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HISTORIA

El fashion del ayer

 

En el Museo Nacional de Historia del Traje es posible hacer un recorrido por el pasado de la moda a partir del cual reconstruir el nacimiento de la ciudad moderna.

 

Por Soledad Vallejos

Cerca del espejo, un corrillo comenta que, según las páginas de Caras y caretas, la ciudad pronto verá un hotel completamente iluminado por bombitas eléctricas. También se dice que cierta familia de sociedad planea tirar la casa por la ventana en los próximos días, probablemente después de la llegada de la Infanta y Marconi. Todo indica que los festejos por el Centenario están llegando a su punto culminante y los cuatro hombres -maniquíes del Museo Nacional de la Historia del Traje– se silencian un momento para escuchar el tango “La morocha”, el mismo que, al cabo de un rato, dará paso a las especulaciones que las mujeres-maniquíes tejerán sobre quién será la sensación de los salones esta temporada. Todos ellos, chicos, chicas, llevan, de más está decirlo, unos trapos espléndidos: chiffon, pasamanerías de seda natural, encajes, tafetas, terciopelos, guipiure, piedras azabache auténticas, camisas de poplín coronadas por cuellos palomita... La escena, íntima, casi familiar, es encantadora, tal vez por el cuidado que se ha puesto en su armado, o quizá por la “relación ética entre continente y contenido” que, explica Susana Speroni, la directora del museo, prima a la hora de pensar qué y cómo mostrar. Y es que son dos factores importantes a tener en cuenta, en especial en este caso. Veamos. Continente: una casona inmensa, en el 832 de la calle Chile, reabierta al público tras un extenso período de refacciones (aún inconclusas por cuestiones presupuestarias). Para más datos, se trata de una construcción que, hacia 1998, fue declarada Monumento Histórico Nacional, con lo cual, más allá de su destino y función como institución, reclama cuidados y atenciones extra. Contenido: alrededor de siete mil piezas (obviamente, no todas en exhibición) mimadas en el taller de conservación, vigiladas en el depósito y protagonistas de escenas en cinco salas que, desde la semana pasada, se ofrecen a la vista de cualquiera sin necesidad de pagar entrada.

Moda y desarrollo
“La moda de la época era femenina, adornada y grácil, y con el transcurrir de la década los modistos cambiaron sutilmente el talle de lugar, llevándola a la manera Directorio, debajo del busto. Por otro lado, el corsé, que producía la silueta en forma de ‘S’ y llevaba la cintura a su mínima expresión, alrededor de 1907 comenzaría a batirse en retirada”. Las primeras líneas del cartel que da la bienvenida a una de las salas, “Los comienzos del siglo XX”, intentan ubicar aquello que se ve, esos vestidos de faldas amplias y bustiers apretados, como parte de una cadena en desarrollo y, a continuación, buscan contextualizar brevemente los estilos, dotarlos de un marco económico, social y cultural, que los explique ligeramente. “En Argentina, en estos años el progreso económico produce grandes cambios: el crecimiento de las ciudades, el florecimiento de las industrias y la formación de una gran clase media. Todo esto favoreció el gusto por el buen vestir apoyado por la aparición de las grandes tiendas, al mismo tiempo que en las capitales europeas”. Y al menos una de estas afirmaciones ofrece sus evidencias allí mismo, en los datos de cada equipo que, además de detallar los tejidos y técnicas utilizadas en cada prenda, permite verificar la convivencia de vestidos confeccionados en París con otros de tiendas porteñas. “El museo, este museo, maneja mucho la emoción”. Speroni suelta la frase desde uno de lossillones del patio y entonces lo que dice (mucho más después de haber recorrido la muestra) cobra un sentido especial. Señala los macetones enormes, de arcilla, “esas plantas no están ahí porque son lindas, porque se nos ocurrió. Esas eran las plantas que se ponían en estos patios, en estas casas de clase media. Y no estamos hablando en el patio de casualidad; el patio era un lugar de encuentro, precisamente, para esto: sentarse y conversar. Son costumbres que se han perdido y que acá queremos revivir, porque lo que se intenta desde este museo es lograr un espacio, una dinámica de convivencia cultural”.
La segunda parada del recorrido recrea la follie que arrolló a la década del 20. Un señor de elegante smoking se encarga de cambiar los discos de pasta en la victrola, mientras una mujer, enfundada en un kimono deslumbrante (seda y brocado de seda natural, bordado con hilos de seda y dorados, completamente sembrado de motivos geométricos) evalúa cuáles de todas las bebidas disponibles en el mueble-bar (de ésos con cajoncitos, madera pintada con técnicas exquisitas y vidrios) serán las apropiadas para los tragos. Está claro que la figura femenina, en estas temporadas, poco y nada tenía que ver con las chicas encorsetadas de la otra sala. Los sombreros de plumas inmensas y pájaros de tela dejaron lugar a tocados de cocotte, con pequeñas diademas y algunas plumitas. “Se incorporan influencias exóticas, como el gusto por lo oriental, China, Japón; por lo ruso, a través de sus ballets; por lo egipcio, como consecuencia del descubrimiento de la tumba de Tutankamón”, todo esto, remata el cartel, con el jazz norteamericano como banda sonora. “La silueta ha cambiado a raíz de la guerra debido a la mala alimentación, es delgada y andrógina, remarcada por el corte de cabello a la garçon”. Las otras mujeres de la escena ilustran a las mil maravillas estos cambios: vestidos que caen rectos, cinturas bajísimas y nada remarcadas. Una de las prendas ostenta una de las exquisiteces de la época, el bordado luneville, importado aquí junto con tres artesanas francesas traídas especialmente por los dueños de una de las tiendas más chic de los 20. Se trataba de una técnica por la cual las mostacillas, lentejuelas, canutillos de cristal y piedras azabache quedaban perfectamente bordadas, pero, a la vez, con una caída, un movimiento tal que reflejaba todo el tiempo, y bajo cualquier ángulo, lucecitas. El fanático hedonismo de los años locos, se ve, no reparaba en nimiedades.

Detalles
Tal vez uno de los mayores méritos de este museo resida en la tercera sala, la que alberga vitrinas con todo tipo de accesorios. Y es que, al estar allí, con la iluminación dirigida, dos o tres líneas con información y una distancia mínima del público, estos objetos se dejan apreciar con una minuciosidad que, en las escenas anteriores, resulta difícil aplicar. Ejemplos: sería imposible ver los detalles de los abanicos (los hay de 1860, 1900, 1905 y 1920); o descubrir el juego de cigarrera y fosforera de madera, o que los dos pares de gemelos ostentan los primorosos retratos de mujeres españolas. Estos elementos, aunque mediados por los vidrios, permiten adivinar una vida cotidiana, un ritmo. Unos pasos más allá de los accesorios masculinos, descansan los alzacuellos marca La religiosa (identificada, claro, por el rostro de una monja que sabrá Dios para qué necesitaría ese implemento de burguesa coqueta) propios de la década del 10, las carteritas de fiesta y, objeto curioso, una petaca para señora totalmente fabricada en plata dorada y repujada con la figura de un inocente gatito. Sería imposible detallar mucho más, baste decir que, a unos metros de las medias de hilo inglés mercerizado, el ventilador de mano (en baquelita), los sombreritos courvette con voilette de tul, uno de los primeros frascos de Chanel Nº 5, o el sujetador de pañuelo, está en exhibición un grupo de vestidos Dior originales, a cual más despampanante. Pero esta enumeración (arbitraria, incompletísima) no sería justa sin incluir una de las piezas más llamativas: una pulsera de cuero negra, conun pequeño bolsillo al frente, que tenía como función cuidar del abono obrero para el tren. Data, indica la ficha, de 1917. “Acá todo tiene el mismo valor, sea un traje de noche francés o esa pulsera para el boleto de tren”, explica Speroni, “para nosotros es igual, porque son parte del vestido, de nuestra segunda piel, de algo muy íntimo y representativo”.
Hay un último trayecto que recorrer, el que exhibe un recorrido en la vestimenta rioplantense desde los años de la fundación hasta 1900. Y aquí se pone en práctica una de las premisas que, comenta Speroni, rigen el trabajo del museo: “El ingenio vale mucho”. Y es que ¿cómo, si no es mediante cierta astucia, cubrir semejante trayecto? Simple: mediante fotografías, ilustraciones, algunas piezas (muselina bordada de 1835, aros de 1830, guipiure de 1900, seda de 1760) y fichas técnicas que, por ejemplo, además de describir la ropa que viste a Juan de Garay en el clásico retrato de la fundación, infieren lo que la imagen no deja ver. Así es posible enterarse de que seguramente Mariquita Sánchez de Thompson llevaba camisa interior, calzones, medias, enaguas y escarpines; o que uno de los mazorqueros de Rosas, fuera del calzón, no escondía mucho más de su guardarropas.
La renovación de lo exhibido será, aproximadamente, en abril (“seguimos el hilo conductor, pero cambia el material”), pero, hasta entonces, hay mucho más por ver. Además de ofrecer al público la colección de su biblioteca especializada (única en el país), para el verano se planea un ciclo de cine (los domingos y tal vez se agreguen los miércoles y viernes) y, en conjunto con algunas colectividades, jornadas que combinen gastronomía, baile y ropa folklórica; otro ciclo de teatralización de la moda, en que se tomará un tema determinado, y un grupo de voluntarios lo representará llevando prendas de la época y recreando sus costumbres. Por otra parte, la Fundación Museo del Traje (que, además de contar con donaciones, recauda fondos con una pequeña tienda de souvenirs dentro del museo) se apresta a dictar, durante enero y febrero, distintos cursos: la irrupción en la moda de las tendencias orientales a partir de los 70; el traje y el mueble; introducción al diseño de indumentaria; ilustración de indumentaria y vestuario; taller de recreación de indumentaria de época. “No queremos que el público tenga una actitud pasiva, de espectador, sino que sea activo. Por eso el patio, las plantas, los cursos. El museo no debe ser ya ese lugar sacrosanto al que se entraba en silencio, en el que no se podía fumar. Tiene que haber una relación intimista, porque, en especial, en este tipo de museo, hay una cuestión muy importante, que es la mirada de los sujetos y su relación con los objetos, porque la ropa siempre fue nuestra segunda piel”.