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Al fondo,
a la izquierda

Por Eric Hobsbawm

 

 

Ante todo, ¿sabría usted definir la izquierda del siglo XXI? ¿Aún existe; ha resurgido? ¿Cuáles deberían ser sus ideales?
–La izquierda existe porque todavía hay una diferencia entre la izquierda y la derecha. Los que niegan la existencia de esta división son, en general, gente de derecha. Ciertamente esta distinción ha cambiado en el transcurso de los siglos, pero lo que debemos preguntarnos hoy es si es inevitable una división entre izquierda y derecha y por tanto si esta distinción está destinada a continuar, con independencia del contenido que asuma de vez en cuando.
Es obviamente posible imaginar una política que no esté organizada en torno a estos dos polos, si bien está claro que en las democracias electivas está inscrita la existencia de alguna forma de distinción entre gobierno y oposición; es, por lo tanto, muy difícil eliminarla, por mucho que las diferencias programáticas puedan reducirse. Creo, por eso, que continuaremos teniendo una división política, y casi con toda certeza esa división continuará expresándose, en términos sociales o ideológicos, como una discriminación entre izquierda y derecha.
Es evidente, sin embargo, que el significado de la izquierda ha cambiado, sobre todo en los últimos decenios. Pero lo que hasta ahora no ha cambiado, por lo menos en los países desarrollados, es el mínimo común denominador ideológico que inspira las distintas manifestaciones de la izquierda. La base de este denominador común es, con distintos niveles, la referencia a una revolución: la inglesa, que se encuentra en las raíces de la norteamericana; la francesa; la rusa. La mayoría de la gente que se siente de izquierda de algún modo mira todavía hacia determinados aspectos de esa tradición y a las ideologías asociadas con ella. No es necesariamente así en amplias zonas del Tercer Mundo, pero en Occidente ese referente de unión es todavía válido. La derecha no comparte, en términos generales, la tradición revolucionaria, aunque la más moderna ya ha asumido una parte: el concepto de gobierno constitucional.
Por otro lado, es cierto que, especialmente durante la guerra fría, se llevó a cabo un intento de dividir una parte de esa tradición: la veta del liberalismo moderno, de la veta revolucionaria. Sobre todo con el argumento de que la deriva revolucionaria había conducido al comunismo y, por lo tanto, era incompatible con las libertades modernas. Francia es un ejemplo típico de este intento de romper la continuidad de la tradición de la izquierda, el sentimiento mismo de unión familiar que mantenía unida a la gauche. No obstante, no me parece que la intentona haya sido muy afortunada, sobre todo a partir de la desaparición de la Unión Soviética.
Este sentimiento garantiza, así, a la izquierda política un cierto nivel de consistencia ideológica permanente.
Esta unidad de intención se vio gradualmente erosionada por los cambios en la estructura de clase de las sociedades. La vieja clase dirigente aristocrática fue sustituida, o complementada, por la nueva clase dirigente burguesa que no se oponía a cierto grado de cambios radicales. Pero durante el siglo XX, y de forma cada vez más clara en su segunda mitad, cambian los caracteres del conservadurismo, que deja de ser simplemente el partido del orden o de la permanencia y asume aspectos nuevos.
Conviven con ellos los restos del conservadurismo reacios a cualquier innovación y, por supuesto, mucho más a las que procedían de la Revolución Francesa: la Iglesia Católica romana es el mejor ejemplo, aunque cada vez nos topemos menos con reaccionarios de la ralea de los del siglo XIX, gentes que hubiesen querido dar marcha atrás al reloj de la historia. Ni siquiera el papa Wojtyla –me parece– cree hoy que se pueda regresar al pasado. A partir especialmente de los años setenta de este siglo, aparecen elementos muy novedosos en el conservadurismo que se manifiesta favorable a cambios sociales radicales. El neoliberalismo, en economía y en política, es un fenómeno de fines de este siglo. Caracteriza a personalidades genuinamente de derecha, se miren como se miren, como Thatcher o Reagan, y que al mismo tiempo propugnan innovaciones radicales, combinándolas con convicciones más tradicionales de la derecha: patriotismo, elitismo, etc.
Pero los últimos veinte, treinta años, son extraordinariamente importantes, tal vez los más importantes, para las fortunas de la izquierda. Aparece una nueva veta, de hecho conservadora, porque desea mantener el statu quo cuando no dar directamente marcha atrás al reloj. Tome el caso de los Verdes: en su conjunto se les debe considerar políticamente como un movimiento de la izquierda. Y, sin embargo, no hay duda de que esta corriente trata de detener los cambios económicos y tecnológicos o, por lo menos, controlarlos. Es decir, es un movimiento que trata de imponer una pausa al progreso. Nos encontramos, así, en la izquierda con una curiosa combinación, evidente en Alemania, de progresismo tradicional y de fuerzas que creen en nuevas prioridades, de hecho no “progresistas” en el sentido literal del término. Así pues, la diferencia tradicional entre la derecha y la izquierda, un partido del orden y de la permanencia, otra partido del cambio y del progreso, ya no se puede utilizar conceptualmente.
Pero veamos cómo se ha desarrollado la izquierda socialista, progenitora de la que hoy gobierna en casi toda Europa.
–La segunda fase de la izquierda del siglo XIX se puede traducir en la sustitución de la categoría de masas por la de clase: la izquierda escogió la lucha de clases. Las capas pobres de la población, los trabajadores manuales, se organizaron en movimientos, en ocasiones aliados a la izquierda tradicional, pero cada vez más por su cuenta. Esta izquierda, que se formó en torno al movimiento obrero y a los partidos socialistas, es la que existe todavía hoy en muchos países europeos del siglo XX. Puede decirse que los objetivos de estos movimientos eran triples:
1. Aceptaban y hacían suyos los resultados conseguidos por la vieja izquierda liberal (gobiernos constitucionales, derechos civiles, derechos de ciudadanía).
2. Luchaban en el terreno político por la democracia, por la participación y el control de la política de las grandes masas populares. Se olvida con demasiada frecuencia que la democracia política es un objetivo que se consigue relativamente tarde en muchos países, y en cualquier caso nunca antes de finales del siglo XIX, como también se olvida que el nuevo movimiento obrero fue, con frecuencia, la mayor fuerza del proceso de democratización. La única plataforma sobre la que los partidos socialdemócratas organizaron una huelga general fue el derecho al voto. En Estados Unidos la situación era un poco distinta, porque la democracia había llegado antes y la izquierda no desarrolló nunca un movimiento independiente de la clase obrera al modo europeo.
3. Luchaban por el derecho de todos a ganar lo suficiente para vivir, por la prosperidad económica y los derechos sociales.
La petición combinada de derechos civiles y sociales caracterizó esta fase específica de la izquierda, que sostuvieron fundamentalmente los movimientos de la clase obrera. Este paso no rompió necesariamente la unidad de la izquierda. En algunos países, tal unidad, que iba desde el centro moderado y liberal del campo político hasta la extrema izquierda siguió siendo un continuum.
En los Estados Unidos esa nueva tendencia de la izquierda continúa existiendo en el seno del partido demócrata y en Gran Bretaña mantuvo una alianza con el partido liberal por lo menos hasta el fin de la primera guerra mundial. La Revolución Rusa vino a romper esta unidad tradicional, porque dividió a la izquierda en dos ramas.
¿Qué es lo que le ha ocurrido desde entonces a esta segunda izquierda, todavía unida hasta la toma del Palacio de Invierno?
–Hasta cierto punto, esa izquierda consiguió los objetivos por los que había considerado que valía la pena luchar: democracia y sufragio universal, aunque se consiguieron más lentamente para las mujeres que para los hombres; consiguió, asimismo, los derechos de protección social, incluso con rapidez y en magnitudes sorprendentes. Recuerde que las reivindicaciones fundamentales que los movimientos obreros de 1890 hacían el Primero de Mayo eran la jornada laboral de ocho horas y la democracia. La jornada de ocho horas se consiguió en la mayor parte de Europa después de la Primera Guerra Mundial. Y, sobre todo, después de la Segunda, las condiciones materiales de la clase obrera habían mejorado tanto que ya no guardaban relación con el pasado. En 1890 las estrofas de la Internacional tenían todavía un sentido literal, mientras que a partir de 1960 ya no era posible entonar ese himno creyendo verdaderamente en lo que se cantaba. Y esto supone cierta diferencia. Quiero decir que el éxito mismo de la izquierda terminó debilitando gravemente su programa.
En el seno de esta segunda fase histórica de la izquierda anidaba, naturalmente, el proyecto socialista, fundamental para los movimientos de la clase obrera y del pueblo que se le sumaba. Este proyecto pensaba en un cambio radical, en el fin del capitalismo y en su sustitución por algo que había de ser totalmente distinto.
Hoy quizá se pueda decir, echando la vista atrás, que era un proyecto utópico o, en todo caso, no mucho más que un eslogan de agitación, porque hasta la Revolución Rusa ni siquiera la izquierda socialista había pensado nunca qué iba a hacer en el caso de conseguir la victoria. No había ni un debate formal sobre lo que había de ser una economía socializada. En términos generales se pensaba que esa economía podía ser dirigida desde el Estado pero sobre la base de un modelo proporcionado por el capitalismo de aquella época, en el que determinadas organizaciones públicas dirigían una gran variedad de actividades económicas. La teoría socialista era, en síntesis, una crítica de la realidad capitalista, pero no un verdadero proyecto volcado a la construcción de un tipo de sociedad diferente.
Y creo que esto vale también para los marxistas. Cuando, tras la Primera Guerra Mundial, se hizo necesario debatir por primera ver sobre la economía de las nacionalizaciones –en 1919-1920 en Alemania y Austria, humilladas por la derrota– los expertos burgueses se dieron cuenta de que los socialistas no tenían ni idea de cómo proceder. El único modelo de que disponían los socialistas era el propio de la economía de guerra, que desde luego imitaron los bolcheviques.
Así pues, durante la guerra y después de ella, el movimiento socialista se escindió en un ala socialdemócrata, que se convirtió en un partido defensor de reformas realizadas por el Estado, y en un ala revolucionaria, comunista. Los moderados mantuvieron los viejos objetivos de la izquierda y consiguieron un buena parte de ellos, especialmente en Escandinavia. Y después, en el período comprendido entre 1945 y mediados de los años setenta, consiguieron todo aquello que nunca creyeron que iban a poder obtener con la creación y el triunfo del estado del bienestar.
Estos movimientos no se dedicaron de forma especial, tal vez ni siquiera se dedicaron en absoluto, a luchar para cambiar las estructuras de la sociedad de un modo permanente, a pesar de que muchos socialdemócratas, como los líderes del laborismo inglés en 1945, esperaban que algún día surgiera una sociedad distinta y socialista. Aceptaron, eso sí, cierto grado de intervención pública en la economía, tanto desde el punto de vista de la propiedad como de la gestión de los medios de producción, pero éste no era, en sí mismo, un proyecto socialista. No olvidemos que Keynes fue, y lo siguió siendo durante toda su vida, un liberal, y que concibió la intervención pública como una política empírica y pragmática. Escurioso que haya sido precisamente Lenin quien reconociera que nacionalizar una industria no es en sí un proyecto revolucionario. Muchos países nacionalizaron los ferrocarriles o las compañías de electricidad, pero no eran socialistas ni aspiraban a serlo.
El ala socialdemócrata de la izquierda política mantuvo pues su contacto con la idea de una sociedad postcapitalista a través de la convicción genérica de que propiedad y gestión pública podrían convertirse, con el tiempo, en algo mejor y nuevo.
Los únicos que verdaderamente afirmaron que querían construir una sociedad socialista fueron los bolcheviques. Y aquí hay que decir que el fracaso clamoroso de su proyecto estaba cantado, sobre todo a partir de los años sesenta y ciertamente de los setenta. Del mismo modo que se vio claramente que el sistema era incapaz de reformarse, de renacer de las ruinas de su propio fracaso.
Este fracaso debilitó el ala socialdemócrata de la izquierda del mismo modo que los cambios sobrevenidos en la economía mundial durante los años setenta, desde el fin de la edad de oro socialdemócrata, debilitaron el ala revolucionaria. El golpe de gracia lo asestó la difusión de doctrinas económicas que comenzaron a criticar la endeblez de la economía cooperativa de los años 1950-1960, basándose, incluso, en que ya no era un modelo de éxito. El crecimiento de la economía global asestó golpes aún más contundentes a las bases mismas sobre las que descansaba el proyecto de la izquierda socialdemócrata, es decir, su capacidad de defender, en el interior de los confines nacionales, su bloque social por medio de la redistribución de los ingresos, la gestión de los impuestos y una política macroeconómica favorable al empleo.
La combinación de estas dos debilidades determinó la crisis intelectual de la izquierda en la que aún nos hallamos sumidos. Porque no se trata solamente de la crisis de la izquierda revolucionaria, sino también de la crisis de la izquierda socialdemócrata.
¿Crisis intelectual? Así pues, ¿es éste el problema de la izquierda? ¿Una crisis de conciencia?
–Sí, creo que este aspecto es mucho más importante que los cambios experimentados en la naturaleza de la producción, más importante que el declive de la industrialización, que el desarrollo de la industria de tecnología de punta, etc. Porque la clase obrera, base de esta izquierda, no empezó a declinar realmente por lo menos hasta los años setenta. Tal vez en los Estados Unidos la disminución real del número de obreros empezó antes, en los años sesenta, pero en otras partes del mundo occidental el período comprendido entre 1945 y mediados de los años setenta se caracterizó por un crecimiento económico tan fuerte que, a despecho de las innovaciones tecnológicas, el número de trabajadores y su porcentaje sobre la población total creció o se mantuvo estable. En Gran Bretaña, y quizás en Bélgica, los obreros eran, incluso, la mayoría de la población. Por lo tanto, en los primeros años setenta no existía ninguna razón estructural por la que la izquierda no hubiera de mantenerse tan fuerte como antes en cuanto a base social se refiere.
Y sin embargo, esta izquierda sufrió una grave crisis. Yo lo atribuyo al hecho de que sus objetivos ya habían sido alcanzados, que las condiciones de los trabajadores habían mejorado decididamente; y que, en consecuencia, la izquierda no tenía ya un programa adecuado. Ni siquiera el de construir una sociedad distinta, porque ya no existían modelos de una sociedad semejante. Ni el de reformar las sociedades existentes, visto que el ala socialdemócrata tan sólo podía proponer la conservación de todo lo que ya se había conseguido. Y así terminó también la segunda izquierda.
¿Hay una tercera izquierda?
–Hay una nueva izquierda a partir de los años sesenta. El problema es que no cuenta ya con el respaldo del sólido bloque social que fue el pilar de la izquierda social y obrera. Ni tampoco sus fuertes bases electorales. Ni siquiera tiene ya un proyecto único. Existe un buen número demovimientos que se consideran vinculados a la izquierda pero que tienden a ser single-issue, es decir, que se concentran en una única cuestión. El movimiento de las mujeres es el más importante, porque en teoría dispone de una base amplísima. Pero su programa es muy limitado, incluso desde el punto de vista de las mujeres mismas. Los ecologistas son otro ejemplo. Estos movimientos pertenecen a lo que hemos llamado el continuum de la izquierda, porque por ejemplo los Verdes, incluso allí donde no han desarrollado auténticos partidos políticos propios, si algún vínculo tienen es con la izquierda, con los demócratas en los Estados Unidos y con los laboristas en Inglaterra. Y allí donde, por el contrario, se han desarrollado como fuerzas políticas, es mucho más probable que sean aliados de los socialdemócratas que de la derecha. Pero esta tercera izquierda no es políticamente muy importante y se ha hecho notar más que nada por la crisis de la izquierda política tradicional.
Existe otro aspecto del declive de la izquierda: el descrédito de la política como instrumento fiable para la transformación de las sociedades. Allí donde miremos, sea en Norteamérica o en Europa, vemos masas cada vez más apáticas por lo que respecta a su actitud ante la política –entendida como participación activa, pero también como simple concurrencia a las urnas electorales– y mucho más interesadas en su billetera, en las vacaciones, en su jardín. La izquierda, en cambio, se encarna en la experiencia colectiva de la política, aborrece el individualismo.
–Existe algo todavía más profundo que ha debilitado gravemente a la izquierda. ¿Cómo lo definiría? Económicamente, la sociedad de consumo. Intelectualmente, es la identificación de la libertad con la opción individual, sin miramientos por sus consecuencias sociales. Desde este punto de vista, se ha producido una ruptura en el universo tradicional común de la izquierda. Hubo un tiempo en que se creía que combatir por la libertad individual no era incompatible con la lucha por la emancipación colectiva. A fines del siglo XX está muy claro que esas dos exigencias han entrado en conflicto. La privatización condiciona ahora incluso el sentido común de la gente, y esto golpea duramente a la izquierda, que lucha por objetivos colectivos, que persigue la justicia social.
Es un problema grave y generalizado; porque lo que permitía a la izquierda actuar de forma colectiva es lo mismo que hacía posible una política democrática tout court. La política democrática existe porque aún es posible organizar a la gente y hacer que actúe colectivamente, y existirá mientras se consiga hacerlo. Y, sin embargo, cada vez es más difícil para cualquier movimiento político movilizar a la gente, no sólo para los partidos socialistas.
Pero asistimos también a una corrupción específica de los valores de la izquierda, un fenómeno generado por los egoísmos privados. Recientemente, en Inglaterra, hemos tenido algún ejemplo de eso, con la desintegración gradual del movimiento cooperativo. Fíjese en lo que está sucediendo en ese país con las building societies; eran sociedades cooperativas de ahorro, nacidas cuando los trabajadores pobres no podían ahorrar bastante como individuos y tuvieron que organizarse colectivamente. Los beneficios fueron enormes, tanto que estas estructuras han adquirido una gran importancia económica. Pues bien, lo que hoy está sucediendo es que estas sociedades, una a una, van pasando a ser de cooperativas a empresas privadas normales, propiedad de accionistas que reciben dividendos. Y la única razón por la que los socios de las cooperativas aceptan lo que está sucediendo y votan por su transformación en bancos o en sociedades anónimas, es la cantidad de dinero que reciben a cambio de la venta de sus participaciones. Ni los gerentes de estas cooperativas, ni la lógica misma, están a favor de esa conversión. No hay ninguna duda: los beneficios para los socios serían mucho mayores si estas sociedades siguieran funcionando como cooperativas. La gente da algo que tiene un gran valor social por una ganancia inmediata y a corto plazo. Este es un peligro muy serio. Cada vez se hace más difícil interesar a la gente en objetivos colectivos. Mientras son muy pobres, responden todavía a estos llamamientos, porque no pueden conseguir nada si no es colectivamente, pero si superan el umbral de la necesidad piensan que pueden obtener más persiguiendo exclusivamente su propio interés.
Ello no obstante, quedan en pie dos grandes reivindicaciones de la tradición de izquierdas. De la tríada que se remonta a la Revolución Francesa –libertad, igualdad, fraternidad– la fraternidad ya no tiene eficacia, pero aún siguen estando ahí la libertad y la igualdad.
Sabemos lo que quiere decir libertad. La igualdad, en términos prácticos, viene a significar hoy en día servicios sociales y redistribución a cargo de los gobiernos. Todo lo que el mercado libre no puede garantizar. Hasta los conservadores herederos de la Thatcher, que más que ninguna de las derechas habidas se empeñó en conseguir cambios sociales radicales en la dirección del mercado libre, se están retirando ahora de ese credo, reconociendo por ejemplo que sanidad, educación y una previsión básica para la vejez son tareas principales del Estado y de la acción pública.
Le esbozaré, si me lo permite, un cuarto y último escenario para la izquierda moderna, y usted me dice qué opina. La derecha y la izquierda se han hecho indistinguibles. La única forma de trazar líneas divisorias para la política del siglo XXI es distinguir entre progresistas y conservadores. Los primeros promueven la competencia como medio moderno para afirmar el talento individual en condiciones de igualdad de acceso a la escena social. Los segundos quieren mantener el statu quo de los grandes grupos empresariales y de los privilegios, incluidos los de las aristocracias obreras y sus sindicatos. Los primeros apelan a los jóvenes; los segundos, a los viejos y a los jubilados.
–Hay verdad en lo que dice. Una gran parte de la izquierda se ha convertido, ciertamente, en un elemento que trata de conservar lo bueno del pasado, o por lo menos trata de salvaguardarlo de futuros cambios o erosiones. Por otra parte no se puede identificar a la derecha siempre y en todo con el apoyo a una economía competitiva y sin controles. En su descripción, sin embargo, usted ha valorado muy poco otros elementos que desordenan el juego. Por ejemplo, el problema del nacionalismo y del patriotismo, que ya no se dan exclusivamente en una parte o en la otra. En cambio, estoy en completo desacuerdo con usted sobre la cuestión jóvenes-viejos. Es cierto que es más fácil movilizar a los viejos en el terreno del conservacionalismo social, pero creo que ninguna política tiene un gran efecto sobre los jóvenes.
La despolitización de los jóvenes es uno de los problemas más característicos y complicados de esta fase. No está claro qué papel desempeñarán los jóvenes en la política del siglo venidero. Mi opinión es que serán muy importantes en pequeños grupos de vanguardia, de un tipo o de otro, pero no serán necesariamente la fuerza motriz de los cambios sociales y mucho menos en los electorales. Quien más contará, desde el punto de vista electoral, serán las familias de clase media en edad de trabajar.
No hay un solo ejemplo de movimiento socialista que tenga una verdadera organización juvenil. Y fíjese que ni siquiera en el pasado fue así. El sostén de los partidos comunistas y socialdemócratas no está compuesto por jóvenes, sino por familias en edad de trabajar. He aquí por qué, frente al declive de esta estructura social, yo tengo tantas dudas sobre el futuro de la política, no sólo de la de izquierda, sino de cualquiera. Si a los jóvenes se les puede movilizar par alguna cosa, es por cuestiones concretas: estilos de vida, medio ambiente, aspectos emancipatorios, como los derechos de los gay o las drogas. Causas que sólo están vinculadas marginalmente a la política.