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Tambores
sobre el dique
Hélène
Cixous, considerada la más importante de las escritoras francesas
vivas, entregó al Théâtre du Soleil, dirigido por
la igualmente célebre Ariane Mnouchkine, su obra Tambores sobre
el dique (en forma de una pieza antigua para marionetas actuada
por actores). Estrenada en setiembre del año pasado, la pieza
es una reflexión política sobre la responsabilidad de los
gobernantes. A continuación, una presentación de ese texto,
del cual se reproduce un fragmento, y el relato de Graciela Casabé
de esa experiencia única.
Por
Hélène Cixous
Dilema
en la corte
(Entran
El adivino y Duan)
Duan:
Yo, que aparezco ante ustedes, soy Duan. Mi padre, el célebre
adivino del país Quan Zé donde reina el señor Khang,
recibió esta noche la visita de un sueño que echa terrible
luz sobre el porvenir de este reino. Nos encaminamos inmediatamente hacia
el palacio espléndido, como se dice en los poemas, y sentíamos
una gran opresión cuando llegamos al pontón real. El adivino
quiere hablar y decir lo que vio.
El
Adivino:
He visto la nada. Era después del fin de nuestro mundo. Todos
vosotros habíais desaparecido bajo el Océano de color gris.
Mi hija intrépida y yo, solos, estábamos ahí, en
lo alto de la duna. Lo que apareció, entonces, a nuestros ojos,
era miserable. ¡Ah! ¡Querida campaña! ¿Dónde
te has ido? ¿Y la Ciudad de Cien Portones Dorados, dónde
está? ¿Dónde están los monasterios? ¿Dónde
está el Palacio? ¡Oh! El horror se monta en nuestros corazones.
Padre, mire allá abajo, me grita Duan.
Bajo nuestros ojos
Un saqueo de jóvenes niños
Hinchados como los demás
Llevados por la muerte
Al galope potente, tren infernal
La cara de una madre
Mira
El casco negro de un escriba que flota, ligero.
En la
punta de un pino
Una familia de monos
Se sostiene
De una larga y dura rama cortada
La ola extingue
Al miserable enjambre
Fuera
del barro
Una mano se extiende, a quien sea
Era mi vecino
El hombre conocía la voz de todos los pájaros.
Amontonados
sobre el dique
Mi hija y yo
Residuos condenados
A divulgar al día siguiente
La nefasta noticia.
No volaba
una hoja. El agua inmóvil como un desierto que duerme. Vosotros
no estabais más, ninguno de vosotros. Una vez que el espacio desaparezca
sólo quedará el limón del tiempo. Escuchad; ya el
cobre de la alarma pega contra los corazones.
(El
Adivino sale)
El
imperio de los signos
En
medio de todas las opciones posibles (y la política de esta obra
es la de las posibilidades) aparece un escándalo de corrupción,
errores de cálculo y mentiras en el interior de una corte que nada
tiene que envidiar a los escenarios de la política moderna.
Por
Ariel Schettini
La fascinación
que la cultura francesa tiene por el lejano Oriente seguramente se remonta
a mucho antes de Flaubert y no terminó con la pérdida de
Indochina, su colonia, y el desastre consecuente que los llevó
a la ambigüedad política que no pudieron enfrentar en Vietnam.
Tampoco fue sofocada por las peleas que generó el maoísmo
y la Revolución Cultural China entre el grupo Tel quel, Althusser
y Sartre, que engendró literatura y cine a su alrededor; por ejemplo,
en el caso de La chinoise de Jean-Luc Godard. Perdura en El imperio de
los signos de Roland Barthes, una larga reflexión sobre el Japón
moderno visto bajo la lente de un hombre literalmente desorientado
y continúa en las novelas de Julia Kristeva, o en la película
Indochina, con la siempre hierática Catherine Deneuve haciendo
el papel alegórico de una Francia confundida por la herencia que
deja tras su paso y los amantes que la acosan como a una esfinge, aún
cuando ella esté, hay que decirlo, vieja, sola y aburrida.
Quizás esa fascinación tenga su explicación en la
mirada especular sobre una cultura milenaria que, aún habiendo
perdido su lugar central, sigue provocando curiosidad. Pero también
en el encanto singular que provoca la alegoría y el mito, cuando
nos habla de lo remoto e inaudito para significar lo más próximo
y familiar.
Hace un tiempo, en el año 1998, la directora del Théâtre
du Soleil, Ariane Mnouchkine, para continuar explorando una relación
que no tiene nada de inocente ni de mero exotismo decorativo y para revitalizar
una relación que no tiene descanso, le pidió a Hélène
Cixous, escritora y crítica francesa, la adaptación de una
pieza de teatro de Hsi.Xhou (el nombre es extrañamente familiar
y suena, casualmente, idéntico al de la autora francesa), inicialmente
pensada para marionetas, pero que a través del tiempo se transformó
en una pieza para actores varones haciendo de mujeres, o para mujeres
haciendo los roles masculinos, en fin... que tuvo una suerte muy diversa
a los largo de la historia del teatro chino.
Como la obra que motiva el texto de Cixous ya estaba escrita, la autora
se imaginó a sí misma como una marioneta tal como
ella lo relata, conducida por las manos de un marionetista antiguo:
Hsi.Xhou.
Ese fue el inicio de una nueva exploración y nuevo camino para
el Théâtre du Soleil, meca de la actuación y la experimentación
dramática de vanguardia, aún después de los casi
cuarenta años que lleva trabajando.
El texto que el Théâtre du soleil publicó, con un
diseño que pretende remedar un libro antiguo, terminó por
convertirse rápidamente en una especie de manifiesto teatral, estético,
político y completamente alegórico. No es extraño,
si se tiene en cuenta que la autora, además de ser una de las escritoras
fundamentales de la literatura francesa posterior al Nouveau Roman, es
también una de las teóricas y críticas del feminismo
francés más notables.
Pero esta obra lleva su causa política más allá que
la discusión sobre las políticas del género, puesto
que Tambores sobre el dique es una reflexión sobre los usos del
poder en muchos niveles y en formas muy distintas.
Sordos
ruidos
La obra que finalmente escribió Cixous tiene la sencillez
de una fábula y los hechos ocurren con la necesidad de una tragedia.
Un adivino predice la nada y a partir de allí la corte del rey
Khang comienza a dar una forma a esa nada que no puede ser sino política.
Lo que el adivino predice es una inundación masiva que supuestamente
hundirá todo el reino. Es entonces cuando el rey se ve en la necesidad
de hacer jugar todas las figuras de la política clásica:
hacerle caso al adivino o ignorarlo, prever la inundación (con
el consiguiente gasto de fuerzas que supone) o abrirle el paso como una
fuerza indomesticable de la naturaleza. La corte, compuesta de cancilleres,
arquitectos, y familiares, comienza a girar alrededor de un hecho improbable,
pero cuya inminencia es terrorífica. Todos los gestos de la impotencia
y de la omnipotencia son puestos en juego. La lucha del hombre contra
la naturaleza se transforma en una guerra en el interior del palacio y
una lucha íntima de los personajes que deben optar entre
salvar su individualidad o salvar al reino, consagrar su fidelidad al
rey o traicionarlo.
En medio de todas las opciones posibles (y la política de esta
obra es la de las posibilidades) aparece un escándalo de corrupción,
errores de cálculo y mentiras en el interior de una corte que nada
tiene que envidiar a los escenarios de la política moderna. Las
opciones que se presentan al rey, una vez comprobada la falta de idoneidad
de sus colaboradores, es la de sacrificar a un grupo, para salvar a otro
(y entonces ¿a quién elegir?) mediante la destrucción
de unos diques que permitirían que otros embalses soporten la tormenta
anunciada.
Pero en ese instante en que todo parece dominado por la coyuntura de los
problemas, como si fueran marionetas conducidas por una razón que
desconocen, los personajes se enfrentan al terror más grande: el
honor. Como en los Siglos de Oro españoles (que también
construyeron sus alegorías del buen y el mal Estado en Fuenteovejuna
o La vida es sueño), el honor de los personajes termina actuando
como una fuerza superior a la naturaleza y decidiendo por la vida y la
muerte de sus actores. Entonces es cuando el problema deja de ser el de
la representación en el teatro para ser el de la representación
en ese otro teatro que es la vida.
Con la fuerza de un relato bíblico el Diluvio Universal y
el castigo divino sobrevuelan la obra pero también con cierta
ironía que hace recordar a algunas tragedias de Shakespeare, Tambores
sobre el dique es una alegoría del Estado. Y como en toda alegoría,
el bien y el mal, la verdad y la mentira, la falsedad y otros atributos
universales se ponen en juego para mostrar el lado fatal de las acciones
humanas cuyo error las pone siempre en conflicto con el futuro, el destino
y la suerte.
El
dique
La obra se sostiene sobre otra paradoja que, como en las grandes
obras de arte, devela una concepción general acerca de un hecho
estético.
Los personajes están sometidos a todos los azares y a todos los
errores. Del mismo modo que Hélène Cixous se propuso jugar
a ser la marioneta o amanuense de otro escritor, toda la puesta en escena
insiste en los conflictos de poder entre un déspota (el director)
y el camino marcado o el libre albedrío de los actores.
De modo que el montaje de la obra está pensado para que los actores
hagan las veces de marionetas llevados por sus marionetistas, tal como
si se tratara de un palacio que, en realidad, es una casa de muñecas.
Como colofón de la obra, Cixous desarrolla algunas reflexiones
sobre el teatro como alegoría y metáfora, y sobre la marioneta
como metáfora del cuerpo (y sus posiciones conflictivas), del poder
y del destino. Por eso, tanto el río como la inundación
son personajes habitados y con vida.
El drama que Ariane Mnouchkine pone en escena interroga al teatro como
representación del poder, pero finalmente todo muta en una reflexión
sobre los límites del cuerpo y de las condiciones políticas,
poéticas, estéticas y gimnásticas en las que el cuerpo
actúa.
Para ello, la autora se internó en una investigación a la
vez antropológica (la fundación de China a partir del matrimonio
de dos ríos es uno de los mitos más conocidos), histórica
(hace miles de años habría sucedido una inundación
semejante) y literaria (los textos y las versiones de los textos que dieron
origen a Tambores sobre el dique), con el objetivo de poner en las caras
inmóviles de marionetas las emociones y la risa irónica
de quienes conducen el mundo.
Acerca
del Théâtre du Soleil
Sol
de Francia
Por
Graciela Casabé
Desde
el momento en que uno sabe que tiene una cita pendiente con el teatro
de Ariane Mnouchkine, sabe también que la experiencia será
transformadora. Porque el Théâtre du Soleil ha sido, desde
su fundación en la década del sesenta, un faro de producción
de uno de los mejores teatros del mundo para quienes nos dedicamos a la
actividad. Y pasados los años sigue siendo el lugar hacia donde
tienden nuestro interés y nuestra curiosidad.
De allí que la experiencia del teatro de Mnouchkine solamente pueda
ser pensada desde el viaje que nos lleva hacia La Cartoucherie (un teatro
en las afueras de París que, ubicado en un bosque, tiene el aspecto
de refugio y de laboratorio de exploración). Un viaje es casi todo
de lo que se trató para mí el Théâtre du Soleil.
Desde la entrada sabemos que formaremos parte de un espectáculo
mágico que nos llevará hacia otro lugar remoto: los actores
se cambian, maquillan y preparan espiados por el público, mientras
hacemos un viaje gastronómico (en el caso de este último
espectáculo se trata de comida japonesa, para conducirnos mediante
los sabores y los olores hacia los tiempos de los samurais) que anticipa
el viaje narrativo que nos traslada en el espacio y en el tiempo sin cesar
de sorprendernos. Como en la tragedia griega, el Théâtre
du Soleil nos encamina hacia una experiencia estética total, que
ataca todos los sentidos y transforma los modos de percepción tradicionales.
En Tambores sobre el dique los actores hacen las veces de marionetas y
titiriteros sobre lo que sabremos después que es una pileta (y
la actuación se traslada de sobre esa pileta a dentro de ella),
en la que se desplazan con sutileza, mientras dicen el texto de Hélène
Cixous, que nos remonta a un Oriente Imperial. Pero eso no es todo. La
música de Jean-Jacques Lemêtre realizada con los instrumentos
más exóticos de una variedad infinita y las
máscaras que usan los actores, así como la exquisita escenografía
e iluminación, suponen un trabajo de producción y de imaginación
enorme.
Por eso se trata de un viaje que, como un juego de cajas chinas, tiene
infinitos viajes adentro. Y, como es previsible, su único límite
es el de la imaginación y no el de los presupuestos.
Para quienes trabajamos en la actividad teatral en la Argentina, traer
el Théâtre du Soleil a nuestro país es una deuda que
deberemos saldar.
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