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Campo
de batalla
Por
Eduardo Grüner
En la
última escena de Más allá del Bien y del Mal -no
la obra de Nietzsche sino aquel bodrio filmado por la inefable Liliana
Cavani, donde Nietzsche, Rilke y Paul Rée (y no sabemos cómo
se salvó Freud) aparecen como tres idiotas que no entienden nada
de la vida hasta que viene Lou Andreas-Salomé (la cortadora de
cabezas) a explicarles todo. Lou, la monumental histérica (actuada
por Dominique Sanda), se despide de un Nietzsche ya psicotizado (ignoramos
si por culpa de sus ideas, de la sífilis o de la propia Salomé),
al atardecer del 31 de diciembre de 1899, diciéndole: No
te preocupes, Fritz (!!!): empieza nuestro siglo. A continuación
se monta al landeau (o quizá fuera un tilbury, o un simple mateo),
donde la espera un Rilke ansioso y baboseante, aparentemente mucho más
preocupado por meterle mano a la diva de las letras austrohúngaras
que por escribir las Elegías de Duino. Y aquí hay que decir
que la susodicha dama se equivocó sólo en parte: el siglo
XX terminó siendo mucho más el siglo de Nietzsche o
el de Freud, o incluso el de Rilke que el de ella, que tuvo que
sufrir ese destino peor que la muerte para una feminista: el de ser recordada
principalmente por los hombres que la rodearon. Destino cruelmente injusto,
sin duda, pero a la vez (si es cierto que era como la pinta la Cavani)
plenamente merecido.
Por qué
(no) somos nietzscheanos Ironías aparte, que el siglo XX haya sido
el de Nietzsche no deja de constituir una cierta paradoja. Como dice Malcolm
Bull en un artículo reciente (Where is the Anti-Nietzsche,
New Left Review, 3, Mayo/Junio 2000), el filósofo que se opuso
a todos los demás de manera radical, virulenta y a veces francamente
violenta, no encontró prácticamente ninguna oposición
en su siglo siglo que él mismo no pudo soportar:
se murió a los pocos meses de la profecía salomeana.
Tan así es que hace algunos años Luc Ferry y Alain Renant
se sintieron obligados a compilar un libro explicando, ya desde el título,
por qué no somos nietzscheanos (Pourquoi nous ne sommes
pas nietzschéens, 1991). Semejante unanimidad, hay que decirlo,
es harto sospechosa. Sobre todo tratándose de alguien de quien
pudo decirse que, más que un hombre, era un campo de batalla. Uno
se imaginaría que tendría que haber habido grandes batallas
en ese campo, como las hubo sobre Marx o sobre Freud (para ir completando
una trilogía canónica sobre la que habrá que volver).
Pero no. Al menos no hasta recientemente, como veremos. Ni siquiera su
interesada, fetichizada y falsificada, desde ya adopción
por los nazis merced a los buenos oficios de su encantadora hermanita
despertó inquina, sino más bien curiosidad aumentada salvo,
también desde ya, en Alemania. ¿Se trata de un gigantesco
malentendido? En cierto modo, sí: cuando Ferry y Renant dicen que
debemos dejar de interpretar a Nietzsche y empezar a tomarlo al
pie de la letra, lo menos que se puede decir es que malentienden;
¿o acaso no nos enseñó Nietzsche que se debe sospechar
de toda letra naturalizada? ¿Que no hay hechos,
sólo hay interpretaciones? ¿Por qué, entonces,
no habría de caberle a él el sayo que él cortó
para el mundo en general? Por supuesto que, tomado a la letra,
el hombre dijo, aquí y allá, algunas cosas más bien
antipáticas: habló mal de las mujeres, de la democracia,
del humanismo, del socialismo. Todas cosas muy políticamente
incorrectas.
Sólo que él, en pleno siglo XIX, todavía no podía
saberlo (es otra paradoja, o mejor dicho, una falacia de atribución
retroactiva: a decir verdad, en la época de Nietzsche hablar mal
de esas cosas no estaba tan mal visto; no fueron precisamente ésas
sus principales transgresiones al sentido común y el
pensamiento hegemónico). Y hete aquí, sin embargo, que feministas,
demócratas radicales, ultraizquierdistas y rebeldes
antisistémicos de todo pelaje (pero ningún neonazi, vale
la pena recordarlo) pudieron interpretarlo como su héroe;
¿son todos idiotas, todos malentendieron, nadie supo leerlo a
la letra?
Maestro
de la sospecha
Parece difícil, sobre todo si uno piensa en algunos nombres con
los que se puede estar más o menos de acuerdo, pero a los que sería
un exceso atribuirles estupidez, o siquiera ingenuidad: Michel Foucault,
Louis Althusser, Paul Ricoeur, Roland Barthes, Pierre Klossowski o Maurice
Blanchot lo colocaron, nuevamente, junto a Marx y Freud como los tres
grandes maestros de la sospecha o fundadores de un nuevo
horizonte discursivo de la modernidad. Para Deleuze o Derrida es
el padre del más radical deconstructivismo, de la más
profunda denuncia de las ilusiones de la filosofía occidental.
Theodor Adorno lo pone al lado de Sade como el crítico más
sombrío de la sociedad burguesa. Heidegger puede decir
que es el último metafísico, pero justamente porque es el
que más se acercó (antes de él, se entiende: Heidegger
siempre tiene una envidiable disposición a pensar lo mejor de sí
mismo) a hacer estallar la metafísica. Sartre, ni qué decir,
le debe mucho más de lo que confiesa. Toda la nueva escuela de
filosofía italiana (de Vattimo a Cacciari, de Rella a Vitiello)
no existiría sin él. Y casi otro tanto podría predicarse
de todo el pensamiento post (moderno/estructuralista/marxista), así
como de lo mejor de los Estudios Culturales o la Teoría Postcolonial,
aunque con sintomáticas resistencias a reconocerlo.
Lo dicho: idiotas, todos ellos, no pueden ser. Y sin embargo, hay que
repetir: tanta unanimidad es sospechosa. Muchos de los nombres y escuelas
citados más arriba son no sólo muy diferentes sino, con
frecuencia, irreconciliables. Hay que concluir que, pese a la recomendación
de Ferry y Renant, están dispuestas a montar un verdadero carnaval
interpretativo, una desaforada orgía hermenéutica, alrededor
de ese padre terrible. Pero queda el problema: ¿por qué
todos lo reclaman como fuente inagotable de libérrimas asociaciones?
¿Será una muestra más de la tendencia de la filosofía
occidental a unificar adhesiones y oposiciones bajo un nombre emblemático
(como ha sostenido recientemente Jean-Joseph Goux, parece que eso empezó
con Edipo, que vendría a ser el liquidador, entre otras cosas,
del politeísmo en el campo del pensamiento: claro que
ello, una vez más, sería flagrantemente contradictorio con
la letra nietzscheana)? Si así fuera, el emblema
Nietzsche, con su perspectivismo y su pasión deconstructiva
-interesada y falazmente reinterpretados como relativismo: también
habrá que volver sobre el tema, sería algo así
como el antídoto contra el racionalismo instrumental
cartesiano, que desde diferentes perspectivas ideológicas alemanas
(la de Weber, la de Simmel, la de Heidegger, la de Adorno) o francesas
(la de Foucault, la de Deleuze y Guattari) es sindicado como el origen
del Mal Absoluto de Occidente, de su voluntad de poder ejercido
a través del dominio de la técnica, etcétera.
Todos esos cráneos son, no obstante, lo suficientemente lúcidos
como para saber que, enunciado así, se trata de un esquematismo
puramente estratégico: en cuanto uno se pone más sutil,
tiene que aclarar que ni Nietzsche es un férreo bloque de cemento
antirracionalista (¿qué pensar, en el extremo, de su etapa
decididamente positivista?) ni el cogitante Descartes de El
Discurso del Método puede entenderse sin el de Las pasiones del
alma, y así. Eso, para no mencionar que el siglo XVII francés
no es el siglo XIX alemán y otras minucias historicistas por el
estilo. Y sin embargo, el esquematismo estratégico persiste por
encima de las complejidades de las que todo el mundo está perfectamente
avisado. Lo dicho: son perspectivas harto diversas; pero, como hubiera
dicho un ya fallecido ex presidente argentino: Nietzscheanos somos
todos.
Algo más tiene que haber; algo que, unificando estratégicamente
voluntades tan polifónicas, explique por qué Nietzsche sería
merecedor de una unanimidad que no se le ha otorgado ni por las tapas
(pese a las apariencias) a Freud, ni muchísimo menos a Marx. ¿Deberíamos
buscar por ellado de que casi todos esos reivindicadores (las excepciones
obvias son Adorno o Althusser, justamente los menos entusiastas) pueden
más o menos agruparse bajo alguna etiqueta de las llamadas post?
La más audaz entre las pocas voces disonantes de los últimos
años, un tal Geoff Waite (en Nietzsches Corps/e, 1996) arroja
al ruedo un toro furioso: Ni conservador, ni proto-fascista, ni
proto-nazi, Friedrich Nietzsche es de hecho el programador revolucionario
de la tardía cultura y tecnocultura seudoizquierdista y en verdad
liberal-fascistoide (...). Si una sola persona o cosa pudiera ser responsable
de la muerte del comunismo como hecho imaginado o como concepto ubicuo,
ese sería el concepto Nietzsche, el hombre Nietzsche (...). Consideremos
la posibilidad de que el éxito -relativo de Nietzsche y el
fracaso aparente del comunismo fueran acontecimientos globales
íntimamente vinculados (...). En términos acuñados
en otro contexto por Fredric Jameson, el nietzscheísmo puede servir
para acceder a la estética geopolítica de la era actual
de las redes corporativas multinacionales y globales. Se trata,
desde luego, de otro superesquematismo estratégico, rayano en el
dislate paranoico. Pero, pero...
El
conflicto de las interpretaciones
Hay algo que no se puede negar: después de las respectivas ocurrencias
de Althusser, Ricoeur y Foucault, el pensamiento post ha puesto un empeño
inusitado, aparentemente desmedido, en separar a Nietzsche de sus compañeros
Marx y Freud, en quebrar esa síntesis de múltiples
determinaciones conformada por esos tres nombres. Más allá
de las exageraciones de Waite, es difícil no entrever en ese gesto
la multisecular táctica del dividir para reinar. La operación
aparece plena de sutilezas intelectuales, pero el silogismo de su objetivo
es en el fondo bien simple: puesto que es muy verosímil como
enseguida procuraremos mostrar asociar esos nombres como los tres
más radicales y profundos críticos de la Modernidad desde
adentro de la propia Modernidad (primera premisa), y como Marx y Freud,
cada uno en su terreno, son indudablemente hijos de una Ilustración
(auto)crítica que se propone llevar hasta las últimas consecuencias
la posterior consigna frankfurteriana de ilustrar la Ilustración
(segunda premisa), hay que intentar romper la cadena por el eslabón
(aparentemente) más débil, o más ambivalente, frente
a la Modernidad: hay que hacer de Nietzsche el tercero excluido,
ponerlo directamente fuera de la Modernidad, devenirlo para hablar
rápido posmoderno (concluyente conclusión).
Voilà.
Operación considerablemente exitosa, hay que decirlo: (nos) obliga,
a los que todavía imaginan una potencia auténticamente revolucionaria
pasible de ser extraída del discurso nietzscheano, a un combate
en tres frentes: por un lado, hay que desautorizar críticamente
el jergoso arsenal post, y mostrar que como lo hubiera querido el
propio Nietzsche su reinterpretación, como todas, es una
construcción política, un instrumento de una cierta voluntad
de poder (y no precisamente la que el propio Nietzsche reivindicaría):
no se trata de oponerle ningún objetivismo ni ninguna letra
textual (ahí se equivocan Ferry y Renant), sino de analizar pasional
pero rigurosamente a cuál política responde. Por otro lado,
hay que reubicar los problemas verdaderos (no hay ninguna ideología
que no se apoye en ciertas verdades, so pena de ser absolutamente ineficaz)
que adelantan los pensadores post, sin por ello dejar de decir -aunque
no tengamos aquí el espacio suficiente para elaborarlo que
la gran mayoría de esas cuestiones están ya en los tres
padres fundadores a condición de que se las sepa leer
retroactivamente, sólo que en ellos tienen una dimensión
filosófico-política de la que los post quisieran desembarazarse
a cualquier precio. Finalmente, el tercer combate si bien éste
se libra, por así decirlo, dentro de la propia trinchera
es contra los que confunden no la letra nietzscheana sino
el hecho de que los posthan adoptado una cierta interpretación
de Nietzsche, con toda posible interpretación, haciendo entonces
de Nietzsche un post adelantado, y por lo tanto eliminando su dimensión
de hombre-campo-de-batalla (y ahí se equivoca Waite).
A decir verdad, el combate esencial es el primero: ganada esa batalla,
los otros dos frentes caen por su propio peso. Si Nietzsche, Marx y Freud
pudieron razonablemente ser puestos en contigüidad, no es desde luego
por los contenidos de sus obras, sino por la lógica
de su pensamiento: ellos son maestros de la sospecha para
retornar a la canónica definición de Ricoeur porque
los tres descubrieron, en tres registros en principio inconmensurables
entre sí, procesos no inmediatamente visibles de construcción
de la Historia: la voluntad de poder, la lucha de clases, las operaciones
del Inconsciente.
La
Historia, madre de la verdad
Y descubrieron que la Historia (de las concepciones morales, de los modos
de producción, del sujeto razonante) es permanentemente reinterpretada
de tal modo que escamotea aquel proceso de construcción. Es decir:
es reinterpretada de manera fetichista, sustituyendo la parte
al todo y el efecto a la causa. En los tres se trata de interpretar
la interpretación (como bien lo advierte Foucault: Marx no
interpreta a la sociedad burguesa, sino la interpretación burguesa
de la sociedad; Freud no interpreta el sueño del paciente, sino
el relato -que ya es una autointerpretación que el paciente
hace de su sueño; Nietzsche no interpreta la moral occidental,
sino la interpretación que la voluntad de poder occidental hace
de las concepciones morales). Es decir: en los tres se trata de rehistorizar
el fetiche, de reinscribirlo en el proceso totalizador del
cual es el producto, de hacer la crítica ideológica
de aquel escamoteo. En los tres aunque sólo en Marx de modo
completamente explícito e inequívoco se trata, pues,
de mostrar el rostro oculto, la otra escena de la Modernidad
(de lo que Marx, poco afecto a los eufemismos, llama sociedad capitalista),
ya sea en el registro de las concepciones ingenuas o interesadas del propio
pensamiento filosófico, de las estructuras económicas y
sociales, de una idea del sujeto como identidad transparente ante sí
misma. No estamos ante tres enemigos o renegados de la Modernidad (aunque
el caso de Nietzsche sea más problemático), sino ante tres
críticos implacables de ella, que pretenden re-totalizarla para
ofrecer el cuadro completo, por más desgradable y conflictivo que
sea. Para recordar una célebre expresión de Walter Benjamin:
ante tres hombres de coraje que no están dispuestos a perdonarle
a la Modernidad la cuota de barbarie sobre la cual ha construido su civilización.
Pero hay algo más, y quizá lo más importante. Cuando
se habla de interpretar la interpretación, de ninguna
manera hay que entender esta estrategia así lo hicieron los
despolitizados (o, mejor dicho: despolitizadores, ya que ciertamente ellos
tienen su política) pensadores post como no se sabe qué
textualismo que se sustrae al conflicto de esas interpretaciones
con la materialidad de lo real. Justamente, si una novedad radical introduce
esta actitud hermenéutica nueva es la de que después de
ella es impensable una interpretación, un modo de conocimiento
que no se apoye en la transformación material de lo real (lo real
de la historia, del pensamiento, del sujeto): nada hay allí que
autorice una infinita y relativista (nihilista, la llamaría
Nietzsche) deconstrucción o dispersión interminable que
no terminara en algún momento (en el momento de apertura de una
nueva era revolucionaria, diría Marx) chocando con
el límite absoluto, levantado por lo real, a las ilusiones de una
totalidad hecha de una vez para siempre (con el límite
de la roca viva de la castración, diría Freud).
Es decir: nada hay allí que autorice el imaginario de un fin
de la Historia, del achatamiento de la dimensióntemporal
en el puro presente espacial de un Texto devenido superficie eterna que
llama a la resignación.
¿Momento
de concluir?
Sin embargo, lo que de ninguna manera podría hacerse con Marx o
con Freud ha podido, hasta cierto punto y a condición de que uno
se lo tome un poco a la ligera, hacerse con Nietzsche. ¿Por qué?
Tal vez, aunque parezca paradójico, porque sus ambiciones eran
en cierto sentido mayores: porque no se proponía tan solo (¡tan
sólo!) transformar la Historia o el Sujeto, sino encontrar los
fundamentos de una transformación radical del pensamiento (y el
sentimiento) humanos -demasiado humanos, decía
como tales.
El precio que tuvo que pagar por esa ambición fue, posiblemente,
el de una cierta falta de concentración: la psicología de
Nietzsche si es que hay tal cosa no es tan profunda
como el psicoanálisis de Freud (la de Nietzsche, podríamos
decir, es una psicología, mientras que el psicoanálisis
es otra cosa); y su teoría de la historia si es que hay tal
cosa, de nuevo es mucho menos dirigida y rigurosa que la de Marx:
Nietzsche no hace una crítica literal del capitalismo. Para ser
más precisos: no hay en Nietzsche una política (para la
sociedad o para el sujeto) claramente identificable. Pero eso no es precisamente
porque Nietzsche sea a-político, ni porque haya abogado por una
estetización del pensamiento y de la vida (que es el
malentendido en el que han procurado hacer pie los posmodernos, bajando
la cerviz ante una sociedad que ahora escamotea su propio proceso de producción
tras los velos de una estetización generalizada del mundo como
espacio virtual: una típica moral de esclavos, diría
otra vez Nietzsche). Todo lo contrario: es porque Nietzsche busca el fundamento
de lo Político como tal, vale decir, el movimiento de fundación
total que ha quedado oculto detrás de las racionalizaciones históricas
que intentan persuadirnos de que el Poder tal como lo conocemos en la
política actual es un dato eterno de la naturaleza (véase
si no la Genealogía de la Moral) que incluye aunque sea míticamente
el momento originario de un Arte que por lo tanto está muy lejos
de poder pensarse por fuera de la lógica ritual de la Fiesta y
el Sacrificio que implica ese lo Político fundacional
(véase si no El nacimiento de la tragedia).
Es cierto: esa excesiva ambición y, posiblemente, el carácter
estrictamente insoportable de una búsqueda inhumana
en el mejor sentido, que es la del equívoco Superhombre permitió
que fuera relativamente fácil la operación de aislar a Nietzsche
(de, entonces, fetichizarlo también a él) de
sus compañeros de ruta, Marx y Freud.
Aislado en el vacío de una cultura como la nuestra, mediocremente
despolitizada y deshistorizada en el más amplio sentido del
término: el de una pérdida de la interrogación por
los fundamentos, interrogación que con toda la peor intención
se identifica con alguna clase de fundamentalismo, puede
ser usado por cualquiera, de cualquier manera.
Sobre todo en Francia pero también en la Argentina, siempre
tan atenta a los reciclajes de la moda parisina pudo ser usado para
oponerlo sobre todo a Marx, aunque secundariamente también a Freud.
Más que una reivindicación del propio Nietzsche, es una
estrategia para sacarse de encima a sus socios incómodos. Pero
¿quién dijo que Nietzsche sea cómodo? En verdad,
ni siquiera haría falta reintegrarlo al trío: si tenemos
que hacer eso, es porque como se ha visto sospechamos que
su aislamiento es un tiro por elevación contra los otros dos. Pero
bastaría reintegrarlo a sí mismo: es decir, hacernos cargo
de que si hay una letra nietzscheana, es la que nos pide que
usemos su nombre para darnos una política de interpretación
de su letra que nos oriente en la reformulación de
su pregunta. Allí se vería que nada tiene él que
ver con apolíticas estetizaciones, con posmodernos pragmatismos
ni con dispersiones culturológicas. Que quizás incluso nada
tenga que ver con la filosofía, al menos entendida
como el tema de cátedras más o menos prestigiosas
(también se ha hecho eso con Marx y Freud). Para que todo eso se
vuelva imposible, vale la pena que paguemos también nosotros un
precio muy alto: el de volver a transformarlo en un campo de batalla.
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