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Eutanasia

Vivir hasta despedirnos

 

Existen pocas preguntas más urgentes que ésta: ¿Cómo ser el dueño de mi muerte aunque ignore el momento, el lugar y la manera en que partiré de este mundo? Holanda ha aprobado la eutanasia activa. Pero existen muchas alternativas para vivir, en el sentido más pleno, hasta el momento de partir.

Por María Moreno

Una de las más extrañas bienvenidas al 2001 está a punto de suceder en Holanda: está muy cerca de romper un tabú que parecía invulnerable: el que pesaba sobre la eutanasia activa. Aunque quizás pertenecer totalmente al futuro exija, como mínimo, que cada humano tenga derecho a elegir no continuar con una vida que juzga insoportable. Simultáneamente con el rasgarse las vestiduras de la Iglesia Católica ante la casi sanción de la ley holandesa –falta la aprobación del Senado–, en la Argentina los medios aprovecharon para volver a mencionar los cuatros proyectos, llamados de “muerte digna” que existen desde 1996. Quizás sea el momento de desplegar todas las alternativas que, junto con la eutanasia, pueden preservar la dignidad del sujeto en sus últimos días así como la posibilidad de que permanezca vivo, en el sentido más pleno, hasta el final.
¿Qué se pide cuando se pide eutanasia?
Marie Hennezel, primera psicóloga de una unidad de Cuidados Paliativos de Francia, que ha escrito junto con Johanne de Montigny, El amor último, un libro sobre el acompañamiento de enfermos terminales, se responde: “Cuando es posible romper la soledad del moribundo, comprometerse en una relación que nos propone de hecho a través de esta pregunta, ésta se borra por sí sola. A veces, sin embargo, persiste. En nuestra unidad ésta se produjo cuatro veces en tres años. Las cuatro personas que mantuvieron su pedido de eutanasia eran de un nivel sociocultural elevado, acostumbrados a dominar, a controlar las cosas y prisioneras de alguna manera de una máscara social, de un ideal de ego particularmente exigente. Esta constatación lleva a plantearme la siguiente pregunta, ¿quién pide eutanasia entonces? No parece que sea la persona en su esencia sino la persona identificada a su papel. De allí viene la importancia de la mirada, de la actitud del otro. La experiencia me ha demostrado que cada vez que me ha sido posible confirmar al otro en su esencia, gracias a la mirada, por la calidad del contacto establecido, esa persona recupera el sentimiento de su dignidad”. El pedido de eutanasia suele aparecer en los momentos que siguen al diagnóstico fatal y renovarse en las cercanías de la muerte cuando los parientes describen la experiencia del que está muriendo como un holocausto.
Para el doctor Hugo Dopaso, presidente de la Fundación Niketana, que forma a acompañantes de enfermos terminales, existen otras alternativas en el momento de despedirse: “La eutanasia no se puede encarar como una puja entre partidarios y detractores, es preciso trascender las respuestas sustentadas en posturas éticas inimutables. Yo estuve en febrero en el Tercer Simposio Internacional sobre el coma y la muerte donde se planteaban dos temas prácticos, el de la transplantología y el de diagnóstico de muerte, que estaba manejado en función de la transplantología. En ese simposio también hubo trabajos sobre el proceso de morir. Y lo que se veía es que los países del primer mundo presentaron trabajos sobre eutanasia activa en dos versiones básicas. EE.UU. trajo la experiencia de Oregon donde se legisló el suicidio asistido con una variante que es que, cuando una persona tiene una enfermedad terminal y una expectativa de vida de seis meses, le puede pedir a su médico que le dé una receta de medicamentos letales. Y lo que a mí me llamó la atención es que la gente que opta por el suicidio es gente que no tiene compañía, se siente desprotegida o considera que es una carga para los demás”.
¿Puede la eutanasia convertirse en un plan de ahorro? Es audaz sospecharlo pero algunas coincidencias no dejan de ser significativas. “Acompañar a una persona en el final de su vida –sugiere Dopaso– es muy laborioso y requiere un entrenamiento muy especial, y si un familiar tiene que pagar los costos llega un momento en que se siente preocupado porque los costos se incrementan. Es muy caro también mantener a alguien al que ya no se puede ayudar por procedimientos tecnológicos en un hospital. Entonces es preocupante que una legislación sobre eutanasia quede asociada a la reducción de costos.”

Mientras estés conmigo
¿Qué es un acompañante? Alguien que no exige que la muerte se apure como un trago ni que se la posponga encarnizadamente, alguien que no tiene una idea fija con respecto a un buen final y no se siente herido en su narcisismo si el acompañado muere replegado y furioso de acuerdo con su estilo. El acompañamiento fue una experiencia que comenzó en Inglaterra durante los años cincuenta cuando Cicily Saunders fundó el Hospice’s Mouvement. Los acompañantes deberían tener la cualidades expuestas en una frase de Montaigne: “Ser como una mujer inteligente y humilde que acepta que no puede hacer nada”. Magdalena Mosquera parece ilustrar esta frase: es una mujer consistente, con esa expresión bondadosa y serena que puede hacer asociar la palabra “fe” a “implacabilidad” y que es la raíz de la fuerza de ciertos creyentes, como el personaje interpretado por Susan Sarandon en la película Mientras estés conmigo.
Su protocolo como acompañante es sencillo:
–Primero se trata de aceptar que no somos eternos, desterrar la creencia de que si no aparentamos la edad, si podemos retrasar la vejez y el deterioro, también tenemos en nuestras manos el momento de partir. Las personas que peor vivieron, aferradas a algo que no es la verdad, al personaje, son las que no pueden descarriarse de esos roles. Aunque no haya creencia religiosa en la persona que va a morir, está la certeza de que hay algo que va a perdurar. Por eso siempre digo “yo soy la misma porque hay algo de mí que no nació y por lo tanto no va a morir”. Entonces hay que apuntar a reforzar eso. Todo lo demás lo vamos a dejar.
–¿Cuál es su posición respecto de la eutanasia?
–Yo siempre pienso que siempre tenemos hasta último momento algo que aprender y algo que enseñar. Anticipar ese momento no está en nuestra manos. Siempre tenemos algo para dar, estemos en una cama postrados, en el último aliento, en dependencia total de otros. Pero sí, hay que pedir una muerte digna. Es falsa la opción entre sufrimiento atroz, terrible y la eutanasia activa. Se puede morir sin dolor, consciente, de la mano de los seres queridos, perdonándolos por las cosas que suponemos que nos hicieron, pidiéndoles perdón por otras, arrepintiéndonos por cosas que no hicimos , por cosas que sí hicimos. Con el padre o el hijo muerto se puede pedir perdón. Pero una vez que están muertos ellos no te pueden contestar. Se puede hacer un propio proceso de sanación para liberarse de eso pero es mucho más difícil, ¿por qué esperar a que uno se vaya para poder hacerlo hoy que está delante mío?
El acompañante es algo así como un partero de estoicismo, aquel que sigue el hacer en el tiempo donde ya no hay nada que hacer. No da consejos, escucha y facilita la dirección propuesta. Es imposible no pensar en la madre que se aleja unos pasos para que el bebé que acaba de aprender a caminar vaya más allá, un más allá que se detenga en el regocijo y no en la angustia. A menudo es al familiar del muriente a quien hay que acompañar en la aceptación. Es otra de las tareas generosas de los acompañantes, quizás tan difícil como la otra ya que a menudo existe el conflicto entre quien ha decidido aceptar la muerte y la exigencia de quienes lo aman de continuar a cualquier precio.
–Lo que más me produce frustración –dice Dopaso– es cuando la propuesta no es tomada por el paciente o por la familia porque lo que se les hace difícil es aceptar que de lo que se trata es del proceso de morir y ellos no están dispuestos a aceptarlo y siguen apostando a la vida, a la quimioterapia, en enfermedades irreversibles, dolorosas y de final indudablemente próximo. Me consultan con la creencia de que yo voy a propiciar formas alternativas de lucha y cuando ven que mi actitud no es de lucha sino de aceptación de la situación ahí aparece la dificultad o la familia empieza a objetar , entonces dos días antes me llaman “y ahora qué hacemos?.” “Y ahora respirar hondo y tomarle la mano.”
Marie de Hennezel y Johanne de Montigny tampoco tienen un poster del muriente 10. “¿Alguien es capaz de asegurar que la cólera, la rebelión, el repliegue solitario tienen menos valor que la muerte aceptada y serena?”, se preguntan en su libro.
–Hay gente que no quiere enterarse de que se va a morir –dice Magdalena Mosquera–. Antes de trabajar en esto, cuando leía que en los EE.UU. se decía el diagnóstico, por ejemplo, “usted tiene tres meses de vida”, me parecía terrible. Si alguien no quiere escucharlo, uno no tiene derecho a decírselo o hacerle reflexionar sobre algo que no quiere.
¿Cómo se regula la compañía de un muriente al que le hemos propuesto acompañar hasta el umbral que los sanos no podemos franquear?
¿Cómo se tolera el escándalo que constituye la muerte de un niño?
–Duele –acepta Magdalena–. Se establece un vínculo muy especial porque la persona que está pasando por eso ya no tiene lugar para el caretaje, entonces cuando muere, muere un amigo. Hacerlo sin involucrarse es imposible. Lo que hago en mi caso, cuando vuelvo de un acompañamiento, es sentarme ante mi altarcito de oración y entregarlo. Pero primero me dejo transpasar por ese dolor porque si lo quiero contener terminaría enferma. También es preciso reconocerse como un instrumento para aliviar el dolor del otro pero nada más. Pero llega el momento en que te tenés que ir porque hay otra cosa que te espera. En esos casos yo la dejo a María. Le digo: “María, como acompañaste a Jesús en la cruz cumplí tu rol de madre y quedate, yo no puedo”. A Julia, una persona que acompañé y que era católica, le decía “yo me voy pero María está acá al pie del cañón acompañándote hasta último momento”. Me pasó que estaba acompañando a una nena que tenía sida y se casaba una de mis hijas. Fue una pelea interna terrible. Yo estaba muy triste y volvía a casa y me encontraba con que mis hijas estaban hablando del tocado, de la fiesta. Pensaba “yo también tengo que acompañar a mi hija porque soy la mamá y porque tengo que vivir esto también”. Después de acomodarlo dentro mío le comenté a Hugo que “pienso que en estos próximos quince días yo no voy a poder acompañarla”. El me dijo que “es renormal que te pase eso, decíselo a la mamá así como me lo estás diciendo a mí”. Y hace muy poco tiempo la mamá me dijo “cuando usted me dijo eso a mí me dio mucha bronca”. Mi hija se casó el 25 de octubre y esta nena murió el 1 de noviembre. Hasta me dio tiempo de estar con ella.
–¿Cómo la acompañó?
–Estaba con la mamá. Con la familia. Me acuerdo que una vez quería comer ñoquis y estaba prohibidísimo. Y yo le decía “es una locura, tiene ganas de comer ñoquis, ¿por qué tanto miedo?” No le podés decir “mirá tu hija se va a morir, dale los ñoquis”. Pero por ahí de forma muy delicada le decís “qué mal le puede hacer”. Me acuerdo con qué gusto pinchaba cada ñoqui de la bandejita y lo pasaba por el queso. Otra vez quería ir a hamacarse. Podía tomar frío, lastimarse, estaba muy delgada ¿Cómo decirle a la madre “mirá es el final”? Pero le dije “no te digo que la lleves a las 8 de la mañana a una plaza llena de chicos, pero al mediodía, preguntale a la médica”. Y lo hizo.
–Esa niña ¿sufría?
–Mucho. Estaba con suero, con oxígeno. Sufría, pero tenía un poder de aislarse de eso. Me acuerdo que pasaba el kinesiólogo a hacerle las palmaditas en la espalda –estaba tan delgada que daba miedo tocarla–. Ledije “mirá, mamá, va a ir abajo a tomar algo. Va a pasar Fulano pero no tengas miedo porque yo voy a estar con vos”. Me agarró de la mano, cerró los ojos y se fue del mundo. Cuando vino el kinesiólogo me preguntó “¿Hace mucho que está así?”. Pensó que estaba en estado de coma. “No, hasta que estaba en el cuarto de al lado estaba despierta. Podía cortar como si dijera `si esto le están haciendo a mi cuerpo, yo me voy a otro lado’”. Un día le pregunté: “Cuando parece que te vas, que no está acá, ¿adónde te vas, a jugar con Alicia en el país de las maravillas?” Se le iluminó la cara.
–¿Sabía de su situación? ¿Dibujaba?
–Una vez hizo un dibujo. La madre la había dejado sola porque había tenido que ir a buscarle medicamentos y le había subido el barrote de la cuna. Y se había dibujado a sí misma cubierta de barrotes, como algo que la encerraba. Otras veces dibujaba arcoiris y flores. Le gustaban mucho las flores amarillas. Sus ojos me impresionaban, en ese cuerpito de nueve kilos estaba encerrado el dolor del mundo. Es muy duro darle sentido al sufrimiento del inocente.
–¿No se rebela frente a eso? ¿Qué sentido puede tener aún para un creyente?
–Ninguno.

¿El fin del dolor?
–Se dice que los dolorólogos han hecho más hallazgos que los alquimistas. Un nueva disciplina, la haptonomía, especializada en el contacto afectivo y táctil, creada por Frans Veldman, el jarabe de Brompton y no violento -se aplica con una simple cucharita–, los masajes amorosos, el reiki, atenúan considerablemente el dolor.
“El paciente suele tenerle miedo al dolor –explica Hugo Dopaso– y a lo que significa el dolor. Por eso no quiere sentirlo, quiere sacárselo de encima. Nosotros le explicamos que el dolor en sí no es el enemigo, es una señal, que él en lugar de ponerse tenso o relacionarse con miedo o con odio, podría trabajar con la posibilidad de un dolor presente, de hacerle un espacio para que pueda instalarse. El medicamento entonces actúa mejor y más rápido. El aprender a relacionarse con el dolor ayuda muchísimo a la analgesia aunque no la reemplace.”
Para Dopaso el dolor se regula con técnicas de relajación que debe empezar por aplicar el mismo acompañante. Se trata de favorecer un proceso de identificación y de delegación. Dopaso utiliza ejercicios gestálticos que permiten desfocalizar la atención o ampliarla para que el paciente aprenda a despegarse del cuerpo doliente.
En el Hospital Tornú, en el Italiano y en el de Clínicas existen áreas de cuidados paliativos, donde se asegura al muriente mantenerlo alejado del dolor. La existencia de estos espacios es reciente en nuestro país y, amén de mantener controlados los síntomas, evitan el traslado del paciente grave al área de terapia intensiva adonde corre el riesgo del encarnizamiento terapéutico. Florencia Luna, doctora en filosofía, miembro de varios proyectos de investigación en bioética, encuentra que los cuidados paliativos son importantes para evitar que la eutanasia sea la única opción. Pero tiene sus peros: “En terapia intensiva se utilizan las técnicas más invasivas, hay un sobredimensionamiento de las posibilidades tecnológicas. El pariente suele quedarse tranquilo porque sabe que el enfermo va a estar monitoreado, con la atención y el control necesarios para intervenir. Es bajo esa presión y no tanto la del equipo médico que el paciente va a terapia cuando justamente la eutanasia surgió para evitarle a la gente morir llena de cables, sola, en una agonía eternizada. En ese sentido el área de cuidados paliativos va a ayudar, “porque si no existe es probable que la gente pida eutanasia simplemente porque no le están dando el tratamiento adecuado. Pero existen personas que no quieren permanecer sedadas hasta el final sino estar conscientes hasta que no puedan manejar más el dolor. Además, a pesar de lo que digan lospaliativistas, no todos los pacientes pueden ser calmados con cuidados paliativos.”

La muerte en la vida
En lo que es posible elegir mientras se muere, existe el supuesto de la conciencia. Para Marie de Hennezel, Johanne de Montigny, Hugo Dopaso y Magdalena Mosquera ése es un aliado que no puede faltar. Sin embargo, la sobrevida cada vez ocasiona más finales en las tinieblas de la razón, en medio de sufrimientos físicos atroces. El 70% de las personas mayores de ochenta años tiene enfermedades neurológicas irreversibles que los llevan a muertes bien diferentes del que el español San Pedro protagonizó cuando recibió su eutanasia en la clandestinidad, pero con el aval de gran parte de la inteligencia internacional. Ocupan en categoría de postrados las zonas más secretas de los geriátricos en una situación que sólo la ironía podía definir como vida. La periodista Marta Merkin expone su caso con la crudeza necesaria, sin apelar a la extorsión sentimental ni a la razón psicológica, ya que lo que hace no es más que un reclamo de justicia: “Yo soy agnóstica y no creo en el premio ni en el castigo ni en el pecado. Pero la vida me ha opuesto en una decisión muy concreta. Mi mamá de 83 años, hace siete años que tiene Alzeimer progresivo. Desde que cumplió 50 recuerdo que decía `el día que no pueda valerme por mí misma me voy a morir’. O tal vez dijo `quiero que me maten’ pero para mí tiene el mismo significado. Hace seis o siete meses la enfermedad le tomó el centro de la deglución. Eso quiere decir que ella no puede tragar. Está alimentada con sonda. No reconoce. Pesa 38 kilos. Permanece ausente con los ojos abiertos. Reacciona ante ciertos estímulos, por ejemplo tiene ecolalia que consiste en repetir la última palabra de lo que escuchó. Siempre se la ve , aun cuando está durmiendo en una situación de enorme incomodidad, displacer, molestia y fastidio. Por problemas de postura tiene un pie muy hinchado, entonces hay veces que está en posición vertical para que el alimento que le llega por sonda nasogástrica no le provoque broncoaspiraciones, las manos atadas para que no se saque la sonda, escaras y un pie a veces levantado por la circulación. Cuando está más conectada, lo que dice con muchísima dificultad es `andá a la mierda’ y lo repite como un mantra. Hace cinco meses que yo pienso en cómo puedo ayudarla a que se muera. En este camino me entrevisté con los médicos del geriático en que está. Ellos dicen que están haciendo por ella lo mínimo indispensable que es darle alimento, bañarla y mantenerle lo más curadas posibles las escaras. En este tiempo mamá tuvo dos episodios que ellos llaman de descompensación. Se hubiese muerto si no hubieran acudido rápidamente en su salvación. Yo quisiera que ella se muriera por medios naturales pero no se muere y no está bien. Los médicos que yo consulté dicen que hay dos tipos de eutanasia, la activa y la pasiva, las dos prohibidas en nuestro país. En otros enfermos, de cáncer, del corazón, por ejemplo, no intervenir significa no operar, no hacer tratamientos invasivos como la quimioterapia. En el caso de pacientes como mi mamá, dar alimento para mí significa intervenir. Y ésta es la lucha que tengo con ellos. Yo tengo totalmente claro que así como aborté y no la pasé bien pero estoy segura que tomé la decisión correcta, creo que la decisión correcta, la que a mí me dejaría tranquila es llevar a mi mamá a un lugar a darle una inyección y esperar al lado de ella una hora, cinco horas, tres días, hasta que se muera. Eso es lo que yo quiero y lo que no encuentro”.
Florencia Luna apoya la eutanasia activa, siempre que sea voluntaria. Con una prudente legislación sobre los tiempos de espera para dar a lugar al pedido y la intervención de psiquiatras y otros terapeutas y descartar los casos de depresiones. Aprueba la legislación australiana que contempla laintervención de un intérprete en el caso de que el demandante sea un aborigen. “Es una legislación protectora de ciertas vulnerabilidades. Porque el peligro de estas legislaciones es matar gente que no quiere morir. Es importante que la persona sea competente o que la decisión previa se haya hecho siendo competente. Para que si, en algún momento hay un arrepentimiento y la persona está mínimamente consciente, se acepte su pedido, se le dé la posibilidad de meditar y decir `me equivoqué’. Es importante que la decisión previa no sea tomada como una sentencia de muerte sino como algo revocable. Creo que la eutanasia activa involuntaria sólo debería ser contemplada desde el punto de vista individual. Si no se pueden garantizar los controles, los tiempos, las otras opciones como los cuidados paliativos o el acompañamiento, pasar a una política pública me parece complicado.”
La fundación Niketana ofrece un formulario a modo de Declaración de Voluntad que permite a una persona decidir anticipadamente: “Si me encontrase bajo una condición física o mental incurable o irreversible y sin expectativas de curación, solicito que el médico que se encuentre al cuidado de mi persona interrumpa o retire cualquier tipo de tratamiento que sólo sirva para prolongar el proceso de mi muerte. Estas instrucciones se aplican 1) en una condición terminal, 2) bajo estado permanente de inconsciencia, 3) si estoy consciente pero tengo daño cerebral irreversible y sin poder recobrar nunca más la capacidad de tomar decisiones y expresar mis deseos”. Una declaración como ésta y la esperanza de que sea respetada es hoy la única posibilidad en la Argentina de que la decisión de dejar de vivir en determinadas condiciones sea respetada.
El dolor del que asiste a una muerte en vida y que tiene razones para suponer cuál sería la voluntad del muriente, no tiene, como Marta Merkin, quien lo escuche: “Los médicos dicen que la gente que quiere se muere. Si sigo esa lógica, pienso que cualquiera de los episodios que mi madre tuvo y en donde fue reanimada, expresaron el deseo de ella de morirse. Al otro deseo, ella no está en condiciones de decirlo. Yo soy la depositaria legal de su vida y así como elijo el color del camisón, cosa que antes no hacía, de la institución donde está, también me siento depositaria de ese otro deseo y estoy segura –no tengo manera de comprobarlo– de que si ella tuviera un segundo de lucidez querría morirse. (El peso que yo tengo sobre ese deseo de ella es atormentador.) De las cosas que más me aconsejaron es que me amigue con mi mamá y lo intenté hasta que me di cuenta de que yo no estaba enojada con ella. Fue una buena madre y fui una buena hija y no tenemos cuentas pendientes. No es que quiero que se muera porque sería un alivio personal y económico para mí, creo tenerlo separado. Me parece que está pasando por algo horrible y si tengo que medir su voluntad a través de la mía, yo no quiero pasar por lo que está pasando ella y en base a eso creo que lo correcto es que ella se muera y que alguien me ayude”.