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Narrar al sur

POR GUILLERMO SACCOMANNO

Un cuento de nycs
“La historia del poncho”, se acuerda Aída Evans –merodeando los cincuenta, con su pelo rubio y sus ojos celestes, desciende de los primeros galeses que desembarcaron en Chubut–, “me la contaron unos tíos que hace muchos años decidieron conocer la tierra de los abuelos”. Los tíos estaban en Bangor, en la casa de un viejo pariente que había vivido en Gaiman. En el living, en una pared, a modo de tapiz, había un poncho inequívocamente patagónico. Y fue aquel viejo el que contó por primera vez su historia. Después de la campaña del desierto las relaciones entre los colonos galeses y los tehuelches se había enrarecido. Si bien los galeses siempre supieron mantener vínculos amistosos con los indios, entre los que se contemplaba el trueque, con el exterminio organizado por Roca ahora los encuentros se habían vuelto peligrosos. Era pleno invierno, el cielo estaba oscuro, y bajo las nubes que amenazaban nevisca un puñado de hombres y mujeres se había reunido rodeando a dos hombres que cavaban. Entonces advirtieron que la indiada se acercaba con un galope corto. Sin distraerse, los dos hombres siguieron cavando la tierra dura, pedregosa. Un chico, llorando, se abrazaba a la pierna de su padre. Cuando los indios se arrimaron al grupo de pioneros, el caciquejo observó al chico que lloraba. Siempre lento, el indio se apeó y vino hacia el chico abrazado a su padre. El indio se quitó el poncho y se lo tendió al chico, protegiéndolo. El indio había comprendido lo que ocurría. Esa fosa que se estaba cavando iba a ser la sepultura de la madre del chico. Medio siglo más tarde, el chico era ese pariente viejo que vivía en Bangor, quien contaba la historia del poncho que ahora Aída termina de contar.

Esperando la revolución
En marzo de 1845, Friedrich Engels anotaba: “Proveer de materias primas a una industria tan colosal como la inglesa requiere, ciertamente, un número importante de obreros”. Por entonces Engels se concentraba en registrar la existencia miserable de los explotados en Inglaterra. La investigación de Engels, La situación de la clase obrera en Inglaterra, más tarde un clásico de la literatura socialista, es una investigación tan objetiva como escalofriante. En las minas de carbón, hierro, plomo y estaño, se consumían miles de hombres, mujeres y chicos. A los siete años los chicos entraban en los túneles. Entre los treinta y cinco y cuarenta años sus vidas se extinguían. Casos de enfermedades respiratorias, atrofias musculares, accidentes cotidianos. El horario excedía las doce horas en las profundidades de un pasaje estrecho y húmedo. Transportar lo extraído por los túneles cuesta arriba, escarpados, no tiene un horario fijo. Cuando los muchachos llegan a su casa, anota Engels, se tiran en el piso de piedra junto a la chimenea y se quedan dormidos. No tienen fuerzas ni para llevarse la comida a la boca. Sus padres los lavan mientras ellos duermen y los trasladan a la cama. Enfebrecidos, agotados, si tienen el domingo libre, permanecen acostados. Son escasos quienes frecuentan iglesias y escuelas. Las muchachas, por su lado, son tan víctimas como ellos. Engels cita un ejemplo: un capataz que castiga a una minera por haber faltado un par de días después de parir.
Engels diagnostica: “Es demasiado tarde para una solución pacífica”. Frente a este panorama, algunos, como los galeses, antes que la rebelión violenta, se plantean el exilio. Prohibida su lengua –tal vez una de las más antiguas–, mutilada su cultura, imaginan una tierra prometida.

El ser y la nada
Después de Pasajeros en los trenes del mundo, crónica de sus viajes en tren por Asia, Paul Theroux se propone en 1976 repetir la experiencia, pero ahora partiendo de Boston hasta llegar a Esquel. Theroux baja de untren en Retiro apenas entronizada la dictadura militar. Comprueba la complicidad de la clase media alta, de su editor. Theroux conoce al videlista Borges. A Borges lo asombra que el escritor insista en conocer la Patagonia. “Estuve allí, pero no la conozco”, le dice Borges. “Es un lugar desolado. Es lo más parecido que tenemos al Sahara. No, en la Patagonia no hay nada”, machaca Borges. Pero Theroux está obsesionado escribiendo The Old Patagonian Express.
Theroux se sube al Expreso de los Lagos del Sur. Para combinar con el viejo Expreso de la Patagonia, la trochita, se baja de madrugada en Ingeniero Jacobacci. Oscuridad, viento. Cerca, ladran perros. A Theroux lo impresiona el lugar. Aunque no muy lejos de la estación hay una calle, casas, luz eléctrica, la ilusión es el vacío. Theroux matea con el guarda de la estación. Y parafraseando al Ismael de Moby Dick piensa: “Y sólo yo escapé para contarles esto”. Se acuesta a dormir en un banco. Al amanecer, la claridad lo despierta. “Supe que estaba en el medio de la nada”, escribirá más tarde. “Pero lo más sorprendente es que aún estaba en el mundo”. Meditando sobre este viaje que había empezado en una ciudad, a bordo de un tren suburbano que llevaba empleados a oficinas, aquí, en Ingeniero Jacobacci, Theroux tiene una revelación: “La Nada es un lugar”. Pero lo que más lo sorprende es que en este espacio se cumple una paradoja: el espacio inconmensurable y las florcitas. Es decir, lo vasto y lo diminuto, el infinito y la miniatura. Si bien este lugar es el fin del fin, se dice Theroux, también es el lugar donde uno puede ser uno mismo.

Exilio y fundación
Si todavía hoy para muchos la Patagonia es la nada, conviene preguntarse qué podía representar a fines de julio de 1865 cuando ciento treinta y dos hombres, mujeres y chicos galeses desembarcaron del bergantín “La Mimosa” en la desembocadura del río Chubut. Por entonces gobernaba Bartolomé Mitre. Para algunos, como Valentín Alsina, los campos que quedaban entre el Río Negro y el Chubut eran salitrales inmensos en los que no tenía cabida lo humano. Para Darwin, la Patagonia sería una “tierra maldita”. Sin embargo, Guillermo Rawson, ministro de Interior, había elevado en 1863 un proyecto de ley aprobando la colonización con una compañía de inmigrantes formada en Inglaterra, concretamente en Gales. Para estos pioneers, la Patagonia, en cambio, significaba librarse de las consecuencias del capitalismo británico, imperialista también hacia adentro. Porque si bien es cierto que estaban poseídos por una convicción religiosa fuerte y una intensa tozudez utopista, contándose entre ellos todos los oficios –estaba el sastre, el zapatero, el almacenero, el ladrillero, el impresor, el médico, el maestro, el predicador–, todos venían huyendo del cuadro devastador que Engels señaló en su investigación.
En las primeras crónicas fundacionales se relata que en los tiempos del desembarco los malones todavía asolaban las poblaciones, alcanzando las cercanías de Buenos Aires. Pero, al revés de otros colonizadores, los galeses establecieron con los indios una relación pacífica cambiando pan por carne y huevos de avestruz. En ciertas ocasiones los galeses intentaban evangelizar. En otros, aprendían de los indios a domar y montar. A pesar de algunos incidentes, como algún caballo cuatrereado, los galeses fueron solidarios. Y durante la conquista del desierto elevaron petitorios al ejército pidiendo clemencia con los aborígenes.

Un territorio narrativo
En Crónica de la Colonia Galesa de la Patagonia, el reverendo Abraham Mathews, inspirador del viaje de “La Mimosa”, detalla con minucia la travesía, el fracaso de las cosechas, la construcción de chacras, el contacto con los indios y las perspectivas del territorio. En el prólogo, Mathews escribe: “No poseo el talento ni el tiempo necesarios para hacer un trabajo literario interesante”. Mathews aspira a que “en el futurosurja un literato talentoso, que con la inspiración creadora del poeta y la imaginación del novelista, transforme en viva historia esta crónica escueta de los hechos”.
Otra crónica no menos valiosa es John Daniel Evans, subtitulada Una historia entre Gales y la colonia 16 de Octubre. Este libro es la transcripción que Milton Evans hizo de las libretas y diarios de su padre, conocido también como “el Molinero” y “el Baqueano”. Además de pionero, guía y expedicionario, Evans fue uno de los fundadores de Trevelin. Evans cuenta que, cuando todavía no tenía veinte años, ya se internaba en territorios desconocidos. Salva el pellejo de una emboscada india cabalgando su Malacara. Acompaña más tarde al joven militar Luis Fontana en una expedición cordillerana. Al principio, Fontana recela de los galeses, los piensa iguales a los presidiarios ingleses que hicieron Australia. Pero el trato franco de los galeses y su buena puntería lo convencen a favor. Los apuntes de John Daniel Evans se leen como documento, pero también como una poderosa novela de aventuras en la que participa el costumbrismo. Su nieta Clery, responsable de la edición, advierte en el prólogo que no se ha modificado el estilo de escritura de su abuelo. “Para los literarios”, avisa Clery, “pueden aparecer frases no aceptadas, pero por respeto a quien escribió permanecerán sin ser corregidas”.
Así como para Fontana los galeses podían ser como los australianos, para Roberto J. Payró, sin vacilaciones, la Patagonia es Australia. En 1895, a causa del conflicto limítrofe con Chile, Payró viaja al sur llegando a la Isla de los Estados. En sus artículos para el diario La Nación, propiedad de Mitre, se propone captar una realidad que lo excederá. La recopilación de artículos, bajo el título sugestivo de La Australia argentina, lleva prólogo de Mitre: “Su libro, como comentario de un mapa geográfico hasta hoy casi mudo, importará como la toma de posesión, en nombre de la literatura, de un territorio casi ignorado, que forma parte de la soberanía argentina”.
La conexión entre experiencia y literatura, considerado la narrativa como partida, es conflictiva. Tal como Mathews subestima su relato esperando una pluma superior, Clery Evans defiende los textos de su abuelo John Daniel, como anticipándose, de críticas de “los literarios”. Mitre, que califica la escritura de Payró como “diarismo”, le exige, ni más ni menos, la apropiación territorial. Entonces se vuelve interesante subrayar este “más acá” y este “más allá” literarios fundantes de lo que será lo patagónico como relato.

Confesiones verdaderas
“Todo escritor es un ratero”, aseveraba Bruce Chatwin, el autor de En Patagonia, según su editora y amiga Susannah Clapp, autora además de su más amena y autorizada biografía. Después de leídos, Chatwin se deshacía de los libros. Operaba igual con los testimonios. Si se recorre Gaiman y se pregunta por Chatwin, la indignación y el sarcasmo surgen en quienes lo conocieron.
En Gaiman todavía se recuerda el caso del jovencito que se ligó con Chatwin. Una vecina, descendiente de galeses, cuenta el escándalo producido por esa historia erótica. En su crónica, Chatwin se emociona con un pianista adolescente que ejecuta Beethoven con virtuosismo. En la narración Chatwin omite que, una vez ejecutada la partitura, se llevó al pianista a la cama. Años más tarde, el pianista fue a perfeccionarse en Buenos Aires. Cuando volvió, era la primera víctima de sida en Gaiman. Adjudicarle la responsabilidad a Chatwin es excesivo. En todo caso, la anécdota y los comentarios, si algo revelan, es la opinión que se tiene de Chatwin.
Adrián Giménez Hutton, en su pormenorizada investigación La Patagonia de Chatwin, entrevistó a todos aquellos que fueron entrevistados por Chatwin en ocasión de su crónica. Uno de los principales damnificados por elratero fue Osvaldo Bayer. Chatwin no sólo saqueó la biblioteca de Bayer. También falseó los hechos referidos a los huelguistas fusilados, convirtiéndolos en fantoches.
Chatwin, siempre según Clapp, odiaba las confesiones. En Patagonia omite toda información personal. Su objetivo era lograr un relato “cubista”. Sin embargo, se hace difícil pensar que el objetivo de su viaje por la Patagonia consistiera en dar con un fragmento de piel de un animal prediluviano. En algún momento previo a la concepción del libro, Chatwin fabuló con escribir una cruza de narración y ensayo, La alternativa nómada. Una pregunta lo atormentaba: “¿Por qué deambulan los hombres en vez de quedarse quietos?”. Chatwin lo sugiere en su libro y él mismo padece del mal baudelaireano: “el horror al propio hogar”.

Memoria del humo
“A nosotros nos desalojaron, nos echaron del campo. Sacaron a todos los aborígenes, los echaron a la mierda”, cuenta Eusebio Huanquehuel, un indio de setenta y tres años. “Y después nos alambraron todo. Ellos decían que por atorrantes y vagos. Nos echaron porque después venían los ricos y hacían lo que querían. Los ricos juntaban unos cuantos pesos y nos desalojaban del Boquete de Nahuel Pan. Ellos nos estaban quemando la casa delante de nuestros ojos y nosotros estábamos con una viejita ahí, pidiendo a Dios que no vivieran muchos años esos que nos desalojaron. Van a morir como perros”.
Este recuerdo de infancia, junto con otros testimonios de indios fue recogido en Memoria del humo por Gustavo De Vera, maestro de Lago Rosario, y sus alumnos descendientes de mapuches. En el proyecto, con el apoyo de Jorge Fiori, director de Cultura de Trevelin, se lanzaron los alumnos mapuches. Provistos de grabadores y cámaras, los estudiantes se encargaron de recopilar los testimonios de sus abuelos. Los apellidos Cayecul, Ayllapán, Hueque, Catrimil, Millaguala proporcionan una idea de esta búsqueda de la identidad. Hay un apéndice que justifica trágicamente el título del volumen. “Casi todos los ancianos entrevistados fueron testigos directos del horror del fuego devorando sus casas, sus pertenencias. El fuego dio lugar al humo y éste fue para siempre el oscuro telón sobre el que fue recortada la historia de Lago Rosario, pero también la historia de Esquel, la ciudad que fue creciendo junto con Nahuel Pan, de espalda a sus cenizas, una vergüenza aún pendiente”. Si este apéndice es necesario, juzgan sus autores, es “porque los autores de aquellos hechos tuvieron nombre, y el momento en que sucedió, en pleno apogeo de la Década Infame, era también trágico para todo el país”. Cielos rojos, lamentos de cazadores, rituales religiosos, arreos, tragedias.
Como en los textos de Mathews y Evans, Memoria del humo hace una apuesta al futuro: “Tomar estas narraciones como indicios posibles para trabajos que seguramente echarán algo más de luz sobre el pasado de nuestra región”. Es decir, una vez más los datos que integran una narración parecen no alcanzar, a sus autores, para tener legitimidad literaria, como si la articulación urgida por el tiempo y el miedo a su pérdida no constituyera ese relato ya característico que soporta lo patagónico.

Fotos
A veces una mara puede cruzarse en el camino de ripio que, bordeando el Chubut y saliendo de Gaiman hacia Dolavon, abre calle entre las chacras. Después, entre tamariscos jaspeados de ocre, rodeadas a veces de álamos susurrantes, pueden apreciarse las capillas. Bryn Grwn, Bethel, Salem, Carmel, Seion. Los primeros pobladores afincados en el valle del Chubut pertenecían a cuatro sectas: los metodistas, los calvinistas, los baptistas y los anglicanos. Celebrando los pequeños triunfos cotidianos, llorando adversidades como una inundación, los galeses emplearon las capillas no sólo como templo sino también como sede de encuentro. Además de unir matrimonios, las capillas enseñaban las primeras letras. Ya en1883 un censo registraba diez capillas en el valle. Con el techo a dos aguas, las paredes de ladrillo, las ventanas ojivales con cortinas blancas, cada capilla destila paz, sosiego y dan ganas, por un rato, de creer en Dios. Este sentimiento no debió pasar desapercibido a Chatwin, que pasó la Navidad de 1974 con su amigo, el pianista adolescente, en la capilla de Bryn Grwn.
Después de su demitificador libro sobre Chatwin, los galeses parecen haber adoptado a Hutton. Colaborador de First y de Lugares, Hutton dispara continuamente su cámara, sumando tomas nuevas a su colección de fotos patagónicas, que ya supera las diez mil piezas. Entre sus amistades está la casi octogenaria Marta Rees, dueña de la casa de té más antigua de Gaiman. Descendiente de galeses y de boers, Marta chasquea los labios cuando se le habla de Chatwin. Se limita a sonreír. Y esto es un juicio. En la biblioteca de su sala se pueden detectar primeras ediciones de Mansilla y Cané. También, una sorprendente alternancia entre ensayos de John Ruskin, el teatro de Aristófanes y manuales sobre la cosecha de trigo.
Cuando escribía su libro, Hutton conoció al chacarero Waldo Williams y a Fabiana, su mujer. A pesar del optimismo de los Williams, puede notarse que la vida en el campo patagónico no es idílica. Las asperezas del paisaje y las condiciones climáticas no tornan sencillo una subsistencia basada en la cría de ovejas o la cosecha de papas.
A la chacra de Williams suele arrimarse Edi Dorian Jones, un fotógrafo que desde hace algunos años está registrando las capillas en blanco y negro. Cuando Edi piensa en el tiempo –y no sólo en el tiempo– depositado en esta faena, prefiere pasar a otro tema. Así se pone a hablar de cómo Butch Cassidy y el Sundance Kid, siempre elegantes, trajeados aun a caballo, solían visitar a su abuelo para cambiar libros. Podía tratarse de Shakespeare o de Mark Twain, de Sófocles o de Dickens. La cultura que conservaban los inmigrantes galeses resulta asombrosa. Así puede entenderse la veneración que Jones tiene por ese pasado.
Stella Dodd, profesora de letras, rastreó en detalle la obra de Bowman. Nacido en Plymouth, hijo de una familia que se desintegra por la enfermedad y la pobreza, Bowman creció entre tabernas e imprentas, empleándose más tarde en un taller de marmolería. Bibliólatra como tantos colonos que vinieron a la Patagonia, Bowman inicialmente pensaba viajar a Australia, pero se instaló en Chubut. En el valle se casó, armó una familia, enviudó y volvió a casarse. Bowman testimonió con sus fotos la vida cotidiana de los galeses, pero también denunció el comercio inescrupuloso con los indios y el contrabando de alcohol. Al morir, a los noventa años, Bowman fue sepultado en el cementerio de Gaiman, para el que había tallado una cantidad considerable de lápidas.

La escritura patagónica hoy
Pero también hay “Latinoamérica en Trelew”, sostiene Marcelo Eckhardt. Los paisajes patagónicos remiten no sólo a la placidez casi idílica de Gaiman. También a escenarios que recuerdan a Jim Thompson, el escritor duro norteamericano. Migraciones, viviendas miserables a un costado de la ruta, vehículos desvencijados, trailers en desuso que refieren transhumancia y subdesarrollo a lo largo y lo ancho de un territorio inclemente y hostil. Eckhardt, responsable de varias ficciones, plantea en Trelew la articulación de lo patagónico no sólo como discurso sino también como argumento poscolonial. Apelando tanto a David Viñas como a Ciryl Connolly, define: “Son escritores patagónicos todos aquellos que se piensan como tales”. Texto iniciático y cuestionador, Trelew propone una mirada desencantada, post-Chatwin, más “realista”, que incorpora Malvinas sin dejar de lado los fusilamientos de diecinueve jóvenes revolucionarios el 22 de agosto de 1972 en la base Almirante Zar. A los treinta y cinco años, la literatura de Eckhardt procura repensar aquello que se considera nyc. En Trelew, Eckardt suele separar los adverbios –el “mente” de la base a la que modifica–, indicando quizá que lo patagónico es un estado ideológico. Se trata de una Weltanschaaung.
Profesor de historia en la Universidad Nacional de la Patagonia en Trelew, Alejandro de Oto se ocupa de la narrativa de viaje, del discurso colonial y los problemas teóricos de la crítica poscolonial. Compañero de ruta de Eckhardt, De Oto escribe en Representaciones inestables: “Cuando las voces de los colonizados dieron cuenta del deseo de una historia propia, de un deseo de autoinscripción, las miradas binarias que las narraciones imperiales habían desplegado se encontraron en tensión”. Apelando a una resignificación de Franz Fanon desde las lecturas de Edward Said y Homi Bhaba, De Oto afirma: “La crítica poscolonial no significa dejar de lado las resistencias y las oposiciones a fuerzas colonizadoras, en el imaginario o en las prácticas concretas, sino producir con ellas un entramado donde habitan los sujetos y los objetos de la enunciación colonial. No implica una lectura ingenua de los procesos culturales, sino un lugar diferente, al menos en los intentos de hacer preguntas sobre la relación entre el nosotros y el ellos”.

Far south
Llegué a Gaiman, a mediados de mayo, para la Feria del Libro. A pesar de las dificultades económicas, algunas maestras, profesores y funcionarios, con el apoyo del pueblo y a pulmón, pudieron montar la feria número dieciséis en el Gimnasio Municipal. Por las tardes, mientras se suceden presentaciones y debates, lecturas y despliegues corales, los chicos corren y juegan dando vueltas entre los stands. Un político intenta un discurso almidonado al que nadie presta demasiada atención. Sin embargo, la gente se ha engalanado como para un casamiento. Es que para el pueblo de Gaiman la feria es un suceso.
Un viernes por la mañana camino por las calles vacías, silenciosas, bajo un sol de otoño que brilla en los árboles amarillos. Busco la biblioteca. El encargado, en estos días, es un muchacho pelirrojo de inconfundible porte galés. Mientras le pido que me oriente en el sector de bibliografía patagónica, me ofrece un mate amargo. Reviso las crónicas clásicas de Asenso Abeijón, el carrero. Dos volúmenes gastados de Vida entre los patagones de George Chaworth Musters. Me sorprendo al encontrar Toponimia patagónica de etimología araucana, de Juan Perón, con ilustraciones de Remo Bianchedi. Levanto la vista y, en el estante de arriba, están los rusos: Turguenev, Dostoievsky, Chèjov, Tolstoi. Pienso en los rusos, en sus discusiones interminables a fines del siglo XIX acerca de la influencia europea enturbiando lo eslavófilo. A los rusos les inquietaba dilucidar la esencia del “ser nacional”, la perseguían en las distancias sin límite de una geografía también solitaria. En este sentido, para Roberto Arlt, la Patagonia era una versión austral de Siberia. ¿Desde dónde contar lo patagónico?, me pregunto.
Osvaldo Bayer tituló “Far South” a uno de sus artículos sobre los dueños de la tierra y los anarquistas. A menudo la Patagonia no ha recordado sólo a Rusia; también, al Lejano Oeste. El imaginario patagónico –y estas dos palabras juntas ya son casi un tic–, aun cuando pueda asociarse al realismo fantástico, en la actualidad no parece referenciarse tanto en el barroco español (García Márquez, el paradigma), como a cierto enfoque narrativo más afín a la literatura norteamericana (Osvaldo Soriano, modelo probable). Desde el descubrimiento, pasando por el exterminio de los indios y la guerra de Malvinas –y Malvinas es una obsesión siempre pendiente–, hasta llegar a la cesión impune de vastas extensiones a las multinacionales, éste es un territorio en el que la experiencia del paisaje parece determinar lo narrativo. Todo cuento, como el cuento del poncho citado al comienzo, si algo refiere es la crispación de las relaciones entre centro y periferia. Si contar historias acá tiene un sentido, lo tiene también como reconstrucción de una memoria vulnerada.