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Jean Paul Sartre

Luche y vuelve

por Eduardo Grüner

A nadie le está permitido decir estas sencillas
palabras: yo soy yo. Sólo los más libres pueden
decir: yo existo. Y eso ya es demasiado.
Jean Paul Sartre

La de Sartre es una obra literalmente monstruosa. No se trata simplemente de su extensión, ni solamente de su proliferación genérica (tratados filosóficos, ensayos literarios, obras de teatro, novelas, cuentos, guiones de cine, crítica estética, periodismo político). Se trata más bien de la inabarcabilidad aplastante de ideas que contiene y del enorme peso de su influencia –aunque hoy, sintomáticamente, parezca no notarse–. Tomemos, como ejemplo, el San Genet, comediante y mártir: pensada originalmente como prólogo a las Obras Completas de Jean Genet, terminó casi sobrepasando el volumen total de páginas de dichas obras completas, con el efecto de que ellas son hoy impensables sin el, digamos, suplemento de lectura que les proporciona ese libro; así sucede con ciertos objetos de la cultura: nos llegan tan “cargados” de lecturas posteriores que ya no podemos separarlas ingenuamente de esa masa de lecturas y escrituras superpuestas que conforman un gigantesco palimpsesto.

Del mismo modo que no podemos, hoy, leer el Edipo Rey de Sófocles sin pensar en Freud, no podemos leer a Genet sin invocar a Sartre.
Se trata, entonces, de que aquella extensión y este hecho son el testimonio de un exceso: si se quiere, de una generosidad “absurda” en el desborde de palabras, de conceptos, de ideas; de una suerte de potlatch antieconómico y desmesurado, que no calcula la relación entre medios y fines, que no se subordina a racionalidad instrumental alguna. Más bien se deja llevar, por momentos arrastrar, por ese propio desborde que rompe todos los “sensatos” cauces de la escritura. Es un exceso de amor, de pasión loca por la palabra y por el objeto de estudio: es, como diría Georges Bataille, la demostración de una experiencia interior que se derrama sobre el mundo (y sobre nosotros): desbocada, incontenible, tormentosa, auténticamente sublime en el sentido kantiano de que es demasiado grande para poder ser comprendida de manera acabada y completa.
Desde luego, es una forma del exceso a la que Sartre nos tiene acostumbrados: piénsese en los tres inacabados volúmenes de El Idiota de la Familia, su “opera magna” sobre Flaubert: dos mil páginas que ni siquiera llegan a Madame Bovary y que provocaron la envidiosa descalificación de Vargas Llosa, para quien se trata de “un gran fracaso” (pero, con un fracaso así, ¿quién necesita éxitos como los de Vargas Llosa?). O piénsese en los dos gruesos volúmenes, igualmente inconclusos, de la Crítica de la Razón Dialéctica que, con toda su “inconclusión”, debería .-si la industria cultural y la congénita miopía de la izquierda no fueran lo que son-. haber transformado radicalmente nuestras concepciones sobre el marxismo, el existencialismo, la filosofía de la historia, la antropología y la psicología de las masas. En efecto: aunque escrito en un estilo descuidado y farragoso para los standards de Sartre, ¡cuánta ociosa discusión con la vulgata postmoderna a propósito de la “totalidad”, la crisis de las “identidades colectivas” o la “dispersión de la subjetividad” nos ahorraríamos de prestarle más atención a ese texto! O piénsese en la también interrumpida El Ser y la Nada, un pretendido “tratado de ontología fenomenológica” que desborda literatura por los cuatro costados (recuérdese el famoso capítulo sobre la Mirada, o la sección sobre la Mala Fe: allí está todo el poder ficcional del dramaturgo-novelista.cuentista Sartre al servicio de hacer palpables, táctiles, los conceptos más aparentemente abstractos). Tal vez este sea, después de todo, el secreto del “exceso” sartreano: una especie de demasía literaria, un plus de estilo y de escritura que desconcierta .-que literalmente “extravía”-. a los profesores y catedráticos de academia, que quisieran tranquilizarse acorralándolo en las grillas estabilizadas de los géneros, de las pertenencias (y las pertinencias) que Sartre, obstinadamente, rechaza -.y quizá no siempre por pura convicción o por obedecer a un plan: sino porque, como todo intelectual honesto, también él se deja arrastrar por el vértigo de su propia palabra-.. Por ejemplo: es sabido que a Sartre siempre se lo ha acusado de hacer -.cuando abandona la filosofía “pura” por el teatro, la novela o el cuento-. “literatura de tesis”. No deja de ser, de todos modos, un prejuicio irrisorio: incluso el panfleto es un género legítimo, con reglas propias y precisas, al que puede aplicarse rigurosos criterios de calidad, y que no tendría por qué ser en sí mismo menospreciado (por citar distintas especies de ese género múltiple y diverso: ¿descalificaríamos El acorazado Potemkin de Eisenstein, el Guernica de Picasso, el Irresistible Ascenso de Arturo Ui de Brecht, por el sólo hecho de sus obvias intenciones “políticas”? Pero, en el caso de Sartre ni siquiera es un prejuicio verosímil. Por supuesto que Las manos sucias o La náusea son obras “de tesis”. Pero Maurice Blanchot (es decir, no precisamente un autor panfletario) ha explicado por qué entre los profesores de filosofía esas obras gozan de mala reputación: es justamente porque las tesis están demasiado encarnadas en personajes sufrientes y extraordinariamente vivos, en objetos -.digamos, las raíces de un castaño. que se nos dan a ver, a oler, a tocar. A su vez, como “filósofo”, Sartre subordina las tesis a las hipótesis: arriesga, explora, no se impide el encuentro inesperado, sorpresivo, incluso atemorizador, con lo que no buscaba. En suma: es poco aprovechable, poco “aplicable”: no es, estrictamente hablando, enseñable, porque la experiencia “interior” de su lectura no podría ser organizada por ninguna estrategia pedagógica, por más astuta que sea. Literatura, entonces, sin duda: pero esa mixtura teorético-ficcional tributa a una moral de la escritura bien distinta que la del “deconstruccionismo” actualmente al uso –por no decir al consumo– universitario; si el universo sartreano sólo es pensable en las palabras, hay, cómo no, un “fuera del texto” (se lo puede llamar existencia, si se desea, a condición de entender ese término también etimológicamente: como ek-sistencia, un estar “fuera de sí”) que pulsa y tensiona, “pulsiona”, la insuficiencia del verbo, su necesidad absoluta y sin embargo siempre por detrás, él también, de una vertiginosa experiencia vivida.

¡Revolución, revolución!
Los hombres hacen su propia Historia, pero en condiciones que han heredado: Sartre apela con frecuencia a esa célebre idea de Marx. Lo hace, sin duda, porque es un marxista: hasta el final siguió sosteniendo que .mientras existan la alienación, la explotación y la barbarie capitalistas. el marxismo será el horizonte insuperable de nuestro tiempo (pero, nótese: dice “horizonte”; y ya sabemos lo que eso significa, en la pluma de Sartre). Sin embargo, también casi al final de su vida, interrogado por Michel Contat, no vacila en su decisión: si tuviera que aceptar una etiqueta (algo que, evidentemente, odiaba), preferiría la de existencialista antes que la de marxista. No es una etiqueta prestigiosa en estos días, y ya no lo era en 1975, fecha de la entrevista, después de que los vientos estructuralistas arrasaran con todo lo anterior, y cuando ya asomaban los “nuevos filósofos” y las nuevas modas post. ¿Por qué Sartre se aferra a ella? Porque le resulta más necesaria que nunca, justamente, para combatir el enfriamiento del marxismo, su achatamiento bajo el peso de las “estructuras”, su aburguesamiento academicista, su distanciamiento del “barro y la sangre” de la Historia, su olvido de losingular.concreto del Hombre (de cada hombre y mujer): en suma, porque no se rinde, y quiere devolverle al marxismo su “calentura”, su anclaje en cada esquina y en cada pedazo de tierra, su iracundia y su rabia, su “compromiso” con los condenados de la tierra. Por eso, al final, incluso si lo hace con un dejo de ironía melancólica, elige volver al principio, a los principios. Porque aunque los hombres se vean obligados a hacer su Historia en forma condicionada y condicional, él quiere seguir reservando para cada uno de ellos y para sí mismo la facultad supremamente humana de elegir qué van a hacer con eso que han hecho de ellos.
El marxismo de Sartre debe ser examinado muy de cerca: alejado de todo determinismo, visceralmente antiestalinista a pesar de su efímero “compañerismo de ruta” con el Partido Comunista Francés, implacablemente crítico con las pretensiones engelsianas de una “dialéctica de la naturaleza”, centrado en la Historia y las humanidades y despreocupado de su estatuto “científico”, es un marxismo “libertario”, a veces quizá excesivamente voluntarista, y que apuesta –aún sin desdeñar el realismo de los condicionamientos– a la libertad de elección.
El empeño obcecado en el concepto de elección lo enemistó, previsiblemente, con los psicoanalistas. O, al menos, hizo que ellos desconfiaran del tufillo “conciencialista” y voluntarista de ese concepto: ¿no hay allí un olvido apresurado, y aún irresponsable, de las determinaciones del Inconsciente, de las fuerzas impersonales de las tópicas freudianas, que deciden casi desde el vamos el destino del sujeto? Tal vez ellos tengan razón: cierta ambivalente impaciencia de Sartre con el psicoanálisis (pero no con Freud: véase el estupendo, incluso amoroso guión cinematográfico que le dedicó, y que fue destrozado sin compasión por John Huston) posiblemente le haya restado una mayor sofisticación a sus análisis psicológicos. Pero, quién sabe: ¿y si fuera todo un malentendido? Para empezar, aún cuando se tratara de un “error” de Sartre, ¡qué manera de equivocarse! Su preciado enemigo, Raymond Aron, fue capaz de decir, en su entierro: “Aún cuando pensemos que erró en todo lo que dijo, acertó siempre en aquello de lo que había que hablar”. Y es así: empujar a los hombres a preguntarse por su derecho a elegir, a elegirse, a conquistar la máxima cuota posible de libertad, en una época en que esa libertad y esa posibilidad de elección les ha sido expropiada por un sistema que los “serializa” y les secuestra su deseo de todas las maneras posibles al mismo tiempo que los soborna con falsas promesas de independencia y disfrute infinitos, hacer eso es indudablemente acertar. De allí sus críticas virulentas, a veces de una ferocidad que podría pensarse desequilibradamente unilateral –es un aspecto de sus opiniones que hoy resulta extremadamente irritativo a nuestros oídos “políticamente correctos”–, a una “democracia” que se le aparece como de un monumental cinismo: un sistema hecho a la medida de las “buenas conciencias” de una pequeña burguesía hipócrita que esconde su pusilanimidad política e ideológica detrás de la sumisión sin cuestionamientos a los límites de la formalidad democrática, donde “elegir” es, sencillamente, consentir cada dos, cuatro o seis años en volver a legitimar lo existente, “serializando” la conciencia en el uno-por-uno del cuarto oscuro: en el aislamiento completo de las masas, de ese “pueblo” que invocarán ceremonialmente para mejor desentenderse o abusarse de él.
Por otra parte -.para retomar sus desencuentros con el psicoanálisis, que a nuestro juicio van más allá de una restringida adscripción filosófica a la fenomenología de la “conciencia”-., lo que a Sartre le importa, lo que lo apasiona, es el proceso contradictorio, muchas veces “desgarrado”, siempre singular e irreductible, de la experiencia vivida (sean cuales fueren sus causas “inconscientes”) por cada uno frente a los otros. Aún, y especialmente, si los otros son “el infierno”, como dice Garcin, el protagonista de su obra A puertas cerradas: Sartre nunca sedesdijo de ese exabrupto pesimista; pero supo, con una lucidez implacable, darle una de sus expresiones principales en la tragedia colectiva de la política del siglo XX: en los cruces de la lucha de clases con el combate anticolonial. Es decir: en las únicas formas dignas y auténticas de verdadera política en un siglo que ha hecho de la “política” (de lo que define lo propiamente humano del Hombre, como quería Aristóteles) el coto de caza de los mezquinos negocios de esos que Sartre llamaba los salopards: los canallitas de una clase dominante palurda, bestial y miserable, cuya única razón de ser es la de cobrarse su cotidiana libra de carne en los cuerpos y las almas de los oprimidos, disfrazándose de tribunos de la democracia y las instituciones, mientras cuentan sus monedas ensangrentadas en la penumbra sórdida de sus oficinas bancarias. ¿Cómo esos “otros” no van a ser el infierno? ¿Cómo desentenderse de la experiencia vivida por cada uno de los que componen la masa de hombres a las que no sólo se les expropia su trabajo, su Historia, sino su mismo ser en el mundo, que (como dice Sartre en el San Genet) se hace equivaler a un tener, sacrificando generaciones tras generaciones en el altar de la sagrada propiedad?

Cantaban las furiosas bestias
Se podrá decir que el Sartre rabiosamente “anticolonialista” –y, por momentos, rabiosamente antieuropeo– es, de todos los Sartres posibles, el que más ha envejecido en esta era de la “globalización”, en la que la noción misma de un “Tercer Mundo” es una palabra vacía. Nada más falso: nuestra historia más reciente lo ha vuelto a su juventud; el Golfo, Rwanda, Kosovo, Chechenia, Timor Oriental son –en este páramo que los medios gustan llamar el “fin de milenio”– la sanción renovada para esa rabia sartreana. Es cierto: ya no existen el colonialismo y el imperialismo en su forma clásica; pero lo que lo ha sustituido –llámeselo “neo” o “post” colonialismo– es, en cierto modo, algo peor: como lo ha señalado agudamente Jameson, el capitalismo totalmente mundializado ha iniciado su fase de auto-colonización, la fase más cruel, ya que reviste de la coartada de operación humanitaria la liquidación de sus ruinas inútiles, de los escombros de su expansión que ahora son obstáculos para la eficaz mercantilización de su propio espacio global.
Esa misma palabra, “humanitaria”, es una perversión inédita en la historia de lo que define a la humanidad misma como tal: su lenguaje. Sartre hubiera tenido volúmenes enteros que escribir sobre esta perversión. Y no se hubiera privado de señalar (justamente por ser europeo) el vacío definitivo que esa perversión supone, al menos para los que todavía guardaban al respecto alguna esperanza: el vacío en el centro de un gran volumen –así lo hubiera dicho Merleau-Ponty, ese “otro” de Sartre–. Ese volumen se llama América latina, y el vacío que viene conformándose desde hace tiempo en el centro de su cultura es el que ha certificado la desaparición de la “civilización” europea como referencia del pensamiento “progresista” latinoamericano, y muy particularmente el argentino: aquí, en efecto, esa referencia constituyó una suerte de imaginario bastión de la Razón y el pensamiento crítico frente al atropello, la barbarie y ¿por qué no decirlo? el mal gusto de ese otro imperio de Disneylandia y la Coca Cola que no dudó en llamarnos su “patio trasero”.
Sartre supo verlo muy pronto, ya desde fines de la década del 50, gracias a ser europeo, a ser francés, a verse obligado a decidir, de una vez por todas, en el caso Argelia. Es cierto que –incluso con mayor complejidad filosófica, posiblemente– ya lo habían hecho Adorno y Horkheimer en su recusación de la “racionalidad instrumental” europea, ligada a los mitos de la Ilustración; pero ellos pasaron por alto casi toda referencia explícita a la cuestión colonial, o bien no laconsideraron con la urgencia crítica que requería. Para un francés engagé como Sartre, y dado su carácter, no hay tiempo para sutilezas: se trata de tomar partido, y el gesto inmediato es el de absolutizar al enemigo, identificándose masivamente con la víctima: Europa está perdida, definitivamente podrida. Pero esa “absolutización” es, también, una cuestión filosófica: la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo, y el lugar –infernal– de ese Otro que nunca termina de ser aceptado como presencia inevitable. El apoyo sin reservas a Cuba (sin reservas, pero sin falsas concesiones: en 1968 no vaciló en firmar un difundido manifiesto de protesta por el caso Padilla; pero, otra vez, en los inicios de la Revolución había que ser claro y directo) o la presidencia del Tribunal Russell contra los crímenes de Vietnam son gestos en la misma dirección.
Para él se trataba, de una vez por todas, de hacer el strip-tease de ese gran relato civilizatorio que, justamente, hoy sabemos que no es tal (“grandes relatos” son los que necesitamos, no los que tenemos: su recusación es otra de esas manías postmodernas de criticar lo inexistente), sino que es una pequeña y mezquina historia amputada de su “parte maldita”, que es precisamente la que la ha hecho funcionar, engordar. La expresión “strip-tease” la usa Sartre en su famoso “Prólogo” a Los condenados de la tierra de Frantz Fanon, proponiéndola como necesaria operación de desnudamiento de los disfraces sublimados con los que la Razón “humanista” occidental ha ocultado su voluntad de poder, su violencia predatoria y depredadora. El “elogio de la violencia de abajo” que se ha querido ver en ese texto no es sino una vuelta de tuerca sobre la ya mencionada dialéctica del amo y del esclavo, como lo es la afirmación escandalosa, en Reflexiones sobre la cuestión judía, de que es estrictamente imposible no ser racista; la retorsión dialéctica es, por cierto, una clave de lectura insoslayable de cualquier texto sartreano: no se puede pensar en entenderlo linealmente, sin incorporar a cada frase la tensión con el contrario-complementario.
El “elogio” de la violencia emancipadora por parte de los oprimidos no es abstracta (no es un irresponsable llamado a cualquier violencia caótica e inorgánica) ni es incondicional (puesto que es también una lamentación de aquello a lo cual los oprimidos han sido forzados a llegar); pero al mismo tiempo no se deja chantajear por las apelaciones lacrimógenas, también ellas falsamente “humanistas”, al valor abstracto de una “paz” que, en la situación actual, sólo puede ser la de los vencedores, la “paz de los cementerios” del Imperio triunfante. Y, sobre todo, es una constatación histórica y filosófica: mientras haya opresores y oprimidos (mientras haya clases, mientras haya formas manifiestas o larvadas de colonialismo e imperialismo, mientras haya patriarcalismo, racismo, marginación), la violencia será un componente constitutivo del Ser Social, no importa que se revista de ropajes “democráticos” y “tolerantes”.

Filosofía de la rebelión

Por JOSE PABLO FEINMANN

1 Todo parece ocurrir con Sartre como si su primera obra filosófica (La trascendencia del Ego, 1936) jugara frente a las otras un papel semejante al en sí hegeliano: pura virtualidad, las contendría en tanto potencialidades que irán desarrollándose en sucesivas síntesis enriquecedoras. No sólo El ser y la nada (SN) puede adivinarse en esas breves líneas, sino hasta la Crítica de la razón dialéctica. No es una exageración. La filosofía sartreana estará siempre basada en la trascendencia de la conciencia. Incluso la Crítica –con la que Sartre pretende integrarse al marxismo– es una filosofía de la conciencia, sólo que aquí la conciencia se lee como praxis translúcida. Sartre pone el cogito a trabajar. Jamás se le ha pedido tanto al cogito como Sartre en la Crítica. Así, estos dos libros fundamentales de la filosofía del siglo XX mantienen entre sí relaciones transparentes. Los dos implican un gigantesco monumento teórico a la conciencia y su poder constituyente. Del mundo en El ser y la nada, de la historia en la Crítica.

2 La conciencia sartreana no será “el resultado de una construcción lógica en el terreno del conocimiento, sino el sujeto de la más concreta de las experiencias” (SN). Sartre realiza la deducción correcta del hallazgo husserliano de la intencionalidad. “Toda conciencia es conciencia de algo. Esto significa que no hay conciencia que no sea posición de un objeto trascendente o, si se prefiere, que la conciencia no tiene contenidos.” En efecto, o la conciencia es intencional o la conciencia tiene contenidos, ambas posibilidades se excluyen. Y si hemos de ser fieles con la intencionalidad también el Ego trascendental husserliano debe caer bajo la epojè. Así, si se nos pregunta si el yo fenomenológico ha quedado reducido a una nada trascendental tendremos que responder que sí, decididamente. De este modo: “El primer paso de una filosofía ha de ser, pues, expulsar las cosas de la conciencia y restablecer la verdadera relación entre ésta y el mundo, a saber, la conciencia como conciencia posicional del mundo” (SN). Veremos cómo en la Crítica le será sencillo ydeslumbrante a Sartre transformar a la conciencia en praxis constituyente de una historia. Así como la conciencia (en SN) posicionaba al mundo, en la Crítica la praxis individual posicionará a la historia y le entregará sus leyes de inteligibilidad. Pero no nos adelantemos.
El ser y la nada se obsesionará en demostrar que el mundo le es inalienable a la conciencia. No hay conciencia que no esté en un mundo, absolutamente necesitada de él, sólo puede ser conciencia (de) sí en tanto conciencia (de) mundo. La conciencia no tiene posibilidad de ser conciencia (de) sí sino a través de las objetividades del mundo. De este modo, no hay nada en la conciencia. Nada que pueda oscurecer su absoluta translucidez, nada que pueda transformarla en sustancia, ninguna opacidad. La conciencia es así ese absoluto no sustancial que siendo pura trascendencia no puede extraer sino del mundo sus contenidos. Tener conciencia de algo no significa otra cosa que ser-en-el-mundo.
En suma: la importancia de este cogito prerreflexivo, traslúcido, no sustancial, absolutamente espontáneo y libre es capital en toda la obra sartreana. Una y otra vez (en los dos libros que comentamos) volveremos a encontrarlo: como origen de la negación, de la libertad, de la temporalidad, de la soberana posibilidad de superar los datos del mundo, como fundamento de la alienación, de lo práctico-inerte en la Crítica, como explicación última de la conciencia de clase y el acto revolucionario a través del proyecto.

3 El mundo sartreano es un mundo humano. También inhumano: alienación, materia trabajada, práctico-inerte, contra-finalidad, etc. Pero lo inhumano es absolutamente reductible al hombre. También es por la esencial libertad de la conciencia que lo inhumano existe. El existencialismo, pues (y también la Crítica, desde luego), es un humanismo. La Crítica se propone establecer algo así como los Prolegómenos a toda antropología futura.
Surgen los orígenes de las polémicas con el marxismo, con el pobre marxismo dogmático y stalinista con que se enfrentó Sartre. Si la nada viene al mundo por la realidad humana, ¿cómo admitir esa torpe dialéctica de la naturaleza que propone Engels, padre de todos los dislates cientificistas y positivistas del marxismo? Esta dialéctica de lo exterior no tiene sentido: la nada no se origina por una dialéctica propia del ser. ¿Cómo la negación podría surgir del en sí? ¿Cómo, si es por el para-sí que la nada adviene al mundo? El ser para-sí, entonces, surge frente al en-sí como su radical negación. Este ser es descompresión del ser, un agujero en medio de la positividad (El vacío de Badiou, el acontecimiento sin en-sí encuentra su origen en Sartre, a quien Badiou, en El ser y el acontecimiento, llama “mi viejo maestro”. Sin duda lo es. Y no tan viejo).
El para-sí es inacabado. Es nada en medio de la plenitud muda del ser. Pero el para-sí intentará darse el ser. El para-sí quiere reposar en la serenidad del en-sí y aquí encuentra Sartre el fundamento de la alienación. En resumen: es porque el para-sí debe ser su ser, porque la realidad humana es inacabada, es falta, que aparece la temporalidad en el mundo. Siendo el para-sí inacabado (siendo esa nada-cogito en medio de la plenitud del ser) debe intentar completarse. Deberá actuar. Toda acción, en consecuencia, toda praxis, es libre y generadora de temporalidad. Si el para-sí fuera completo no sería proyecto, no abriría la dimensión ontológica del futuro (hoy podría decirse que si el para-sí fuera en-sí, reposara en su plenitud y no fuera una nada lanzada al futuro por mediación del proyecto, no existiría la... utopía. Pero Sartre jamás usó esta palabrita. De modo que olvidemos decir una blandenguería semejante).

4 Expulsar las cosas de la conciencia e impedir que la praxis sea determinada en exterioridad por la materialidad natural (como en el marxismo estaliniano inspirado en Engels) significa que la conciencia es trasparente a sí misma, actividad de parte a parte. No sólo significa que no hay nada en ella, sino que no es nada que no haya elegido ser. Vemos la meta final de todo esto: una conciencia no puede ser determinada desdeafuera, no hay determinismo. El hombre es responsable, es libre. Y en esta libertad encontramos las condiciones de posibilidad de una moral, ya que la libertad es el fundamento de la alienación. La alienación es libertad alienada, de aquí que no sea nunca su propio fundamento. Su fundamento es la libertad. El coeficiente de adversidad de las cosas le viene a las cosas por la libertad. Si no hubiera hombres en el mundo las cosas no serían adversas, serían cosas.
No será Sartre quien niegue los obstáculos que puedan presentar las cosas, pero siempre se encargará de mostrar cuidadosamente que estos obstáculos sólo pueden ser revelados como tales por un proyecto humano. Veamos. Lo dice en 1943: “Lo dado en sí como resistencia o como ayuda no se revela sino a la ley de la libertad pro-yectante” (SN). En 1946: “Para explicar la realidad como resistencia que ha de ser domada por el trabajo es preciso que tal resistencia sea vivida por una subjetividad que procure vencerla” (Materialismo y revolución). Y en 1960: “No puede haber resistencia y por consiguiente fuerzas negativas, sino en el interior de un movimiento que se determina en función del porvenir, es decir, de determinada fuerza de integración. Si el término que se propone alcanzar no se ha fijado al principio, ¿cómo concebirse un freno?” (Crítica).

5 En la Crítica de la razón dialéctica el problema de Sartre no consiste tanto en averiguar si la naturaleza es o no dialéctica, sino en afirmar que si hemos de encontrarle un fundamento a la razón dialéctica, este fundamento es él mismo dialéctico y se encuentra en la Historia. Tenemos ahora algunos instrumentos para comprender la semejanza entre esta empresa y la de El ser y la nada. Aquí se trataba de expulsar las cosas de la conciencia. Los psicólogos la habían colmado de elementos inertes debido a sus esquemas mecanicistas. Ahora, en la Crítica, se trata de salvar la translucidez de la Historia, ya que ésta, como la conciencia, no remite más que a sí misma. El cogito, en la Crítica, tiene que salir más radicalmente que nunca de sí mismo. Y la terminología cambia. Hasta aquí la conciencia era conciencia (de) sí en tanto conciencia de objeto. Este objeto, de ahora en adelante, pasará a denominarse materialidad o mundo material. Y el cogito, ahora más que nunca definido por su acción, léase trabajo, recibirá el nombre de praxis. Viéndose conducido a la Historia, el mundo en que el hombre ahora es se diferencia con el de El ser y la nada. Ante todo, Sartre deja de caracterizar al mundo según el modo heideggeriano, es decir, como complejo de utensillos. Lo que de aquí en adelante el para-sí hace aparecer con su surgimiento no es un mundo, sino una Historia. Y las relaciones concretas con los Otros son la lucha de clases, la explotación, la alienación.

6 La idea de un conocimiento comprometido, del experimentador que forma parte del conjunto experimental, es constante en la Crítica. Y también aquí aparece la coherencia entre los dos libros. En efecto, si el cogito ha de ser el punto de partida epistemológico, y si el cogito es ser-en-elmundo y en situación, el conocimiento nunca puede ser conocimiento puro, des-situado, sino conocimiento ubicado en el mundo. Se trata de esto: si desde El ser y la nada hasta la Crítica de la razón dialéctica el conocimiento es conocimiento comprometido, un punto de vista que se es (el individuo que conoce desde su facticidad), experimentación dentro del sistema experimental o totalización-totalizada es porque desde El ser y la nada hasta la Crítica el punto de partida epistemológico está en el cogito. He aquí, en suma, el fundamento originario de la epistemología sartreana: entre individuo e historia hay identidad ontológica y reciprocidad metodológica. Lo segundo, desde luego, es consecuencia de lo primero. La identidad ontológica se da porque son los individuos quienes hacen la Historia. También es cierto que la Historia los hace a ellos. Pero aquello que los hace (alienación, práctico-inerte) es su propia praxis (conciencia, libertad, proyecto) que se les vuelve extraña porquese ha objetivado en el campo de lo inerte. Pero esta inercia está constituida por los individuos y sostenida y retomada constantemente por ellos. De este modo, encuentra en la praxis individual su inteligibilidad última. Vemos, así, cómo la identidad ontológica funda la reciprocidad metodológica. Es porque el individuo y la Historia están hechos del mismo material (en tanto la segunda es obra de la praxis pro-yectante del primero) que podemos partir metodológicamente del individuo y encontrar la Historia.

7 No se le escapa a Sartre que este movimiento de la experiencia crítica es precisamente inverso al del marxismo. Éste, lejos de partir de la praxis individual y translúcida del agente práctico, va de las fuerzas de producción a las relaciones de producción y de aquí a las estructuras y contradicciones de los grupos. Sólo si es necesario, al individuo. Sartre no parece conceder demasiada importancia a este rodeo de la metodología marxista. Para él, no parece problemático llegar a las fuerzas productivas y a las relaciones de producción partiendo del individuo. Y no lo parece porque todo está en el individuo. Se trata de seguir los hilos del tejido histórico (lo que Sartre hará con brillantez en El idiota de la familia que, metodológicamente, funciona como una ilustración de la epistemología de la Crítica). O mejor aún: se trata de ir desatándolos desde el individuo pues es en él donde se anudan. Y si la historia tiene unidad podremos ir así de lo abstracto a lo concreto, de la praxis individual al lugar de la historia. De este modo, sin haber perdido nada, habiendo rescatado todo, nos integraremos al marxismo. Sin embargo, ¿no es sospechosa esta inversión de perspectivas metodológicas? Si el marxismo inicia su investigación a partir de las fuerzas productivas y las relaciones de producción y sólo en caso necesario recurre al individuo, ¿no se debe a que es una filosofía que representa un enorme esfuerzo por comprender la Historia sin pasar por el cogito? Sin duda. Y de aquí que luego de Sartre aparezca el marxismo althusseriano y su intento por partir de la estructura. Se trataba de salir de la conciencia.

8 Brevemente: hoy necesitamos fundar una filosofía de la rebelión. Somos víctimas de la facticidad omnipresente del capitalismo de mercado, que nos constituye en exterioridad. Una filosofía de la rebelión requiere una filosofía de la libertad, que busque fundar las condiciones de la negación. Porque hoy lo fundante es decir no. Decirle no al en-sí sofocante de las corporaciones y los mass-media. Para esto, el “viejo maestro” Sartre me sirve más que el “viejo maestro” Heidegger –que somete la libertad a la retórica del lenguaje–, que el “viejo maestro” Lacan -que somete la libertad a la tiranía del inconsciente– o de los “viejos maestros” del posestructuralismo y del posmodernismo –que eliminan la praxis de la impugnación en nombre de la hermenéutica infinita o de la fragmentación que impide toda intelección totalizadora de la Historia. De Sartre hay mucho que ya no sirve (No su brillante escritura, que es parte de su enorme seducción). Pero en tanto los hombres sigan sometidos, mucho tendrá para decirnos un pensamiento de la libertad, de la autonomía del sujeto, destinada a introducir la nada, la negación, la rebeldía, el rechazo ontológico y práctico en el bloque monolítico de la dominación. Eso –hoy, todavía– es Sartre. ¿Quién podrá atreverse a decir que ha envejecido?