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Superchica ataca de nuevo

La primera edición argentina de Los papeles salvajes de Marosa di Giorgio(dos volúmenes, Adriana Hidalgo) es un acontecimiento editorial que pone al alcance de todos una de las obras más originales de los últimos lustros.

Por Delfina Muschietti

La poesía de Marosa di Giorgio, recopilada en los dos tomos de Los papeles salvajes, engaña sutilmente: parece repetirse sin descanso con ritmo de salmodia, y en cambio no deja nunca de transformarse, de metamorfosearse. Como si uno creyera que ya sabe lo que va a encontrar al dar vuelta la página o el poema, y siempre resultara sorprendido por un impacto (los padres, por ejemplo, deciden abandonarla y lo anuncian protocolarmente con una nota) o por una ondulación levísima que nunca deja aparecer la misma superficie que aparentaba sucederse. Desde el lenguaje crudo hasta el colmo del barroco kitsch, nunca hay que distraerse frente al lenguaje de Di Marosa. En sus textos sumamente extraños, con sus ruedas de parientes y pueblos y aldeas, nunca deja de planear lo siniestro en cada escena leve del lenguaje, como si cada palabra soplara un pequeño aire maléfico, dándose vuelta al mismo tiempo y resolviéndose en jazmín o azucena. O por el contrario, comienzo de brillo de perla y fin de mordisco de rata o loba.
En cada escena aparecen cada uno de los lugares de la familia y las costumbres y, al mismo tiempo, increíbles criaturas que surgen delirantes como de un mundo fantástico, que nunca termina de serlo, entre pétalos que sacan dientes y gallinas que apabullan –un aire que nos suena familiar, reconocible, y nos devuelve siempre hacia algún lado de la memoria–. Quizás Di Marosa hable el lenguaje de los sueños, que nos pertenece siempre un poco, o el de las fantasías infantiles nunca del todo abandonadas por nadie. Quién sabe.
Resulta curioso además la ausencia casi total (otra vez ese “casi” perturbador) de referencias literarias. Sólo la Alicia de Carroll aparece imperando este mundo de transformaciones infinitas y conversaciones tintineantes. Sólo el “señor Yeats” tomado en solfa, la dedicatoria a las Bronte y la aparición imprevista de Amelia Bence y Greta Garbo nos recuerdan repentinamente que existe este mundo y que desde aquí han sido escritas estas páginas, tan devastadoras, en las que aparece una voluntad de registrar todas las texturas, todas las tonalidades de color, desde las más pálidas hasta las más vivas, todas y cada uno de los materiales de que están hechos los objetos, las superficies de los lomos de los animales, sus dientes, cada brillo que despide cada cosa en movimiento, mutando.
Utopía monumental y doble: como si se pudiera escribir exasperadamente cada uno los matices de la naturaleza, lo “real”, y al mismo tiempo desanudar explosivamente todos los cuentos de hadas y brujas escuchados en la infancia, con ese infinito de sensación que cada palabra de ellos grabó en nuestra mente, poblada desde entonces por todo tipo de seres de habla extraña y desde entonces parte de nuestra más íntima realidad: la memoria. Pues bien, no acaba allí el asombro: esas inauditas voces, esos colores y escenas, repentinamente se acomodan al rincón más familiar de la casa, al tono de habla más localmente rioplatense, que nos devuelve a Uruguay y sus chacras, al color de su cielo.
De allí a la familia literaria, uno podría unir sutilmente la escritura de Di Marosa con los poemas en prosa que escribió Alfonsina Storni en 1919, o con esos colmos de manierismo que aparecen como flashes en los poemas de Delmira Agustini. Sin embargo, eso que escribe Di Marosa (que no admite límites de género ni encuadres de ningún tipo) se desprende, desenvolviéndose independiente y personalísimo, siempre excesivo. A ello supieron atenerse Eduardo Stupía y Pablo Hernández, los encargados de diseñar la tapa de esta recopilación: fieles al dictado de lujo y deformación minuciosa que hace brotar flores y vegetales del rostro y el traje de un hombre renacentistamente ataviado. Como la escritura de Di Marosa advierte: Las cosas vueltas dobles y triples, relucían y tornasolaban. Brotan y rebrotan, entre la transparencia de las alas y la redondez de los zapallos. En el prólogo, Silvio Mattoni se pregunta con acierto el porqué del título de estos dos tomos. La trama del título guía las tantas uniones contra natura de estos poemas, fundadoras de un universo propio e infinito. Quizá la clave esté en esos “papeles”, ni siquiera páginas, denominación común que designa un conjunto de sueltos sin pretensiones de “alta” literatura canónica pero con gran poder revulsivo. Si son “salvajes” los papeles, lo es también la actitud del universo que reúne la firma Marosa di Giorgio. ¿Cómo construir un texto altamente sofisticado y extraño con las palabras de todos los días, con el mundo de parientes, vecinos y santos que presiden la familia de las chacras, los churrinches, las vacas y los tomates? Y no se trata, afortunadamente, de “realismo mágico”. Más bien podría tratarse de una hipérbole de realismo, en la que una moderna mirada supersónica y microscópica, de ultra zoom, se infiltrara en ese mundo de campo rioplatense para seguir minuciosamente cada pliegue y repliegue de materia hasta la transparencia, hasta seguir cada línea que se dispara energéticamente de los cuerpos, cada fuerza y solución química disolviéndose en el aire, quebrando las fronteras entre las cosas, los animales y los hombres. Una mirada supersónica que llega a ver las posibilidades futuras de esas líneas de fuga en el borde de lo imposible, y responde con palabras a ese mundo que no respeta jerarquías ni definiciones ni clasificaciones, y persigue en ellas cada fina trasmutación, cada caudal insospechado del deseo.
Sin embargo, otro giro repentino y una escena repetida que, quizá, funcione centrífugamente como uno de los pocos centros que se aceptan en esta escritura altamente descentrada: Soy siempre la misma niña a la sombra de los durazneros de mi padre, dice, y estoy en el hogar junto a las abuelas, a las madres, las otras mujeres. No hay que olvidar esta marca de género que descuidan muchos de los comentaristas de Di Marosa y que, subrayada así, dispara sus rayos láser. Es la mirada de la superchica, entonces, que modestamente y a un costado de los grandes, atraviesa la atmósfera y descubre la forma de la tradición que pesa sobre las niñas que miran a sus primos varones y son poseídas finalmente por el lobo, que se parecía al padre. Descubre también una forma sutil del humor corrosivo, de quitar máscaras y sucumbir a un mundo de violaciones, abandonos y violencias plegados unos sobre otros.
Un centro en los márgenes, en la rueda familiar y en el canon literario de Uruguay y Latinoamérica, la escritura de Di Marosa inscribe su propia burla revulsiva a quienes tratan de expropiarla y traza una línea.
“–Tenía su padre hipotecada la huerta al señor Yeats?”, preguntan alocadamente una y otra vez los policías a la niña-señorita Beryl, pero ella anota: “Yo había cobrado la costumbre de errar toda la tarde, sola, lejos, sobre esa tierra, que pronto sería ajena”. Es que ha habido un crimen y con esa señal de ajenidad marca la escritura de Di Marosa su única señal de pertenencia: “Rosa es el nombre secreto de mi raza”.

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