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ESPECTACULOS

Heroínas de la Opera

La ópera ha elegido, desde hace cuatro siglos, los signos femeninos extremos: íntimamente ligados a los códigos del género, aparecen allí el máximo candor, la máxima valentía, la máxima perfidia. Un repaso por las heroínas líricas desde la Eurídice de Jacopo Peri hasta la Lulú de Alban Berg.

Por Marta Dillon

Musas totales durante cuatro siglos de ópera –cumplidos en octubre pasado–, ya como heroínas, ya como intérpretes, las mujeres han estado siempre íntimamente ligadas a este género musical, por más que en algún momento se prefiriese a los castrati con tal de no dejarlas cantar en público. Y ahora hasta tenemos a una compositora, la finlandesa Kaija Saarihao, que fue muy elogiada en el último Festival de Salzburgo al presentar una ópera con texto del escritor libanés Amin Maalouf, inspirado en una narración del siglo XII. En verdad, la primera ópera de que se tenga información no es la Eurídice de Jacopo Peri, estrenada el 6 de octubre de 1600 –fecha que se adoptó para conmemorar el advenimiento de esta fascinante forma musical– sino la Dafne del mismo compositor (también sobre libreto del poeta Ottavio Rinuccini). Pero mientras que de la primera citada, ofrecida por primera vez en el Palazzo Pitti de Florencia al casarse María de Medici con Enrique IV de Francia, se conservó la partitura –que incluye temas de Giulio Caccini–, de la segunda no quedó ni un borrador. Como quiera que sea, tanto una ópera como la otra tuvieron de protagonistas a dos chicas de la mitología grecorromana: Dafne, la ninfa que por resistir los avances de Apolo fue convertida en laurel, y Eurídice, la dríade esposa del músico Orfeo, que picada por una serpiente fue a parar a los Infiernos. La distinción entre el estilo recitativo y el aria es lo que distingue a la ópera de sus predecesores, las pastorales y los intermedi. El éxito de Eurídice se suele atribuir al libreto de Rinuccini quien, además de fijar paradigmas estructurales perdurables, se tomó algunas libertades –anticipándose muchísimo a Hollywood– a favor del happy end: en el final, Eurídice no debe retornar al Hades y, en cambio, se queda con Orfeo, igual que Meg Ryan con Tom Hanks.
Por el contrario, el Orfeo (1607) de Claudio Monteverdi, considerada la primera obra maestra de la ópera, respeta desde el libreto de Alessandro Striggio el final trágico del mito original: como tantos otros curiosos desobedientes legendarios, Orfeo desoye la advertencia de no darse vuelta para mirar a su adorada y la pierde para siempre. En sus siguientes óperas, Monteverdi opta por personajes femeninos de similar prosapia, como Proserpina, Ariadna, Andrómeda, hasta culminar su carrera con dos heroínas de gran relieve: la Penélope de Il ritorno d’Ulisse in Patria (1641) y sobre todo, la emperatriz de L’incoronazione di Poppea, que desarrolla desenfadadamente los amores arrolladores de Nerón y Popea. Ella, en los ratos que no se da baños de leche de burra, contribuye a barrer todos los obstáculos –cónyuges molestos, etc.– y además de consumar el romance, logra ser coronada, según lo avisa el título. Segura de su poder erótico –recuerden que la obra se escribió en los albores del XVII–, le preguntaa su amado: “¿Cuán dulces, señor, y cuán tiernos/ esta noche pasada/ encontrasteis los besos de esta boca?”. A lo que ni corto ni indiferente responde Nerón: “Tan hermosos que me causaron dolor”.
Hubo más Eurídices y Dafnes convocadas por la ópera a lo largo de los siglos, así como también Galateas, Psiques, Didos, Ifigenias, Medeas, Ariadnas que inspiraron a Jean-Baptiste Lully y a Luigi Cherubini, a Purcell y a Gluck y, más cerca en el tiempo, a Richard Strauss.

El poder detrás del podio
En el curso del XVIII se afianza el reinado de la prima donna, esto es, la cantante que con su bella voz adiestrada a conciencia magnetizaba al público y, en muchos casos, imponía sus deseos, incluso los más caprichosos. Las anécdotas sobre las divas (y algún que otro divo) se multiplican. Una, de 1748, cuenta que el poeta Pietro Metastasio, autor de el libre de Demofoönte, al ofrecer la obra en Dresde, tuvo serios altercados con la prima donna Faustina Bordoni. El escritor trataba de hacerle entender que su personaje –una princesa disfrazada de esclava– no podía ocupar un lugar de honor ni estar demasiado emperifollada: “Piense que todos los personajes de la ópera están convencidos de que es una esclava”, razonó Metastasio, sin hacer mella en la cantante, que rió sobradora: “Pero el público sabe bien que soy la Bordoni...”.
Casi al mismo tiempo, pero en otro sitio, Georg Friedrich Händel luchaba contra las arbitrariedades de Frances Cuzzoni y, luego de vanos intentos por imponer su criterio, amenazaba con arrojarla por la ventana. Hay versiones de que cuando Cuzzoni y Bordoni coincidieron en un escenario londinense, la rivalidad estalló y se agarraron de las mechas fuera de libreto. Ciertamente, Händel, más allá de sus arrebatos, creó personajes femeninos matizados y con genuino espesor, como la maravillosa Cleopatra de Giulio Cesare (1724), con guión de Nicola Hayn.
En este siglo, dentro de la opera buffa, descuella La serva padrona, de Giovanni Battista Pergolesi, de cortísima pero fructífera vida. Este delicioso intermezzo cómico narra con mucho ritmo la historia de la criada Serpina, que sirve en casa del soltero Oberto y termina siendo su esposa. Hacia fines del XVIII, Wolfgang Amadeus Mozart irrumpe con sus heroínas a menudo llenas de vida, ingeniosas, pícaras, sensuales, como las de Las bodas de Figaro y Così fan tutte, mientras que Luigi Cherubini cierra dramáticamente la centuria con la espléndida Medée.
En esta versión, fiel a Eurípides, la hechicera que ha dejado su patria por amor y es traicionada por Jasón, loca de dolor y de furia lleva a cabo la más terrible venganza: mata a los hijos que tuvo con su marido. Impresionante el rol protagónico para soprano dramática, escrito para Claudine-Angélique Scio. La leyenda negra sostiene que varias de sus intérpretes enfermaron de gravedad o se volvieron locas por el desgaste emocional y las proezas técnicas que exigía –y sigue exigiendo: en 1950, María Callas lo recreó memorablemente– este enorme personaje.

Santas y pecadoras vienen marchando
Las heroínas resueltamente abnegadas y completamente virtuosas no son mayoría en las óperas del siglo XIV, pero que las hay, las hay. No son las más divertidas, por cierto, pero cumplen con su conciencia: tal el caso paradigmático de la protagonista de Fidelio (1805), de Ludwig van Beethoven, inspirada en Léonore ou l’amour conjugal, de Pierre Gaveaux. La señora Leonora se viste de varón y de hace llamar Fidelio –nótense las resonancias de tal apelativo– para sacar a su marido de prisión. Otras damas, wagnerianas y algo menos monolíticas, fueron llevadas a la escena musical años después: la Elsa (Lohengrin) que tiene su contrapartida en laperversa Ortrud; la magnánima Elisabeth (Tannhaüser) opuesta a la tentadora Venus; y por cierto, la amante absoluta de Tristán e Isolda.
Casi siempre más ligero y travieso, Gioacchino Rossini propone algunas heroínas activas y simpáticas: La italiana en Argelia busca afanosamente a su novio perdido; la graciosa Cenerentola, inspirada en Perrault, con madrastra y hermanastras abrochadas, encuentra a su príncipe. Luego, Rossini se fue poniendo serio, quizás porque se casó con la mezzo dramática Isabel Colbrán. Llega entonces la hora de Vincenzo Bellini y Gaetano Donizetti, es decir, de La Straniera, La favorita, La sonámbula. En Noma, de Bellini, el argumento se arrima a la tragedia de Medea, salvo que aquí la engañada se inmola en vez de matar a sus chicos. Anna Bolena, de Donizetti, presenta a un personaje femenino de arrogante nobleza que marcha al patíbulo con la frente alta, enfrentado a Jane Seymour, la amiga que cede a la ambición de poder. Empero, este compositor es conocido sobre todo por su Lucia de Lammermoor (1835), con su célebre escena de la locura de la mujer que ha apuñalado a su marido y recorre la escena ataviada con un camisón ensangrentado. Más chicas sufrientes se encuentran en Genoveva, de Robert Schumann, que no es otra que la santa de Bravante injustamente acusada de adulterio y, desde luego, la Margarita del Fausto de Gounod, seducida y abandonada por el vendedor de su propia alma.
El prolífico Giuseppe Verdi le dio nombre de mujer a varias de sus óperas, con personajes femeninos de atractiva humanidad: la de entrada frívola y luego sacrificada Violetta de La Traviata, la honesta Luisa Miller, la princesa cautiva Aída... sin descartar a villanas de tomo y lomo como la Lady de Macbeth. Y si de femmes fatales se trata, el premio se lo llevan compartido Dalila y Salomé. La primera, obviamente musicalizada por Camille Saint-Säens (también responsable de una polifacética Manon) y la segunda, ya en el siglo XX (1909), revisitada por Richard Strauss de la mano teñida de misoginia de Oscar Wilde.
En esta escueta reseña de heroínas surgidas en el transcurrir de cuatro centurias no pueden dejar de figurar, bien subrayadas, la gitana Carmen, libre como un pájaro rebelde al que no se puede domesticar –según canturrea en la “Habanera”–, inmortal creación de Georges Bizet; la Mimi y la Musetta –sin mezclarse– de La Bohème, la audaz Tosca, la dulcísima Madama Butterfly: todas ellas criaturas de Giacomo Puccini, que al morir dejó inconclusa Turandot. De nuevo en el siglo XX, además de Salomé, hay que mencionar a otra chica mala, la Lulú de Alban Berg, nueva reencarnación del mito de Pandora que, como tantas de las heroínas nombradas, pagará con la vida su mala conducta.