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Por
Diego Bentivegna
Hoy por
hoy, la escritura de Walsh constituye un evidente punto de referencia
para las nuevas letras argentinas, un territorio complejo en el que se
problematizan ciertos núcleos fuertes (ficción/realidad,
arte/cultura, literatura/política, arte/medios) que atraviesan
la literatura nacional. Más que un modelo estandarizado aplicable
ad hoc a cualquier situación imaginable, como el sartrismo o el
borgismo, más que una forma ahistórica que puede generar
beneficios literarios sin riesgos y ad infinitum, la escritura, en Walsh,
es un modo de ubicarse en la literatura (en y no fuera ni sobre) o de
entender la posición del escritor y su oficio que en muchos puntos
ha permanecido ininteligible a los ojos de una concepción de la
literatura que el propio Walsh ha contribuido a poner definitivamente
en cuestión.
La desgarradura más profunda que los relatos de Walsh exponen surge
del contacto entre la escritura ficcional y la representación directa,
sin mediaciones, de lo real. O, lo que es lo mismo, la confrontación
de la literatura tal como ésta ha sido institucionalizada, con
sus poéticas, sus géneros, sus modos de producción,
circulación y consumo, y el ámbito de lo que es reconocido
como escritura, pero es mezquinado a la literatura: lo testimonial, lo
periodístico, lo político.
Walsh, su escritura, sus textos literarios, desde sus cuentos policiales
perfectos los modelos, entonces, eran La muerte y la brújula
de Borges y los Seis problemas para Don Isidro Parodi, que, como el mismo
Walsh afirma en el prólogo a su primera antología, Diez
cuentos policiales argentinos (1953), constituyen el acto fundacional
del género en la literatura en lengua castellana hasta las
notas de prensa difundidas a través de Ancla (recogidas por Horacio
Verbitsky en un volumen publicado por La Urraca en 1985, Rodolfo Walsh
y la prensa clandestina) son un punto claro de articulación entre
cierto pasado realista y los nuevos modos de entender la literatura, sustentados
en el montaje (de frases, de voces, de textualidades) y el consecuente
chirrido, la consecuente inorganicidad y apertura del texto literario.
Al mismo tiempo, los textos de Walsh, en especial aquéllos cuya
inclusión en la serie literaria es particularmente incómoda
además de Operación masacre (1957), El caso Satanowsky
(1958) y ¿Quién mató a Rosendo? (1969) tematizan,
a su modo, la politización de la esfera literaria, la puesta en
crisis de categorías como alta y baja cultura,
el agotamiento de un modelo literario construido a partir de la separación
de los ámbitos de lo ficcional y de lo real, problemas cruciales
que tienen que ver con eso que expeditiva y confusamente llamamos posmodernidad.
Es claro, entonces, que la publicación de este libro, que recoge
una serie de contribuciones críticas y testimoniales, resulta una
necesidad. La publicación de un texto crítico de estas dimensiones
es, también, un índice de la progresiva integración
del autor de la Carta abierta... al canon literario nacional, luego de
discusiones que partían de ciertas tópicos acerca de lo
político y de lo literario frente a las que la escritura de Walsh
se mostraba tercamente ajena.
En rigor, el libro que ahora publica Alianza (o mejor, reedita, luego
de una edición de 1993 de la revista Nuevo texto crítico
del Departamento de Español y de Portugués de la Universidad
de Stanford, EE.UU.) es resultado de un triple trabajo de recolección.
En principio, se presentan diez textos no recogidos hasta ahora en libro,
por lo que esta edición debería sumarse a la larga serie
de las que recogen fragmentos de la obra inédita de Walsh (básicamente,
su obra cuentística y periodística).
Además de estos textos inéditos, Lafforgue compila una serie
de contribuciones escritas desde lo testimonial, desde el trabajo compartido,
desde la cercanía intelectual o desde la amistad. Se trata de textos
breves que prescinden de la rigurosidad crítica y del aparataje
teórico enbeneficio de lo evocativo. Encontramos en esta primera
sección artículos de Eduardo Galeano, Aníbal Ford,
Rogelio García Lupo, Horacio Verbitsky, el clásico de Ricardo
Piglia Rodolfo Walsh y el lugar de la verdad (incluido en
La Argentina en pedazos) y el imprescindible Rodolfo Walsh, el ajedrez
y la guerra, de David Viñas.
Por otro lado, se recopilan un conjunto de intervenciones críticas
académicas, escritas desde el saber y las metodologías legitimadas
por el aparato universitario. Según reza el prólogo de Lafforgue,
se trata de una serie de artículos de críticos jóvenes
que abordan las diferentes etapas y los diferentes géneros de la
producción walshiana y que, dice el responsable de la edición,
reflejan, sintetizan y proyectan un conjunto mucho más
amplio.
Por último, el libro se cierra con una más que completa
bibliografía de los textos de y sobre Walsh. Se incluye en esta
sección la entrada bibliográfica de la enorme cantidad de
textos publicados por Walsh bajo su nombre, bajo algún seudónimo,
como Daniel Hernández, o sin firma, a lo largo de su vida periodística
y literaria. También se da cuenta de las entrevistas y las traducciones
de los libros de Walsh al inglés, al alemán, al francés
y al italiano. Asimismo, se consignan las diversas ediciones de la obra
no publicada en libro en su momento (las de Verbitsky, Pesce, el propio
Lafforgue, Link).
En lo que respecta a los textos críticos, el trabajo bibliográfico
es especialmente minucioso: se registran tanto los artículos aparecidos
en publicaciones académicas, sobre todo argentinas y norteamericanas,
desde los artículos inaugurales de Angel Rama (de 1966) y de Aníbal
Ford (de 1972) hasta reseñas publicadas en el momento de aparición
de los libros de Walsh, recuerdos y homenajes póstumos y tesis
doctorales de las que la obra del autor ha sido objeto.
La
voz de los sin voz
Entre 1966 y 1967 Rodolfo Walsh recorre, como parte de su trabajo periodístico,
algunos puntos de la Argentina, acompañado por el fotógrafo
Pablo Alonso. El objetivo es escribir una serie de artículos para
la revista Panorama, que se propone construir un proyecto periodístico
de calidad, con profesionales reconocidos y con
productos de esmerada confección gráfica, es
decir, un proyecto comercial ubicado en los antípodas del trabajo
de producción y de circulación de información clandestina
que Walsh afrontará al comienzo de la dictadura militar del 76.
En el límite entre Corrientes y Chaco, casi en la confluencia de
los ríos Paraná y Paraguay, los cronistas se encuentran
con una isla que es, en realidad, uno de los pocos leprosarios que entonces
existen en la Argentina. La zona tiene mucho más que ver con los
proyectos de Macedonio y Lugones, con las selvas de Quiroga (justamente,
Lafforgue antologiza un artículo de Walsh dedicado al uruguayo,
El país de Quiroga, de 1967, publicado también
en Panorama) o con los cuerpos deformados del Bosco o del manierismo que
con los ámbitos urbanos que los escritos de Walsh han venido transitando.
De esta isla surge uno de los artículos incluidos en este libro,
La isla de los resucitados.
En más de un aspecto, este artículo puede leerse como un
punto de cruce de varias constantes de la poética walshiana. Al
menos, eso es lo que propone el artículo de Bárbara Crespo
(Rodolfo Walsh, Kafka y el lugar común), para quien
La isla de los resucitados está escrito en la confluencia
no sólo de dos cuencas fluviales, sino también de dos lógicas
textuales: la periodística y la literaria.
En La isla..., los límites entre la voz citante y la
voz citada (la de los enfermos, la de los médicos) tiende a superarse.
Son los internos, los que están dentro de la isla, los que construyen
el texto con sus voces. Como plantea Crespo, esas voces se disponen de
acuerdo con una gradación.De este modo, se inserta al final una
voz externa y extrema, que funciona como una encarnación, una textualización
del límite: la voz de un tal Palamazczuck. Y de aquí, a
través de la voz de este inmigrante mitad alemán, mitad
polaco, veterano de las dos guerras mundiales, médico, vagabundo
por toda la Mitteleuropa, el texto se abre hacia otros registros, que
son precisamente aquéllos con los que la literatura de Walsh entra
en tensión: Kafka, y con él cierto modo de entender el arte
y de entender la literatura que tiene que ver con un momento, el del modernismo,
que en los 60 está viviendo un momento claro de reformulación.
De alguna manera, es el procedimiento que Walsh ya ha puesto en juego
en Operación masacre, que ha puesto en juego en Cartas
y en Fotos, dos de las narraciones formalmente más
complejas de la narrativa argentina, que construyen ese microcosmos
joyceano (Piglia) inseparable, en Walsh, de la experiencia del campo
y de la infancia.
Y es que en Walsh, al menos en el Walsh maduro que se inicia, canónicamente,
en 1957, con Operación masacre, la voz no aparece como un mero
objeto de representación, sino como voz desde la que el texto escrito
se sostiene. De modo que el texto no es una ficcionalización, no
es una narrativización inmediata de lo real como cierto realismo
más o menos ingenuo y más o menos socialista hubiera deseado,
sino que es una urdimbre de voces, un tejido, una puesta en texto de una
oralidad condenada de otro modo a la extinción o al anegamiento,
a la pura instantaneidad, a la insignificancia, frente al discurso de
los medios y frente al discurso del Estado. Lo que hay en La isla...
es un uso específico, direccionalizado hacia la busca de la verdad,
de los instrumentos mediáticos.
Géneros
y genealogías
La historia de la relación entre Walsh y la industria cultural
ha sido narrada infinitas veces. Apenas llegado a Buenos Aires, hacia
1944, Walsh se integra al plantel de la editorial Hachette. Allí,
durante largos años, trabaja como corrector de pruebas, traductor,
antologista (del cuento policial y del cuento extraño).
Frustrados sus proyectos de cursar la carrera de Letras en Buenos Aires
y La Plata, la iniciación literaria de Walsh es inseparable del
trabajo en el interior de la industria cultural, en los mecanismos editoriales
porteños, lo cual supone una relación inmediata con los
procesos de modernización de la cultura argentina, representados,
en el ámbito literario, por la consolidación de una industria
con una lógica de producción y de circulación específica,
basada en gran parte en las colecciones populares y la traducción
de autores ingleses y norteamericanos. Una porción importante de
las intervenciones críticas recogidas por Lafforgue en este libro
(Pesce, Romano, Braceras) analizan estos primeros pasos de Walsh, su iniciación
como cuentista con la publicación de algunos relatos en las revistas
Vea y Lea y Leoplán y con la aparición de su primer libro,
Variaciones en rojo, de 1953.
Es en función de estos esquemas genéricos, principalmente
del policial, pero también del relato fantástico, asociado
con un modo de interpretación de lo real propio de la alta
cultura representada por gente como las del grupo Sur (Borges, las
Ocampo, Murena), como se define, en principio, la literatura de Walsh.
La narración no ficcional que Walsh reinstala en la literatura
argentina (es necesario reponer aquí, como lo señala Verbitsky,
el escrito fundacional de la literatura argentina, el Facundo de Sarmiento,
y también su contracara, la Vida del Chacho, de José Hernández,
del que Walsh conserva el tono de denuncia, el tono de impugnación
del asesinato estatal, y la serie que despliega Viñas: Concolorcorvo,
Lamadrid, la literatura anarquista, Arlt) no es sino la búsqueda
de un lugar posible de repliegue frente al discurso de un Estado convertido
en garante y sostén del crimen. Un lugar, en consecuencia, eminentemente
político.
Ese
cadáver
Es este lugar político de la narrativa el que se tematiza en uno
de los cuentos fundamentales de la producción de Walsh, Esa
mujer (en Los oficios terrestres, de 1965). En cierto sentido, la
literaturización del cadáver y la obsesión por la
mujer innombrada a lo largo de todo el texto de Walsh, que se desliza
a ciertos ámbitos no estrictamente literarios (sobre todo, claro
está, hacia un género típicamente periodístico
como la entrevista), tiene que ver con el retorno permanente de un cuerpo
hipersignificado que funciona como el soporte más eficaz de la
política cultural del peronismo. Es, en sí mismo, un lugar
en el que se sintetizan una obsesión que es del orden de lo psicoanalítico,
de lo patológico (el fetichismo), pero también del orden
del reconocimiento de la eficacia concreta de una política cultural
sustentada en Eva Perón y su memoria. De ahí que el Walsh
maduro que ya ha ajustado cuentas con su juvenil antiperonismo
entra en serie, a través de este texto, con otras intervenciones
ensayístico-literarias que suelen agruparse bajo la etiqueta de
evaperonismo, desde el discurso crítico de Sebreli
(Eva Perón, ¿aventurera o militante?, 1966), hasta textos
anteriores, como El simulacro de Borges (incluido en El hacedor)
que ya han planteado el lugar del cadáver de Evita en relación
con la reproducción y con una estética masiva, que será
retomado en textos de los 80 como Eva Perón en la hoguera
de Leónidas Lamborghini o El cadáver de la nación
(en Austria-Hungría) y Evita vive de Néstor
Perlongher.
En todo caso, el cuento de Walsh funciona como una manera de redefinir
la relación entre pesquisa, verdad y Estado. En más de un
sentido, la búsqueda del cadáver de Evita sintetiza la obsesión
por el cadáver sobre el que se fundan la nación y la literatura
argentinas, pero también la búsqueda del cuerpo ausente,
del cuerpo sustraído por el aparato del Estado.
De nuevo, entonces, hibridación. De nuevo, ruptura del límite
entre lo ficcional y lo político. Es mucho lo que este texto sobre
la desaparición de un cuerpo permite pensar respecto de ciertos
núcleos fuertes de la poética de Walsh. La trayectoria que
describe el sujeto literario Walsh es análoga a la trayectoria
del sujeto político, porque ambos constituyen instancias inescindibles
de una práctica única. Justamente, esta superposición
de lo político y de lo literario, esta puesta en crisis de esas
dos esferas autonomizadas que están en el origen de la literatura
nacional (ese Borges dialectizado, como dice bellamente Viñas)
es lo que tematiza el que probablemente sea el pasaje más famoso
de toda la obra de Walsh.
El violento oficio
Se trata, claro está, del pasaje del prólogo de Operación
Masacre en el que la realidad, inevitablemente, se cuela por la ventana
de la literatura, en el que se cifra un conjunto de tensiones que permiten
pensar tanto la producción de Walsh como su colocación en
el interior del sistema literario argentino. El pasaje se ha transformado
en un clásico de la literatura argentina, sobre todo por lo que
problematiza, por lo aludido, por lo que pone en crisis: el adentro y
el afuera, la racionalidad del ajedrez (civilización, cálculo,
razón, fines) y la irracionalidad de la muerte banal, casual, del
conscripto. La puteada. La lengua del otro. Ese otro que deja de ser mera
instancia de representación, mera objetualidad literaria frente
a la que horrorizarse (el Cortázar de Las puertas del cielo)
o frente a la que conmoverse (la lacrimógena literatura comprometida
heredera de Boedo), para pasar a ser, a lo largo del texto, voz actuante.
Un modo de resistencia.
Es este fragmento el que más aparece sintomáticamente,
compulsivamente citado a lo largo de las evocaciones y de los artículos
críticos compilados por Lafforgue. Posiblemente, esté expuesto
en él de manera contundente lo que hace de Walsh un escritor actual,
dueño de unaobra a partir de la cual todavía es posible
discutir posiciones literarias.
Es cierto que la actualidad de Walsh es inseparable de las condiciones
concretas que tiene que ver con el compromiso político asumido
hasta último momento, es decir, hasta la muerte en manos del terrorismo
de Estado, y que su caso puede resumir el de las miles de víctimas
de éste -para las que, en este país, todavía no ha
llegado su día de justicia.
Aún prescindiendo de ese dato biográfico crucial su
condición de desaparecido no es menos cierto que Walsh ocupa
(y la extrema soledad de su colocación es un índice de la
pobreza cultural de la Argentina actual) el lugar definitorio de morales
de la escritura.r
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