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Cosas
de hombres
por
Daniel Link
La historia de El
mandato como libro se remonta a 1982, cuando José Pablo Feinmann
(novelista, filósofo, guionista, periodista y opinólogo
de a ratos) publicó un cuento en Superhumor, cuya historia luego
creció hasta alcanzar las proporciones novelísticas actuales.
Por esos años, recuerda Feinmann entre toses y carrasperas
porque acaba de salir de una bronquitis, Norman Di Giovanni
incluyó el cuento en una antología. En ese momento Jorge
Lafforgue lo criticó porque le pareció sobrecargado de personajes.
Retomé el proyecto en 1996, con la idea de convertirlo ya en una
novela.
Ultimos días
del populismo
De esos años, cuando comenzaban a circular sus primeras ficciones
(Ultimos días de la víctima, 1979; Ni el tiro del final,
1982), Feinmann guarda algunos rencores. Hubo una serie de equívocos
que me perjudicaron, señala. Y cree que esos equívocos
se fundaron en su adhesión al Partido Justicialista (al que renunció
en 1985) y su rechazo a la marea alfonsinista que sedujo a buena parte
de los intelectuales a comienzos de la década del ochenta. Entonces
se me leyó mal y se me pusieron rótulos que perjudicaron
la lectura de mis libros: peronista, populista. Lo que yo hacía
se consideraba literatura de entretenimientos o de géneros. Y lo
curioso es que no escribí Ultimos días de la víctima
como una novela policial sino como una crítica de la criminalidad
fascista. De hecho la tapa original mostraba una Luger, la pistola alemana
durante la Segunda Guerra y no una Browning, señala con pericia
a la vez armamentística e ideológica. Estoy convencido
de que ésa es una novela que trabaja con los géneros, que
en algún sentido participa de la retórica de los géneros,
sin ser un producto `de género en sí misma,
razona ahora Feinmann. Y creo que esa lectura me perjudicó
porque hay un prejuicio muy grande contra los escritores de género.
Cuando Adolfo Aristarain decidió llevar esa novela al cine, recuerda
el autor, escuchó que en las reuniones de producción se
decía que esta película va a andar muy bien en los
barrios. Y él creía que había escrito una novela
filosófica, y no un mero pretexto para una película que
iba a andar muy bien en los barrios. Por otro lado, Feinmann
cree que nunca fue un escritor populista porque su acercamiento
al peronismo era la de un joven versado en filosofía (Hegel,
Marx, Sartre, enumera) que buscaba el sujeto revolucionario.
Y en los setenta, agrega, era inevitable pensar que
el sujeto revolucionario pasaba por el peronismo. Es cierto que me interesaba
y me interesa más incorporar categorías que
sirvieran para explicar fenómenos más bien ligados con la
cultura popular, la montonera, el interior, y no con la cultura alta.
Pero mi acercamiento a la cultura popular tenía un punto de partida
en la cultura alta.
¿No es precisamente ésa una imagen clásica del populismo?
En todo caso, el populismo es irracionalista y sentimental. Y yo
creo que siempre he tratado de inscribir mi obra dentro de un proyecto
racional. Ultimos días de la víctima es una novela sobre
la identidad, sobre la dictadura, sobre la represión. El mandato,
a su manera, también se propone discutir ciertas ideas. Siempre
he rechazado todas esas imágenes irracionalistas de América
latina, con el realismo mágico como centro, porque son imágenes
hechas para el consumo europeo. Me parece que esa visión de América
latina es falsa y sólo sirve para apoyar el punto de vista del
colonizador.
Es cierto que más allá de Feinmann, la literatura argentina
siempre fue refractaria a las mieles de lo real maravilloso. Eso
es porque la Revolución de Mayo fue una revolución de jacobinos.
Y luego la Generación del 37 que funda la literatura
argentina trató de integrarse a un sistema racional. Por
supuesto, en América latina hay muchos matices: Mariátegui
es un pensador marxista, García Márquez, un mago.
Feinmann les pone nombre y apellido a las quejas sobre la actitud de la
consideración de la crítica hacia sus libros. El entronizamiento
de Respiración artificial responde a una valoración de la
literatura que ensombreció aotros escritores, dice. Y reclama:
¿Por qué no hay una visión integral de mí?
¿Por qué no pesan todos mis escritos y se refiere
tanto a novelas como El ejército de ceniza (1986) o La astucia
de la razón (1990) como a ensayos como Filosofía y nación
(1982) o La sangre derramada (1998) cuando se trata de entender
a un escritor?
Continuación
de Sartre
En las conversaciones preliminares para arreglar esta entrevista antes,
durante y después de su bronquitis, Feinmann insistió
en la necesidad de organizar la charla a partir de su artículo
Sartre y la literatura, publicado como contratapa de Página/12
el pasado sábado 22 de abril. Un mandato semejante
no puede ignorarse a la hora de hablar de El mandato (y sus consecuencias
terribles para un grupo de personajes). En ese artículo (que terminaba
con la frase entre protocolar y pedagógica Volveremos sobre
estos temas), Feinmann reivindicaba la figura de Sartre y la filosofía
sartreana en contra de los pensadores franceses que lo destronaron del
lugar de privilegio que ocupó durante la primera mitad del siglo
XX. El posestructuralismo y el posmodernismo (pensamientos que adecuadamente
pueden calificarse como pos-revolucionarios) han llevado a un conformismo
exasperante, escribió Feinmann con una cierta cuota de arbitrariedad.
¿A qué viene, en todo caso, esa preocupación por
(y contra) el giro lingüístico en el pensamiento
filosófico de la segunda mitad del siglo XX? En este momento,
señala Feinmann, yo creo que pasa esto: se descentró
el sujeto pero el sujeto de la dominación continúa completamente
centrado. Y eso me irrita mucho. Porque en esta coyuntura la filosofía
pierde poder de contestación a esa presencia omnipresente. Me pregunto
cómo pensar un sujeto crítico que responda al poder absoluto
de la comunicación. Con la deconstrucción llegamos a la
incomprensión de la historia y a la imposibilidad de pensar una
teoría o filosofía de la rebelión. En este
momento de la charla las toses se multiplican y Feinmann decide caminar
de un extremo a otro de la sala de su casa, mientras piensa en voz alta
y mientras argumenta. Es inevitable preguntarle cómo piensa él
que sería una literatura de la rebelión. Y Feinmann se impacienta:
Yo no separo la literatura de la filosofía... El mandato
habla de una filosofía sometedora, que tanto en lo que se refiere
a la vida privada como a la vida pública, impide la rebelión.
Pero la novela no es tan programática como para pensar que forma
parte de una `teoría de la rebelión. Sería
un disparate teórico, como volver al Sartre del 44. Más
bien lo planteo como la actitud del intelectual. La literatura no transforma
la realidad, pero no puede ser indiferente a la realidad.
Se trata del lenguaje
Hay que recordarle a Feinmann el viejo apotegma de Lacan: en la persistencia
del significante (es decir en la repetición, en la insistencia)
está el sentido. Lo que desencadena una nueva protesta: ¿Ves?
Lo que plantea el giro lingüístico es una metafísica
del lenguaje. El giro lingüístico fortalece una interpretación
de la literatura cerrada en sí misma... la mera remisión
de un discurso a otro. Es más: la teoría de la deconstrucción
de Derrida termina en una apología del capitalismo de mercado.
Hay en la literatura de Feinmann una profunda voluntad de estilo. Y tal
vez su obsesión contra la filosofía posestructuralista tenga
que ver, en el fondo, con un profundo rechazo de los modelos experimentales
en la literatura. A veces leo esas declaraciones de Saer... Aunque
nunca me propuse escribir novelas experimentales, lo cierto es que yo
no sabría cómo seguir rompiendo los códigos del relato.
¿Qué es lo que hay que violentar? ¿Y hasta dónde?
Prefiero una densidad semántica y filosófica antes que una
densidad formal del texto. Y, sin embargo, no creo que mis novelas prescindan
completamente de ciertas aventuras formales. El mandatomuestra un trabajo
formal muy profundo. Una de las claves de la novela es la lectura de Frankenstein,
la película de 1931, que es también el mito de la genética
hoy. Me gusta mucho cómo quedó esa parte del libro. También
son audaces, creo, los juegos intertextuales con el folletín y
con la novela de Lugones. La escritura tiene un ritmo musical, comenta
Feinmann, que no en vano se enorgullece del piano que domina la sala de
su casa y que él toca con intenciones casi terapéuticas.
Le doy mucha importancia a la música. Leo en voz alta hasta
que siento haber alcanzado el efecto musical que persigo. Es curioso
que un oído tan atento a la musicalidad del lenguaje como el de
Feinmann nunca lo haya impulsado hacia los artificios sonoros de la poesía.
De todos modos, ese saber musical domina su concepción de la prosa:
Cuando hago hablar a mis personajes tengo antes cuidado musical
que un cuidado de registro.
Ahora bien, ese rechazo casi visceral de Feinmann del capitalismo de mercado,
¿no debería ser correlativo de un rechazo similar de la
forma novela (como género burgués, como género que
sostiene el aparato de la maquinaria cultural, el bestsellerismo, etc...)?
Feinmann se queda pensando. Ha tomado un té con miel y ya casi
ha dejado de toser. Pero, ¿por qué seguir situando
la novela en relación con la burguesía? No hay que atar
la novela a los destinos de una clase en particular. Y además en
este momento la burguesía ya casi no existe como clase... Ha declinado
sus privilegios en favor de los grupos empresariales y financieros...
La novela no necesariamente tiene que ser subsumida en el sistema de producción
capitalista. Y en todo caso, hay que recordar que en determinado momento
también la poesía iba en la cresta de la ola del mercado.
Claro que puestos a hablar de la potencia crítica de la novela,
es cierto que toda potencia crítica está por el suelo. Sin
embargo, El mandato tiene una cierta potencia crítica, creo, porque
habla de ese mandato paterno/patriótico que condena a la esterilidad.
Padre padrone
El argumento de El mandato es deliberadamente sencillo, porque se alimenta
de las tramas esquemáticas de los novelines de la década
del treinta. Los protagonistas son Leandro Graeff y su padre Pedro. Pedro
Páramo, Padre Padrone: las palabras y los nombres se agrupan rápidamente
alrededor de un haz de sentidos. En una de las más hermosas secuencias
de la película de los hermanos Taviani el protagonista está
aprendiendo la lengua del Estado, el italiano, que hasta entonces ha ignorado
por completo en favor del sardo, la lengua de su patria. Precisamente
por eso (porque no sabe bien el italiano pero sobre todo porque esa lengua
le es impuesta por un Estado que reprime las nacionalidades y el sustrato
afectivo del ejercicio lingüístico), el joven se equivoca
al armar una serie de palabras: bandera, banderita, banderola, bando,
bandido, recita. Y en la mera contigüidad de esas palabras puede
leerse el poder coactivo y represor del Estado. En El mandato también
está ese doble plano. La novela, cuenta Feinmann, tiene
dos carriles: uno histórico-social y otro más personal.
El fracaso en el nivel histórico es el fracaso de un mandato patriótico/paterno.
Los acontecimientos que gobiernan y trastornan la vida de la familia Graeff
tienen como trasfondo los últimos años de la década
del veinte y el comienzo de la Década Infame: el golpe de Uriburu
y el abandono de un ideal de Nación y de Estado. Leandro Graeff
es hijo único de Pedro, inmigrante alemán de primera generación
instalado en un pueblo de la provincia de Buenos Aires, El Ciervo Dorado,
del que se convierte prácticamente en su padrone, como Pedro Páramo
lo fue de Comala. En un viaje a Buenos Aires Pedro pronuncia con todas
las letras su mandato paterno: Leandro deberá entregarle un nieto,
que es lo que ese patriarca necesita para considerar su vida completa.
Otro hijo que cumpla con ese mandato reproductivo no tiene porque, dice
una y otra vez Pedro, el nacimiento de Leandro dejó infértil
a la madre, sumida en una especie de melancolía o de autismo musical.
Leandro se casa con Laura Espinosa. Parasu asombro y el fastidio de su
padre, Laura tarda en quedar embarazada. Análisis clínicos
de por medio, Laura descubre que ella es fértil. Es Leandro el
incapaz de procrear. Obsesionado por el mandato paterno, el joven decide
recurrir a uno de los empleados de su padre, Mario Bonomi, joven apuesto
de humilde condición que, a la sazón, se ha convertido en
protegido de Pedro y amigo de Leandro. El pacto que sella el joven estéril
es brutal y definitivo: Mario que tiene ya cuatro hijos con su esposa
deberá embarazar a Laura, deberá engendrar ese hijo que
el mandato paterno impone y que la impiadosa naturaleza impide.
La envidia del pene
Mario Bonomi no es un empleado cualquiera. El mandato se ocupa extensamente
de él y cuenta ciertos episodios escandalosos de una vida en algún
sentido ignorante de la moral. Empleado de la farmacia del pueblo -donde
precisamente Laura lo conoce, antes de casarse, acepta con pasividad
los requerimientos sexuales de la esposa del boticario, una mujer insaciable
y cruel que está envenenando lentamente a su marido (como en Pacto
de sangre de James Cain, otra de las películas en relación
con las cuales la trama de El mandato va creciendo). Mario es atractivo
la misma Laura sucumbe a sus encantos, Mario es trabajador,
potente, fuerte, fértil. Pero es sobre todo una característica
física lo que los opone y lo que siembra el odio y precipita los
trágicos acontecimientos que la novela anuncia desde la primera
página. Leandro echó una mirada al sexo de Mario.
Era algo que asiduamente había hecho en los vestuarios del Club
Atlético Rauch. Comparaba su pene con el de sus otros compañeros
y esa comparación solía menoscabarlo. Sólo algunos
tenían un pene más chico que el suyo; los otros, la mayoría,
lo superaban. Sabía, no obstante, que su pene era grueso, que se
dilataba en busca de una dimensión que amparaba su orgullo. Pero
hubiera preferido ésta era la verdad las dos cosas.
Que eran las que poseía Mario. Pudo verlo fugaz pero irrebatible
antes de que se arrojara a nadar. El pene de Mario Bonomi era más
largo y más grueso que el suyo; tal vez, incluso, fuera el más
largo y grueso de cuantos había visto allá, en el vestuario
del Rauch. Luego de esa visión dominada por el deseo y por
la envidia, Leandro y Mario se entregan a los placeres del homoerotismo
viril. Luego de una pulseada que, aparentemente, él gana, Leandro
se dijo: Él la tendrá más grande, pero la pulseada
la gané yo.
Esa organización de la trama alrededor de ciertas antinomias abstractas
fertilidad/infertilidad, potencia/impotencia aparece encarnada
en los personajes centrales de este drama pueblerino. José Pablo
Feinmann entrega en El mandato una profunda y escéptica reflexión
sobre la masculinidad y para hacerlo desnuda y desmonta los dispositivos
a partir de los cuales el fascismo masculino se construye. ¿Qué
cosa sería ser un hombre? Sobre todo, hoy, para nosotros, argentinos
más o menos aluvionales, más o menos entregados al convencimiento
de que la técnica ha modificado tan radicalmente nuestra masculinidad
que apenas si se pueden balbucear respuestas a la pregunta sobre el ser
varón. La operación más radical que plantea
El mandato tiene que ver precisamente con la deconstrucción -aunque
Feinmann odie la palabra de los mitos de la masculinidad. No sólo
en lo que se refiere al tamaño (que en la economía del relato
sí importa) sino, sobre todo, a la paternidad y al heroísmo
cívico-militar que es la contracara de este drama privado. La ideología
fascista que desencadena el golpe militar de 1930 contra Hipólito
Yrigoyen viejo putañero, dicen algunos personajes
y que sostiene el teniente Müller en la novela es exactamente la
misma según la cual se ordenan las pasiones masculinas de esta
tragedia y por eso El mandato alude a un doble registro de lectura. Si
la hombría se decide por el tamaño o la fertilidad o la
potencia sexual también puede decidirse por el valor a la hora
de empuñar un arma o de torcer los rumbos de la historia. Si El
mandato, como el mismo Feinmann se encarga de destacar, declara con escepticismo
y pesimismo cultural elfracaso y la imposibilidad (personal y público)
como única verdad histórica (el mandato de este país
es ser estéril, dice Feinmann) también es cierto que
denuncia el dispositivo que convierte a la masculinidad en fundamento
fascista de la vida de los hombres. La esterilidad, la traición
a la patria, la sumisión al mandato paterno/patriótico,
la misma senilidad en la que progresivamente va cayendo Pedro Graeff,
la rivalidad entre amigos que comparan sus cuerpos, la incapacidad para
comprender a las mujeres, el delirio amoroso y militar, todo pasa en El
mandato a través del análisis (narrativo) de esas unidades
que conforman la ideología de la masculinidad argentina.
En el Prólogo a la novela tiene prólogo
y epílogo porque el relato está planteado como una tragedia,
explica Feinmann se insinúa cuál es el papel del narrador:
llenar los huecos de la historia. Lo que El mandato viene a decir, sencilla,
limpia, lúcidamente, es que la imposibilidad, el fracaso y la esterilidad
políticos de la Argentina son la consecuencia del pensamiento fascista
que insiste en preguntar quién es el que la tiene más grande.
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