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Todo por 99F

POR Alejo Schapire,
Desde París

Para hablar de 99 francos –título y precio del libro que más tinta ha hecho correr en esta rentrée literaria– debemos, antes que nada, presentar a su autor. Durante el día, Frédéric Beigbeder es el redactor estrella de Young & Rubicam, la agencia de publicidad más importante del mundo. Por 6 mil dólares mensuales, este parisino de 34 años evoluciona en un medio de millonarios sarcásticos y artistas frustrados para concebir campañas de corpiños y yogures que luego contaminan las calles y la prensa de todo el país. Pero por la noche, Beigbeder abandona su (caro) traje de creativo y juega a la resistencia. Se transforma en el apasionado crítico literario de Rive Droite, Rive Gauche (una excelente emisión cultural televisiva) y Voici (un semanario sensacionalista que vive de fotos robadas a ricos y famosos), desde donde escribe una insólita y reputada columna que intenta despertar la curiosidad libresca del vulgo. La libertad con la que arremete contra ciertos valores seguros de la industria editorial local e internacional le han valido ser físicamente amenazado. Por si fuera poco, y cuando le queda algo de tiempo, Beigbeder se ocupa de su envidiado ascenso en el paisaje literario francés. Las editoriales más prestigiosas, Gallimard y Grasset, se reparten sus cuatro opúsculos: Memorias de un joven perturbado (1990), Vacaciones en coma (1994), El amor dura tres años (1997) y Cuentos bajo éxtasis (1999).

Durante una década, el Dr. Jekyll y Mr. Hyde han compartido el mismo cuerpo, la misma pluma. Pero un buen día, el dandy provocador descubrió que ya no podía mirarse al espejo y decidió poner un punto final a la esquizofrenia. Con 99 francos eligió definitivamente su trinchera.

“Escribo este libro para que me echen” “Escribo este libro para que me echen. Si renuncio, no cobraría las indemnizaciones. Prefiero ser despedido por la empresa que por la vida.” Así comienza la confesión de un arrepentido, Octave Parango, alter ego de Frédéric Beigbeder. Como su autor, el narrador es redactor publicitario. Y aunque le gusta definirse como “un autor de aforismos que se venden”, sabe que hace rato que su sueño inicial de cambiar el estado de las cosas del mundo se ha desvanecido. Porque Octave confiaba en que podía transformar el mundo: “Los de la generación del 68 habían empezado a hacer la revolución, pero luego entraron en la publicidad; yo quería hacer lo contrario”. Hoy, admite con resignación, “soy un publicitario, y sí, colaboro con la polución del universo”; se dedica a fabricar “una felicidad retocada con Photoshop” para su target más dócil: “la mogólica de menos de cincuenta años”. La manipulación es su negocio: “Hago el casting de las modelos que van a hacer que se te pare seis meses más tarde”. Manejar a la gente le produce un placer sexual: “Mmm, qué bueno es penetrar en tu cerebro. Acabo en tu hemisferio derecho. Tu deseo ya no te pertenece, impongo el mío”. Octave se libra a la autodenigración, porque “lo ideal sería que usted empiece a detestarme, antes de detestar a la época que me creó”. Según explica el desertor: “Atrás quedó el tiempo en que los publicitarios eran saltimbanquis truchos. Hoy en día son hombres de negocios peligrosos, calculadores, implacables”.

El creativo de Bouygues Télécom y Wonderbra no duda en calificar a sus colegas como nietos espirituales de Goebbels, y las reuniones de estrategia como nuevos acuerdos de Munich donde se vuelve a abandonar al mundo.

Pese a los salarios astronómicos, los viajes organizados por la empresa a lugares paradisíacos con drogas y putas incluidas en el programa, a Octave le cuesta resignarse a la “capitulación diaria”. Sus compañeros, “alcohólicos, depresivos y drogadictos”, lo apodan el Gucche, el Che vestido por Gucci. En el mundo cínico que describe, “la crítica es digerida, la insolencia alentada, la delación remunerada, la diatriba organizada”.

Hasta que un buen día no puede más. Tal vez toca fondo porque su mujer embarazada lo deja, tal vez porque sin cocaína no logra ir al trabajo, probablemente porque sus estadías en hospitales psiquiátricos se vuelven cada vez más frecuentes. En todo caso, el ilusionista ha decidido traicionar al gremio y revelar sus secretos. Porque “todo escritor es un buchón. Toda literatura es delación”.

“La felicidad” es de Nestlé La publicidad, su modo de operar y sus consecuencias, han sido largamente estudiadas por sociólogos y semiólogos. En este sentido, la crítica de 99 francos no aporta nada nuevo. Sin embargo, el acceso privilegiado de este tránsfuga a la cocina de una multinacional de la publicidad sirve para revelar algunas perlas menos conocidas. “Ahí donde trabajo, circulan muchas informaciones: así, te enterás, por casualidad, de que existen lavarropas irrompibles que ningún fabricante quiere lanzar al mercado; que un tipo inventó medias que no se corren (¡Arlt!), pero una marca de panties le compró su patente para destruirla; que el neumático que no se pincha quedó también en un cajón.” A la lista conspirativa hay que agregar el boicot de los lobbies que no quieren autos que funcionen sin petróleo, la inutilidad de la pasta dental, los productos lavavajillas que resultan intercambiables o los CD’s, que se rayan tanto como los vinilos. Octave precisa: “Mi trabajo consiste en convencer a los consumidores de elegir el producto que se gasta más rápido. Los industriales llaman a esto: programar la obsolescencia”.

De paso, nos enteramos también de que Nestlé tiene los derechos de la palabra “felicidad”, mientras que Pepsi, que no quiere quedarse atrás, estaría interesada en quedarse con el color azul.

99 francos es a la publicidad lo que Glamorama de Bret Easton Ellis es a la moda. Más allá de la sátira social, los personajes de Beigbeder están obsesionados por las marcas, practican el name dropping y los diálogos absurdos. Para dejar en claro esta deuda, el crítico literario besó en su programa televisivo el zapato del norteamericano. Podemos hablar también de una filiación con Ampliación del campo de batalla de Michel Houellebecq. Aquí también el narrador pierde el contacto con la realidad e inicia un descenso al infierno, desde la oficina al hospital psiquiátrico. De hecho, fue el autor de Las partículas elementales (según consta en los agradecimientos al final de la novela) quien le aconsejó: “Dejá de hacer libros sobre las noches mundanas y las discotecas, escribí sobre lo que es el centro del poder hoy, sin lo cual no existiría ni la nueva economía ni la prensa: la publicidad”.

Censura inc. Beigbeder siguió ese consejo al pie de la letra. Como Octave, durante tres años programó su venganza tomando apuntes del mundo que lo rodeaba, sin ocultarlo en absoluto. A nadie le extrañó entonces que días antes de que el libro estuviera en la calle, el presidente de Young & Rubicam-Francia se procurara las pruebas de la novela. Frédéric Beigbeder fue despedido en el acto. El motivo oficial de falta grave por haberse tomado vacaciones sin seguir el procedimiento adecuado no convenció a mucha gente. La cuestión está hoy en manos de la Justicia. Mientras tanto, los medios se apoderaron del asunto. La revista Paris-Match le dio la pluma a uno de los publicitarios citados en el libro para que descargue su furia. El diario Libération le dedicó al autor su contratapa, consagración de toda figura pública. Y, mientras la televisión organiza debates con el autor y sus detractores, 99 francos entró en la preselección de los aspirantes del premio Goncourt, el máximo galardón de las letras francesas. Más allá de los secretos y conflictos personales que crearon el affaire de la rentrée, la polémica ha puesto en evidencia un problema más grave y que recién ahora empieza a ser analizado. La publicidad forma parte integrante de la vida cotidiana de la humanidad. No sólo está omnipresente bajo todos los soportes imaginables, sino que financia los medios de expresión, poniendo así en duda el margen de libertad de la prensa. Paralelamente, y esto es patente sobre todo en las novelas de Bret Easton Ellis, la literatura integra cada vez más las marcas y los nombres de celebridades que ocupan el espacio público, simplemente porque forman, como las nubes, el sol o el mar, parte del paisaje. Sin embargo, las corporaciones no admiten el derecho a réplica. Su discurso unidireccional está custodiado por ejércitos de abogados. En Francia, la ley impide que los medios de comunicación citen marcas fuera de los espacios publicitarios claramente establecidos. Esta legislación, inicialmente creada para evitar los “chivos” publicitarios, censura finalmente a los que critican a las multinacionales.

En estos días, los escritores franceses publican con el temor a ser enjuiciados, multados y censurados. La víctima que abrió la serie fue Houellebecq, quien se vio obligado a sacar de circulación los primeros ejemplares de Las partículas elementales porque al propietario del centro de veraneo l’Espace du possible no le gustó que se mencionase su establecimiento. Más recientemente, el diario Le Figaro tuvo que interrumpir la publicación de un folletín basado en un suceso policial porque la familia que protagoniza el hecho ganó un juicio contra el periódico. Al mismo tiempo, la última y celebrada novela Matrimonio mixto de Marc Weitzmann, que se inspira en otra noticia cotidiana, podría correr la misma suerte.

Para Houellebecq, el caso de Beigbeder fue la gota que derramó el vaso, y en un panfleto que equivale a una declaración de guerra contra las celebridades, organizaciones, multinacionales y las leyes que las amparan (ver aparte), llama a resistir con violencia a este tipo de censura. El debate recién empieza; lo que está en juego es, ni más ni menos, saber si se puede escribir sobre el mundo que nos rodea.

La privatización del mundo

Por Michel Houellbecq

Los best-sellers norteamericanos son generalmente libros mediocres. Los personajes son chatos y artificiales, el estilo inexistente, el suspenso se desmorona rápidamente; sin embargo, estos libros tienen una calidad que le falta a la mayoría de los libros franceses: la precisión y el realismo en la descripción de los medios profesionales. Cuando leemos sus libros, sentimos que John Grisham efectivamente ha sido abogado, y durante muchos años; que Robin Cook ha sido médico y cirujano, que trabajó en hospitales, laboratorios y clínicas privadas. Frédèric Beigbeder ha trabajado durante casi una década para Young et Rubicam, es decir en la filial francesa del grupo más grande de la publicidad mundial. Como su personaje Octave, era concepteur-rédacteur (lo que quiere decir que imaginaba campañas publicitarias y redactaba sus eslóganes). Un oficio de este tipo –aunque sea por las frustraciones a las que induce– puede predisponer a la escritura novelesca. Es sorprendente que no haya más novelas que nos describan desde adentro la vida de una agencia de publicidad –las razones de esta escasez aparecerán más adelante–. Por ejemplo el título del libro, 99 francos, es un concepto (un concepto pertinente, incluso genial: dar a un libro el título de su precio de venta es expresar con franqueza la naturaleza de un mundo donde el dinero es la realidad última). (...)

Beigbeder con Arielle Dombaste, actriz y esposa de Bernard Henri-Levy.

Los creativos de las agencias de publicidad –es una de las evidencias que surgen de este libro– se desprecian a sí mismos; son conscientes de que fabrican mierda y de que sólo son “creativos”. Lo que les gustaría, a ellos, es ser creadores (escribir realmente libros, dirigir películas, o bien pintar, etc.). Como “creativos” pueden, sin embargo, permitirse despreciar a los ejecutivos de cuenta, sus colegas. Estos, a su vez, desprecian a los clientes, a quienes estafan diariamente por sumas considerables. En cuanto a los clientes, de todas formas, pueden hacer jugar la competencia –y, por este hecho, desprecian indistintamente a las agencias de publicidad–.

Estos pequeños desprecios particulares forman parte de una cadena de desprecio más general: los directores generales de las multinacionales no sólo desprecian a sus empleados sino también a sus consumidores, a quienes venden voluntariamente productos de mala calidad (programación de la obsolescencia); pero éstos a su vez son despreciados por los accionistas, para quienes trabajan. Estos accionistas son al mismo tiempo consumidores, y muchas veces empleados. (...)

Lo que ocurre en el libro de Beigbeder, dejo que el lector lo descubra. En la vida real, el director de Young et Rubicam-France ha logrado acceder a las pruebas de imprenta del libro (¿Cómo?, podríamos preguntarnos). En la vida real, Frédèric Beigbeder fue despedido según el procedimiento de patitas en la calle (debía abandonar el lugar de trabajo en la hora que sigue a la notificación, y sin indemnización de despido). Esto sin excluir la posibilidad de un procedimiento de urgencia para bloquear la aparición de la obra.

Llegados a este punto, ya no se sabe cómo calificar 99 francos. ¿Autoficción prospectiva? En todo caso, nos encontramos frente a un nuevo tipo de objeto; de hecho, el libro parece funcionar como una suerte de dispositivo experimental: se describe una situación cercana a la vida real, incluyendo la escritura de un libro y somete a experimentación su funcionamiento. El momento de la experiencia es la recepción del libro. Los sucesos en la vida real del autor les darán validez o no a las hipótesis iniciales. Es así como progresan las ciencias sociales.

En el último número de la Nouvelle Revue Française, Dominique Noguez señala con exactitud que la novela contemporánea tiende cada vez más a proceder “por collage o por ready-made, por absorción de lugares, calles, negocios, marcas, eventos, personas de la vida real”. Observa igualmente que el mundo real, atrapado en un movimiento hacia la privatización de todo, se defiende con un vigor creciente y multiplica al infinito los juicios que, generalmente, gana.

Es poco probable que “el mundo real”, enardecido por sus primeros éxitos jurídicos, deponga su actitud agresiva. Es poco probable igualmente que los escritores cedan; al contrario, podemos esperar verlos salirse de la legalidad de un modo cada vez más preciso, deliberado y violento. Todas las condiciones están entonces reunidas para una lucha a muerte, de la que me siento partícipe. Hay pocos puntos en común entre Jean-Marie Le Pen, presidente del partido de extrema derecha Front National, el “Espace du posible”, las Chiennes de Garde (organización feminista a la que pertenece –señalo el hecho por divertido, Monseigneur Gaillot, eclesiástico rebelde a las posturas del Papa), la Licra, Liga Contra el Racismo y el Antisemitismo, la familia Godard, que logró interrumpir un folletín que publicaba Le Figaro sobre la extraña desaparición de miembros de esta familia y la multinacional de productos alimenticios Danone. Pero sé que desde ahora considero a toda esta gente –aun con el riesgo de una amalgama apresurada– como mis enemigos. Y que en el futuro sentiré un gran placer al insultarlos, difamarlos, calumniarlos, y atentar públicamente contra su reputación y hacerles sufrir según los medios que estén a mi disposición perjuicios materiales o morales irreversibles.

La solución de este conflicto es incierta. Es probable que los editores (como, desde otro punto de vista, los productores de películas) sean el eslabón débil de la cadena. No podemos culparlos, teniendo en cuenta las infames leyes Evin –que impide citar marcas en los medios de difusión– y Gayssot –que rige la libertad de expresión–, y el estado espantoso de la jurisprudencia en este país.

Entonces, ¿qué? ¿Los diarios? Claro que no: están amordazados, de manera simple y eficaz, por sus presupuestos publicitarios.

¿Internet? Sería una lamentable regresión en relación con el libro. Pero sí, ay, Internet. Vamos a tener que pasar por ahí, por lo menos durante las próximas décadas.r

La versión íntegra de La privatización del mundo será publicada próximamente en la revista l’Atelier du roman.

 

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