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Dramas argentinos

El teatro de la pobreza

 

Por una de esas paradojas de la historia, la dramaturgia argentina actual –un índice del vacío de políticas culturales– triunfa en Europa por su capacidad de contestar a la hegemonía mediática desde la pobreza y el desamparo.



Por Gabriela Massuh

Un boxeador, que tiene más de bailarín que de pugilista, exclama “si no se puede ser poeta hay que dedicarse al boxeo” (La Boxe de Diego Starosta). Dos hermanas declaran su mutuo amor mientras pelean por el cuerpo muerto de un hombre desnudo. Una de ellas es fotógrafa, quiere colgar de una mesa destartalada los retratos de irreconocibles cuerpos muertos: “las fotografías son lo más real que tenemos” (Mujeres A banderadas de Beatriz Catani). Un ex combatiente de Malvinas relata de manera banal su tortuosa reinserción en la sociedad después de haber sido internado en un loquero que podría ser el Borda (Museo aeronáutico de Federico León). Una parejita de clase media porteña inicia una absurda relación a partir del encuentro en un maxiquiosco a altas horas de la madrugada (La historia de llorar por él de Ignacio Apolo). Una desarticulada familia instalada dentro y fuera de una bañera llena de agua intercambia fragmentos de diálogo detrás de los que se construye el padre ausente (1000 metros sobre el nivel de Jack de Federico León). Un desaparecido virtual acosa desde el éter a tres mujeres mediante las interferencias de una voz que no es presencia ni ausencia (Señora, esposa, niña y joven desde lejos de Marcelo Bertuccio). Trasnochados personajes de Arlt reinventan la revolución (productiva): una inútil máquina de imprimir billetes (El pecado que no se puede nombrar de Ricardo Bartís).
Estos fragmentos tomados al azar de diferentes obras de la más reciente dramaturgia local configuran un territorio inevitablemente argentino que, por extraño que parezca, fascina en el exterior. No es novedad que este teatro sea invitado en forma progresiva a participar de los mejores festivales de Europa ni que coseche la admiración de quienes están acostumbrados a ver y producir obras, que contrariamente a éstas son infinitamente más caras de montar. Hace años que el Periférico de Objetos viene cosechando un éxito sostenido en varios festivales internacionales. Este fenómeno abrió las compuertas del interés de los curadores extranjeros. Detrás del Periférico había, de hecho, una serie de autores y directores que pudieron confirmar la sospecha de que era necesario concentrar un foco de atención sobre la escena porteña. El ojo externo contribuyó a darle visibilidad a uno de los fenómenos culturales más paradójicos y alentadores de las últimas décadas. Ante los ojos de un europeo, la paradoja radica en que estos artistas trabajan prácticamente al margen del apoyo privado o estatal. Lo insólito de este movimiento es que la parquedad de recursos disponibles se haya convertido –suena casi perverso– en una virtud.
¿Dónde radica la fuerza de atracción de nuestra joven escena teatral? La respuesta a esta pregunta merecería un ensayo más largo de lo que permite una nota periodística. Sin embargo, vale la pena avanzar sobre algunos rasgos distintivos. Esta dramaturgia, que se exhibe en ámbitos o catacumbas que apenas cuentan con un par de reflectores, articula una mirada que, contrariamente a la estética de los años noventa, parece volver hacia la realidad de una manera oblicua. En todas ellas se dibuja un territorio cuyo elemento constitutivo es un aquí y ahora identificable: está hecho de fragmentos, citas de muy diversa índole, imágenes tomadas al azar, situaciones sin presente ni futuro, escombros de un mundo que alguna vez tuvo sentido. Del Sentido, el centro productor de esta dramaturgia, se traslada a la percepción de los sentidos usados como un estetoscopio que ausculta una realidad bizarra.
Las obras se caracterizan, casi sin excepción, por un hermetismo que a primera vista parece arbitrario. Más de un desprevenido espectador sale de la sala sin ocultar su indignación: ¿Qué están queriendo decirme?, ¿por qué los personajes femeninos de Cachetazo de Campo no paran de llorar? ¿Qué significa esa biografía apócrifa contada por un personaje faulkneriano (pero real) en Museo Aeronáutico? Estas obras apelan a unanueva percepción. Sus personajes (que acaso sin querer abrevan en el grotesco o, más cerca, en la obra de Griselda Gambaro) son esperpentos, del mismo modo como es esperpéntica la cotidiana imagen de familias revolviendo en la basura. Los textos son restos metafóricos de un discurso quebrado que hace zapping en los estragos de la globalización o, en su versión local, la era que inauguró Menem. Leídos o interpretados de manera lineal, no dan sentido. Percibidos como el montaje de una realidad donde la fisura es un eje constitutivo, se transforman en metáfora, casi se diría, poética. De hecho, hay en este procedimiento de pegar retazos un elemento que los emparienta con cineastas como Pablo Trapero o Adrián Caetano.
Estas obras son un espejo cóncavo del lugar (in)visible que para nuestro Estado y nuestra sociedad ocupa la creación artística: un espacio reducido a la nada. Todas ellas se desarrollan en ámbitos mínimos, recovecos, escenarios ínfimos, intersticios a los cuales se accede como atravesando un laberinto iniciático. A la versión de María Estuardo producida por Analía Couceiro se llega cruzando un patio trasero luego de subir por una empinada escalera que conduce a una suerte de altillo mínimo, como si fuera una perversa torre de marfil. En Dens in dente Mariana Obersztern ubica al público encima del escueto escenario del Rojas, pegado a una cortina de dientes perlados detrás de los que se mueven dos impertérritas actrices. Por lo general estas obras no duran más que una hora, sesenta minutos televisivos sin cortes, apenas el tiempo necesario para tolerar la incomodidad transformada en recurso. Este teatro se constituye en el antiespacio, la antideclamación, el anticuerpo todavía resistente de una sociedad devastada por la cultura del megaespectáculo.
Volvamos a la pregunta inicial: ¿qué, de toda esta miseria, le atrae a la rica Europa de escenarios gigantescos y múltiples recursos, donde la afrenta dramática de moda es poner obras que duran ocho, dieciséis y hasta veinticuatro horas? La riqueza de los escenarios europeos oculta una esencial carencia: su incapacidad de inserción en el tiempo presente y su impericia para dar con una respuesta al feroz cambio de paradigmas y valores instalado en el mundo a partir de 1990. Nuestros jóvenes dramaturgos sufren en carne propia la devastación del espacio público privatizado para el lucro. Van en contra del imperio del discurso único y la prepotencia de un estado cuya jactancia es haberse retirado de sus obligaciones naturales. Tal vez casi ninguno de ellos sea consciente de esta devastación o más bien, casi ninguno estaría dispuesto a admitir que eso que hacen se deja definir en términos políticos. A su manera, intuitiva, empecinada, marginal y bizarra lograron dar con un lenguaje propio que no abreva más que en el contexto no mediatizado.

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