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ANTICIPO
El futuro ya fue

Por Héctor Libertella

La barra del bar Con los codos apoyados en la barra de metal, los parroquianos del ghetto miran con mirada boba el único árbol de la plaza, sin imaginar siquiera que el bar donde se encuentran proviene, casualmente, de “barra”.
En sus ojos no se refleja un árbol tal como los pensamos sino apenas un tronco con ramas y hojas; algo que sólo dice: acá estoy (estoy acá).

Mientras beben, miran. Y mientras miran no saben que esa figura les determina un punto de vista –los va distribuyendo silenciosamente en sus butacas–.

Lo invisible La plaza del ghetto se reduce a los límites del ghetto. Lo único que la distingue es ese árbol plantado al medio. En los días de mercado radiante se puede ver a un puñado de escritores dándose un baño de sol encima de la copa, entre sus ramas y hojas llenas de sentido y salud. Otros se quedan al pie porque prefieren la sombra. Son tomas de posición

La plaza tiene dificultades para reconocer su perímetro. Se reduce a los límites del ghetto, sí, pero el ghetto es grande como el mundo y hasta incluye un océano entero.

De la imagen del pescador que ahora está lanzando su enorme red en altamar, al arquitecto no le importará más que calcular las proporciones de esa red: 98,5 por ciento de huecos o agujeros entre nudos, y apenas 1,5 por ciento de materia concreta hilo. Él únicamente mide vacíos; no vino aquí para llenar el mundo de edificios.
El pescador, a su vez, no tiene como objetivo pescar. Sólo lanza con gesto aparatoso la enorme red para que el arquitecto la admire. (Si así son las cosas, nadie quedará preso del objeto que lo nombra.)

En la Aldea Global atada, amordaza con los hilos de la comunicación instantánea, alguien está calculando en aquellos huecos o agujeros entre nudos la medida exacta de lo impalpable.

Jean Pol. “Si los hilos de la Aldea hoy son invisibles –por satelitales e inalámbricos–, el arte será doblemente invisible y silencioso en esa red, y la literatura un fantasma siempre un poco ilegible entre las líneas del mercado.” (Les paradoxes du savoir. París, Moultenc, 1992, pág. 46.)

El semejante Ya veremos la diferencia entre el que se parece a sí mismo y el que no; o, generalizando, entre identidad y entidad. Por ahora baste decir que en las leyes de relación de la tribu el Otro no es más que el semejante, en el sentido literal de lo que es “símil”, parecido o idéntico. Y el prójimo, que es el próximo de uno, sería entonces su doble.

¿Qué posición les corresponde, por ejemplo, a estos parroquianos sentados en medio del bar? Como en la gramática, ellos están cada uno en su butaca según una sintaxis (de syn y tasso: el arte de disponer). Es decir, dispuestos en una pequeña familia de palabras. Ahora conversan todos juntos, y esa conversación repite una vieja costumbre del grupo: si bien todos hablan y hablan, nunca nadie sabe cuál es cuál en el seno de la tribu.
Correlatos. ¿Qué significará en literatura este hecho de escribir reconociéndose por un lado en el mercado –en un marco familiar, tribal–, pero desconociendo al mismo tiempo el lugar que cada quien se asigna en cada uno?

2001

El objeto de la literatura es enseñarnos a leer.
paul claudel

Un monolito, una enorme losa de cristal que apareció en su territorio es lo que los primates miran con mirada boba en 2001. Odisea del espacio, de Arthur C. Clarke. Sin que lo sepan siquiera, ese monolito les va dando carácter humano. Parecen aquellos parroquianos que desde el bar miran el único árbol de la plaza con la copa llena, ahora, de loros.

La tribu, podríamos decir, no se transforma. Simplemente se “modifica”, recibe su “modo” humano o se hace más humana en contacto con esa losa que no significa nada para nadie.

Con ojos perplejos, los parroquianos del bar tampoco saben que ese árbol los está modificando, les está dando una manera de mirar desde la barra (del signo). Igual que la mirada de los lectores cuando leen una literatura que no significa nada para nadie, y sin embargo se dejan hacer por ella, se hacen, créase o no, más lectores.

El pescador aquel que ahora está lanzando su enorme red en altamar no necesita saber cuáles son las proporciones de agujeros y de hilo en esa red.
Asimismo no es necesario saber leer para sentarse frente a un libro.
En el ghetto, el analfabeto no está antes del proceso de lectura sino al final –otra vez Claudel–. Recién después que adivino la literatura, él empieza (aprende) a leer.

 

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