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INTERNACIONALES

Yayo y Garzón,

un solo corazón

Por fin el juez Baltasar Garzón se ha dignado a hablar de su mujer, y cómo. “Yayo es la esencia, es seguir siendo”, dice. Yayo es la mujer de 47 años que desde hace veinte es su esposa. Su vida íntima, incluidas sus dudas antes de llevar adelante las causas que entre otras determinaron la prisión de la cúpula de ETA y la extradición de Augusto Pinochet, acaban de ser publicadas en un libro de la periodista española Pilar Urbano.

Por Soledad Vallejos

Parece que hizo falta la pluma vigorosa y la investigación tenaz de una mujer para escribir la joven biografía del juez Baltasar Garzón. Y lo más inquietante es que la mano que desnuda esa vida pone en el aliento y el amor de otra mujer la coherencia en el combate, el desvelo por la justicia, la continuidad de la lucha, actitudes inequívocas y contundentes por las que Garzón se está haciendo un lugar en la historia.
Pilar Urbano es la periodista que acaba de publicar en España Garzón, el hombre que vio amanecer, una biografía autorizada por el propio juez –una de sus fuentes básicas para la escritura–, presentada con honores en uno de los salones del Ritz, un escenario madrileño repetido para presentaciones literarias consideradas taquilleras y de prestigio. Urbano amasó su fama a través de notas y columnas escritas para el periódico ABC y en redituables libros biográficos e históricos, entre los que se destaca, La Reina, dedicado a la actual reina Sofía. Su biografía sobre Baltasar Garzón tiene una tirada inicial de 135 mil ejemplares, el peso de 607 páginas y malas críticas que Urbano atribuye a intentos de difamar al juez.
Rosario Molina, más conocida como Yayo, es la mujer de Garzón, su esposa desde hace 20 años, su fuerza en la sombra. El juez Garzón lo afirma en exclusiva para Las/12: “Yayo es la esencia. Es seguir siendo. Si faltara, sería no ser”.
Yayo no lo desmiente: “Somos como una sola persona. Son muchos años de unión. Si no fuese así, nuestra vida sería muy dura”.
Y Pilar Urbano, la que disparó el dato en su libro, lo confirmaba de este modo ante este suplemento, sin que le temblara ni una cuerda vocal: “No habría juez Garzón sin Yayo”.
Pero, ¿¡quién es esa chica!?
Actualmente Rosario Molina, Yayo, es una morocha de pelo muy corto y lacio, de 47 años, quince meses mayor que su marido, el juez. Una bioquímica oriunda de Granada que dejó la enseñanza para dedicarse a ser la virreina de una casa civil y a educar a los tres hijos que engendró con Garzón. El la conoció a los 17 años cuando todavía era seminarista. Sí, Garzón quiso ser cura pero no pudo con el voto de castidad. Urbano reproduce estas palabras del juez en su libro: “Yo quería ser sacerdote. Lo quería seriamente. Era lo más grande que se podía ser en este mundo. Y tenía aptitudes humanas, pero no hacía oración, no me mortificaba. No superé el celibato”. En efecto, los ojos se le iban –y seguramente algo más– ante las faldas de las compañeras del colegio de monjas filipinas que quedaba en el barrio de su seminario, en Baeza, Andalucía. En ese colegio estudiaba Yayo y la conoció en una fiesta de fin de año en 1973. Se flecharon y Garzón quedó atrapado por una mujer que inmediatamente consideró como alguien superior. “Unos compañeros de curso me dijeron que Yayo y sus amigas salían con chicos, que iban a tomar copas y a bailar. Pensé que era una mujer moderna, liberal. Imaginé que estaría solicitadísima y que nunca me haría caso.” Se equivocaba, Yayo también había reparado en él y, como el joven que iba a ser juez no se animó a hablarle, tuvo que hacer un ardid con sus amigos para volver a verlo. Sólo entonces comenzaron a citarse con frecuencia. Concretamente, Garzón quedó atrapado porque en ella vio “a una mujer, no a una cría. Era resuelta, determinada, con personalidad, con temple. Sabía lo que quería, no era voluble, no cambiaba de un día para otro. Yo ya la quería y necesitaba que ella me lo dijera”. Pero Garzón era tímido y otra vez Yayo tuvo que tomar la iniciativa. Yayo lo recuerda así: “Tuve que darle un empujoncito. El decía: `Vamos a pararnos que te quiero hablar de una cosa muy especial`. Pero no arrancaba, daba rodeos.(...) Le tiré de la lengua y le pregunté si quería que fuésemos novios”. El juez retardó la pregunta porque confiesa que tenía pánico de escuchar un no. Pero no fue lo que escuchó finalmente y, entonces, se relajó. Ya no le importó que tuviesen que separarse –él se fue a estudiar a Sevilla y ella a Granada– y durante siete años de noviazgo se vieron en los veranos y en las escapadas que Garzón podía financiarse a través de sus trabajos como mozo, albañil o empleado de una gasolinera. El juez le confesó a Urbano: “Sabiendo que Yayo me quería lo veía todo fácil. Así pude seguir mi carrera. Porque sabía que en poco tiempo la iba a ver a ella y ella era lo que me movía a hacer todo”.

En 1980 se casaron envueltos en el mismo fervor. Veinte años después, la motivación parece no haberse movido ni un centímetro. El juez consulta cada una de sus decisiones con su mujer, para la que no tiene secretos. Es su memoria y su ímpetu y su último recodo de dignidad. Cuando Garzón aceptó formar parte del gobierno del PSOE, fue su mujer la que le advirtió que lo estaban usando para limpiar su imagen corrupta. Esa vez el juez prefirió pensar que se equivocaba pero un año después, al renunciar al gobierno, no sólo le dio la razón si no que hizo público lo que consideró una manipulación por parte del gobierno socialista. Eran las palabras premonitorias de Yayo.
Yayo le cuenta a Las/12 que Garzón escribe en su diario todos los días: “Me lo muestra. Hay cosas que escribimos juntos. Ese diario es importante porque allí dentro hay una parte de la historia que se escribe en estos días”. Ese diario fue un material fundamental para la escritura de la biografía. Urbano se hizo de ellos en un guiño cómplice que Garzón actuó en conjunto con su mujer.
–¿Cómo se atrevió a darle los diarios de su marido?
–Le di hasta donde nosotros queríamos que se supiera. Fue una decisión que tomamos con el juez. (Ante desconocidos se refiere a su marido como el juez, sólo para la intimidad guarda el nombre de Baltasar.)
Pilar Urbano no titubea en decir que tituló su libro El hombre que veía amanecer, así en pasado, “porque no sabía si cuando lo terminara de escribir, Garzón iba a estar vivo o muerto”. En efecto, el juez es el responsable de que los dirigentes de primera línea de ETA estén en la cárcel. Ante la arremetida de atentados de la organización vasca luego de que se rompiera la tregua el año anterior, Garzón aparece como un blanco indiscutido. Pilar Urbano se atreve a terminar su libro afirmando, sin pudor, que el juez terminará muerto de un tiro en la nuca en su despacho de la calle Génova de Madrid. Un final que da escalofríos.
–¿Este libro es un conjuro contra la muerte?
Urbano no contesta.
Garzón responde que cree que “ha llegado el momento de que se sepan ciertas cosas. No puedo pensar en la muerte ni en las amenazas. No podríahacer mi trabajo. Si el miedo me ganara en algún momento, tendría que renunciar”. Yayo, en cambio, contesta: “Es un momento peligroso. Por eso es tiempo de que se sepan todas estas cosas. Para que quede claro quiénes son responsables. Vivimos diariamente con la amenaza de un tiro o de una bomba para el juez. Por eso aparezco recién ahora. Pero ya he dicho mucho. No puedo decir más”. Y, qué duda cabe, es a ella a quien hay que creerle. Pero todo suena a desviar el blanco del tiro y a poner a Yayo como un frágil escudo viviente. Un blanco móvil y femenino. ¿Una mártir?
¿Será para eso para lo que le sirven sus mujeres a Garzón, el hombre que le mandó a decir a Menem que como juez del caso Argentina no podía ponerse al teléfono?
Un futuro prócer que empieza a derretirse. Por su piel y por sus huesos. Pero sobre todo, por su declarado –¿manipulado?– exceso de corazón. Yayo habita en él, Urbano lo desnudó y juntas hacen fuerza para que siga latiendo, a pesar de que la vida de una y de que la reputación de la otra se pongan en un juego que todavía nadie va ganando.