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Los niños primero

Por Laura Isola

La pregunta sobre la utilidad de la literatura y las bondades de la lectura ha sido formulada en varias ocasiones. Las respuestas han sido, naturalmente, muchas y vienen casi siempre de lugares que se constituyen precisamente a partir de un cierto fervor reivindicativo. Es obvio que la institución educativa –o, mejor dicho, los que llevan a cabo la tarea de educar: maestros y profesores en las áreas de lengua y literatura– está obligada a decir que leer es importante, que sirve, casi por una razón de supervivencia. En muchos casos esto forma parte de una convicción personal y social. Cada clase, cada libro que se enseña en esas clases, confirma per se que la literatura debe ocupar un lugar, que debe ser enseñada, en definitiva: que es importante.
Sin embargo, pensar únicamente desde la escuela, en sentido general, acota el razonamiento y ubica a la pregunta sobre para qué sirve la literatura en el espacio del control y el condicionamiento que constituye al sistema escolar. El interrogante mismo, quizá, no sea del todo efectivo, porque divide las aguas y abona confrontaciones, en este caso, poco efectivas.

Contra la razón utilitaria Por un lado los que dicen –no sin ironía– que la literatura no sirve para nada y fundan sus argumentos en la convicción de que las cosas sin fines utilitarios aparentes son mejores que las que los tienen a ojos vista. Por otro lado están los que despliegan una lista interminable –y no siempre buena, porque se ha transformado en un cúmulo de lugares comunes que pierde, por lo tanto, toda capacidad analítica– de los motivos útiles de la lectura: desarrolla la imaginación, es mejor que mirar televisión, mejora la ortografía y así sucesivamente.
Está claro que todo esto no se logra sencillamente leyendo y que enfrentar la televisión con la lectura es una batalla estéril, donde vencedores y vencidos no son más que lugares puramente nominales.
Hablando específicamente de la “literatura infantil y juvenil” –como se la nombra desoyendo reclamos de algunos autores, como Elsa Bornemann, que piden para su quehacer el rótulo de Literatura para niños y para jóvenes (ver entrevista)–, las preguntas crecen.
Otra pregunta clásica (o crónica, si se prefiere) es ¿por qué los chicos no leen? Esta inquietud permanente de los padres y maestros no está fundamentada en encuestas con datos escalofriantes ni por ventas que preocupen a editores y libreros ni por congresos apocalípticos de especialistas (más bien surge como una vaga impresión).
Si fuera verdad que los chicos leen poca literatura, la pregunta inmediata sería en relación qué o quiénes. ¿Leen nuestros niños menos que sus padres? ¿Menos que en la Edad Media? ¿Menos que otros chicos de otros países? Que se lea poco, en principio, no es más que un dato puramente comparativo. Si la lectura es un hábito, los niños copiarán esa práctica en tanto la distingan en sus padres y mayores. Aun más si es alentada desde el placer que, en definitiva, es lo que importa realmente para la formación de sujetos lectores.

Leer: una introducción ¿Es la cantidad relevante en relación con la lectura? ¿O importa más la calidad de lo leído? En cuanto a lo que lean los niños de esta época en comparación con tiempos idos, hay que rescatar que los usos y costumbres de un tiempo a otro se modifican y lo que fue prestigioso en un momento puede caer en desuso en otro.
Aun a riesgo de ser acusados de un seudo-relativismo cultural –ese que parece regir “las actividades en general”–, quizá sea bueno sacar a la lectura de ese limbo supraterrenal que la unge como buena en sí misma para ponerla a funcionar en el descalabro de nuestros tiempos.
Lo que parece estar en franca decadencia, en todo caso, es un tipo de actividades que implique un cierto esfuerzo (o una cierta inversión imaginativa). Si se trata de explicar por qué algunos libros se vuelven clásicos infantiles y son leídos más allá de las modas de cada época aparecen varias constantes: son libros a los que se regresa a cualquier edad y pasan la prueba de la segunda lectura porque devuelven el recuerdo de la fascinación inicial; son libros generosos que no limitan la capacidad del lector y le dan mucho más de lo que a su edad se supone que deben leer (por eso sorprende la tenacidad de las editoriales para clasificar hasta dónde llega la “imaginación” de un chico de 8, 10 o 12); son libros que están bien escritos, tienen buenas ideas y están bien contados. Son, en definitiva, buenos libros, más allá del público que elijan.
Entran dentro de esta categoría los consagrados como Dickens, Twain, Salgari, Louisa May Alcott, Stevenson, Swift y tantos otros. Pero, también, parafraseando a Calvino, el libro que se está leyendo en este preciso momento o algún otro que está por ser escrito.
En consecuencia, la literatura para niños y para jóvenes deberá sobrevivir menos como material de uso que de placer.
Si adopta ese camino, la literatura para chicos, al mismo tiempo que se aleja de una función –”Prefigurar el universo de las funciones adultas y preparar al niño para que las acepte en su totalidad. Se le preparan gestos sin aventura, sin asombro, sin alegría. Se hace de él un pequeño propietario sin inquietudes, que ni siquiera tiene los resortes de la causalidad adulta”, como gustaba decir Roland Barthes de algunos juguetes-, se acerca a lo que debiera ser su legítimo propósito: querer hacer del niño un creador y no un usuario.

Letra chica

¿No es injusto que la literatura infantil se haga de acuerdo con los parámetros de los adultos? Radarlibros pidió las opiniones de los niños más a mano sobre la literatura que les gusta (o no) leer.

Irina Kreimer (6 años)
Cuando no sabía leer, me pareció que no me iba a gustar. Ahora que aprendí, hace muy poco, me doy cuenta de que me encanta. Me gustan los cuentos de Las mil y una noches, especialmente Alí Baba y los 40 ladrones, Laberintos del tesoro y El fantástico viaje del gato Camerún, que además tienen juegos y muchas cosas que se pueden hacer mientras espero para saber cómo terminan las historias. Los libros con juegos son espectaculares. También me gusta mucho que me lean. A la noche mi papá me lee un capítulo de La llave del tamaño de Monteiro Lobato. Son unos libros que leían mis papás cuando eran chicos y que tienen unos personajes espectaculares: un choclo que es un vizconde, una muñeca que hace travesuras y todos viajan a todas partes volando por oler un polvo que inventó el choclo que se llama el Vizconde de la Mazorca. La muñeca se llama Emilia y es de trapo. Cuando era mas chica me gustaban mucho los libros con rimas y ahora me encanta jugar a hacer rimas. También me gustan mucho los cuentos inventados, más si son largos. Me hacen reír muchísimo. Son el del doctor Pelafustán, el de Leoncio y Pilato y el del árbol de botones. Ahora uso un lapiz cuando leo un libro y remarco lo que me importa (sic). También hago un redondel sobre las palabras que no conozco. La mamá de mi amiga Mora me regaló La oca Carlota. Ahí marqué “sendero” y “diviso”. Después me explican qué quiere decir. Después me interesó todo, así que marqué todo el libro. Igual lo borro con una goma y vuelvo a empezar.

Tomás Link (14 años)
Según mis recuerdos, me gustaba leer mucho las novelas de Julio Verne.
Después le seguían las de Mark Twain. De Julio Verne leí Un capitán de quince años, Los hijos Del Capitán Grant, La isla misteriosa, La vuelta al mundo en 80 días, Dos años de vacaciones y Miguel Strogoff. Éstas dos últimas fueron las más destacadas. De Mark Twain leí Las Aventuras de Tom Sawyer y Wilson Cabezaloca. Me gustaba leer libros de aventuras y cosas así ya que las encontraba divertidas y me atrapaba la trama. No me gustaba leer libros de misterio y/o suspenso porque me resultaban aburridos. También me encantaba leer mitología griega: los grandiosos relatos de Homero.

Rita Pauls (6 años)
Para que me guste, un cuento tiene que tener colores, imágenes, animales, cosas así. O personas. Las palabras también son importantes, porque, por ejemplo, a mí me gustaría que Dumbo diga “Hola” y dice “Chau”. Tienen que ser primero alegres, después enojados o tristes –porque hay una bruja o algo así– y después, al final, alegres, todos contentos. En las películas es distinto: se escucha más fuerte, no tenés que dar vuelta las páginas (la pantalla no tiene páginas) y no tenés que agacharte tanto para ver las letras. No leí ningún peor libro, pero conozco un libro que no me gustaría comprar: el libro de Caramelito (supongo que tiene un libro, o un álbum). Los héroes de los libros pueden ser cualquier cosa: mujeres, varones o cosas. Me gusta sufrir cuando leo, porque yo leo en voz baja –para no desconcentrar a las otras personas que están, por ejemplo, trabajando– y hago caras; por ejemplo, si alguien se está por morir hago mmm, y si alguien se está por casar hago iiiiiii. Mis malos preferidos son tres: Hades, Chafar y Rasputín. Cruella y Maléfica no son tan malas. Ah, y la número cuatro es Tronchatoro. Con mi prima Miranda, un día, yo estaba en la cama –porque ella se quedó a dormir en mi casa–, entonces nosotros íbamos agarrando libros y nos escondíamos atrás del sillón para que vos, para que mis papás no nos vean. Yo cuando sentía pasos me ponía los libros abajo de la almohada, me hacía la dormida y después se los contaba a Mimi, y así nos dormimos. Había uno de los huevos de Pascua, La bella durmiente y El gran día de Nico y Stellaluna. La bella durmiente no la pude leer toda porque es así de gorda.

Valentín Rusiechi (12 años)
Me gustan los cuentos de terror. El que más me gustó fue El exorcista de William Friedkin que me dio mucho más miedo que la película porque tiene más detalles. También leí Bienvenidos a la casa de la muerte que me gustó porque estaba bien redactado. “El almohadón de plumas” de Horacio Quiroga me encantó porque me gusta la obra de Quiroga. Me gustan sus historias. Este cuento me lo dio la maestra y después encontré uno en la biblioteca de mi casa y me compré otro. Hay leí, también de Quiroga, “La estación del amor”. Es un desastre y es largo. Tampoco me gustó Una noche en la torre del terror porque estaba mal el argumento y no asustaba nada.

Margarita Rusiechi (10 años)
Yo leo sólo los que nos da la maestra. Me gustó Bilembambudín de Elsa Bornemann y hay que escribirlo todas las veces con b larga. Es divertido. La historia de la chica que va al teatro y la función no les gusta a los grandes porque hay un mago. Aldana, la chica, es divertida y tiene que salvar al último mago. Otro que leí fue Solomán que es de superhéroes. Ese no me gustó porque en la reunión de los superhéroes no hay nenas.

ENTREVISTA

El elefante que ocupaba
mucho espacio

Elsa Bornemann publicó Tinke-Tinke, su primer libro, en la década del 70, cuando estaba todo por hacerse en el terreno de la literatura para niños. El hecho de que siga escribiendo hasta estos días –tiene más de treinta títulos con cifras de ventas que la colocan entre la autora más leída de la historia de la literatura argentina– hace que varias generaciones, por ejemplo de una misma familia, hayan leído y estén leyendo sus libros. El relanzamiento de algunos de sus títulos es un pretexto para conversar sobre su oficio de contadora de cuentos y decidora de poemas.

Por L. I.

A pesar de que sus libros son muy leídos, ¿qué opina sobre la afirmación de que los
chicos no leen?
–Creo que desde que apareció el libro, el lector aficionado no es mayoría. No me parece que ahora se lea menos que durante mi infancia. Yo recuerdo que moría por la lectura y no ha pasado lo mismo con mis hermanos o con la mayoría de los chicos del barrio. Creo que la lectura no es multitudinaria.
Es interesante..., porque se puede hacer la historia de la lectura en base a malos entendidos, por haber leído cosas antes de tiempo...
–Claro, por lo que no hay que hacer censura dentro de una biblioteca familiar porque cada uno va a entender hasta donde pueda. En casa, mi mamá, que era muy ingenua, forraba de blanco los libros que ella consideraba que no correspondían a mi edad. Lo primero que hacía cuando me quedaba sola era leer esos libros. Así fue que leí a Safo, El matrimonio perfecto y otros relatos “adultos”. La vida diaria es mil veces más perturbadora que cualquier libro que se te ocurra y puede dañar mil veces más que una lectura que depende de la posibilidad imaginativa que tenga el lector. Entonces yo creo que no habría que preocuparse tanto.
Sin embargo su planteo no anula que sea bueno leer...
–Creo que la lectura es algo bueno, sobre todo para el estímulo de la imaginación, incluso hasta cuando el chico no entienda lo que está leyendo. Por eso digo siempre que si un chico de 7 años elige un libro para 11, hay que dejar que lo lea, porque él va a entender lo que necesite, lo que quiera. Por otra parte me parece terrible obligar a leer. También respetar al chico que no le gusta leer. El panorama de actividades que se nos ofrece es tan amplio, que si no le gusta él se lo va a perder.
Aunque los maestros se pasen la vida tratando de hacerlos leer...
–Por supuesto, yo no estoy en contra de la inducción. Por ejemplo, a mí no me gustaba la física, hasta tuve una profesora que me hizo pensar en dedicarme a eso. Luego me di cuenta de que no era lo que me interesaba realmente, sino que era una cuestión de cómo ella me lo transmitía. Y eso pasa con la literatura, si uno tiene la suerte de tener buenos profesores. El hábito de la lectura en la familia también condiciona mucho.
Lo que dice suena contradictorio con un género que se define, casi por completo, por la edad de sus lectores. ¿Cómo se lleva con esa noción de género?
–A mí no me gusta que se llame a lo que hago “literatura infantil y juvenil”. Yo creo que la literatura infantil es la que escriben los chicos y juvenil la que escriben los jóvenes. Tendría que ser literatura para niños, o destinada a jóvenes. Lamentablemente, en los países de habla hispana esto no se usa. Hasta el punto de que los chicos de 12 o 14 años, que dejan de ir a la Feria del Libro Infantil porque piensan que no es para ellos.
¿Cómo elige sus temas, que muchas veces son conflictivos, tristes y están muy relacionados con lo que está pasando en la sociedad?
–Yo puedo tomar cualquier tema y tratarlo en un cuento o en una novela para chicos y adolescentes. Depende de cómo lo trates y para qué. Pero no creo que haya temas que no se puedan tocar. Por eso muchas veces surgen problemas: con el tema de los desaparecidos, con la pérdida de un bebé, con la muerte de un abuelo, con hijos adoptivos...
Para algunos eso vuelve peligrosa a la lectura...
–Durante la dictadura prohibieron Un elefante ocupa mucho espacio. Después de mucho tiempo leí el sumario de esa prohibición y era una cosa tremenda: que era un texto con finalidad de adoctrinamiento para generar subversivos, que llevaba a la guerrilla. Directamente parecía que yo era una tirabombas.
Con respecto a la temática, ¿hasta dónde se puede extremar los sentimientos de los niños en las lecturas? ¿Hay algún límite?
–Yo lo explico con algo simple: brota una rosa, porque de una semilla se produce la planta. Eso mismo yo puedo explicarselo a una criatura de tres, de siete, de doce, o a un adulto que tampoco lo sepa, seguramente de distinta manera. Ese sería el único límite. En general, en la Argentina hay censura: una madre que pierde el embarazo es una realidad, y hay madres que siguen procediendo como en la época medieval y mienten a sus hijos. Eso es terrorífico: se puede decir la verdad cuidando la edad del receptor.
¿Hasta dónde controla el golpe bajo?
–Golpe bajo, no. Si es un tema difícil trato de explicarlo de una manera no agresiva. Es distinto cómo se dice “cayó una bomba” a un chico y a un adulto, y en ambos casos se evita el golpe bajo.
¿Hasta dónde le parece que es cierto que la literatura infantil va a dar lectores en el futuro?
–Depende. Si un chico ha tenido buenas experiencias, es muy probable que aunque no se convierta en un lector apasionado le guste la lectura. Si han sido malas experiencias, como libros obligatorios de la escuela, es probable que no le guste. Yo digo siempre que hay tanta cantidad de libros, tanto para chicos como para adolescentes, que si no les gusta un libro, siempre hay otro. Siempre hay libros para el gusto de cada lector.

 

 

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