militar, regresó a Italia
y abrió su primera tienda en Capri, una isla que congregaba lo
más granado del jet set internacional. Sus pantalones corsarios,
sombreros de paja, sandalias que dejaban los pies prácticamente
desnudos y camisas de corte masculino le valieron el cetro de diseñador
top que, además, había logrado extender su reinado más
allá de la élite: sus diseños se habían
convertido en fenómeno de masas.
Los años 60 y 70 acrecentaron aún más
su prestigio: mientras París apostaba por la alta costura, Pucci
insistía en un estilo más y más décontracté,
simple. Sus vestidos de jersey estampado llegaron a costar, por peso,
más que el oro; la misión del Apollo 15 plantó
en la Luna una bandera diseñada por Pucci; la prensa norteamericana
lo bautizó el príncipe del estampado; llegó,
inclusive, a diseñar sets de escritorio perfumados, y uniformes
para una línea aérea que contemplaban cascos plásticos
para proteger el peinado de las azafatas.
Pero pocos años después, cuando ya el marqués se
había dado el gusto de ser electo diputado por un partido liberal,
llegó el black is beautiful de los primeros 80.
Los colores, sus juegos, esos experimentos ya no tenían cabida.
Así y todo, hasta 1992, el año de su muerte, Pucci continuó
al frente del que había sabido ser su imperio. Si mi marido
hubiera sido siempre rico (durante su exilio suizo se había ido,
casi, con lo puesto) y hubiera estado libre, probablemente nada hubiera
sucedido, dijo su viuda, pero no tenía más
que este sentido filosófico, el amor por lo bello.