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El francotirador

Por Claudio Zeiger

No habría que aclarar demasiado que tener “un destino de escritor en provincia” (como Héctor Tizón califica el suyo) no es el mejor futuro posible para tallar en la literatura argentina. Supone marginación del “centro” y sambenito de regionalismo, sombra cargada de funestos presagios y marginación. Aun así, en Tierras de frontera, Héctor Tizón entrega múltiples versiones de ese destino, que proponen diversas posibilidades de salir de ese círculo del infierno (chico) llamado literatura del interior. Una de las versiones más ricas de las tantas que entrega generosamente el escritor nacido en Jujuy es aquella en la que se piensa a sí mismo desde el corazón desolado de provincia, en pleno acto de asumir el destino: “Dicho de una vez, esto es lo que somos los escritores que hemos decidido emboscarnos en el desierto del interior: narradores furtivos, francotiradores, aguafiestas desconfiables y sospechosos, perturbadores de la larga y embotante siesta que intelectualmente nos asfixia; apenas tolerados a regañadientes en la medida en que el país del centro nos otorga el halo equívoco de una suerte de consagración nominal”.

Tierras de frontera es un libro que ha tenido destino de viaje, de la región al centro editorial. La mayor parte de los trabajos integraron un volumen que bajo el mismo título que esta publicación de Alfaguara había sido editado en forma conjunta por la Secretaría de Cultura de la provincia de Jujuy y la universidad de dicha provincia en abril de 1988. Es muy interesante verificar que sobre todo en los primeros ensayos y artículos que componen el volumen (“Soy un ejemplar de frontera”, “Reflexiones y experiencias: sucinta historia de mis libros”, “Un destello, un fogonazo, un escrito en el muro” y “Sobre el arte de narrar”) el escritor piensa su poética alrededor de esta relación crucial de la literatura con el espacio geográfico, con los desplazamientos, los exilios y los regresos.

Tizón llegó a ser un escritor casi inconseguible en Argentina por muchos años, algo que sucedió con libros como A un costado de los rieles (publicado en México, no distribuido ni reeditado en Argentina), El jactancioso y la bella (editado por el Centro Editor de América Latina, agotado) y Fuego en Casabindo, editado en 1969 por Galerna y no reeditado hasta 1987 por Puntosur. Esto no quiere decir que Tizón no haya sido leído (hay que recordar que en 1975 la publicación de Sota de bastos, caballo de espadas en la Editorial Crisis fue un acontecimiento importante), pero sí que encajaba cómodamente en esa categoría de “narrador furtivo” que presagiaba en su destino de escritor provinciano. Podría pensarse que después de su regreso a la Argentina y con la publicación de La casa y el viento (uno de los más importantes testimonios del exilio durante la dictadura que se hayan escrito) Tizón empezó a poner sus papeles en orden y a circular de modo diferente hasta nuestros días. Y sin embargo, la recolocación de Tizón como autor nacional, a la luz de Tierras de frontera, no debería llevarnos a creer que ese destino de escritor de provincias ha sido resuelto así nomás. “Soy un ejemplar de frontera”, dice la semblanza autobiográfica con la que abre el volumen. Un poco más adelante amplía: “He nacido y vivo en una región situada en el confín norte de la Argentina, pero en el sur remoto del mundo”. Y más adelante aclara: “Yo quería ser cronista de mi pueblo, pero narrar con un instrumento universal”.

Al dilema de la geografía pronto fue a sumarse el dilema de la lengua: “Tal vez mi primera perplejidad como aprendiz de escritor fuese la lengua –o el habla–, ya que por mis lecturas mi lengua era la de los clásicos, y por mi entorno, la de los hombres de aquella América interior, profunda, mestiza y no acabada de casar: el habla de los servidores de mi casa, de mis vecinos aborígenes, y sobre todo de mis niñeras”. Tizón adoptó también una postura a favor de preservar la riqueza de la lengua, de evitar su empobrecimiento (ya que de eso, dice, se encargan la televisión y los comics), no dice que para escribir haya que recurrir al diccionario “pero tampoco lo contrario”, y se pronuncia en contra de un populismo del habla, del color local y de las jergas. Justo es decir que Tizón se mantuvo siempre fiel a esos principios sobre la región y sobre la lengua amasados a lo largo del tiempo, y que su escuela literaria más nítida a la hora de no caer en coloraciones localistas habría que rastrearla, seguramente, en la obra silenciosa y parca de Juan Rulfo, que además fue su amigo personal.

A propósito de Rulfo, de José María Arguedas, de Manuel Scorza, es bastante significativa la presencia de estos nombres en varios ensayos del libro, junto a otros como Italo Calvino o Borges (en oportunidad de la visita de ambos a Yala), escritores que consideramos latinoamericanos y que quizá por eso mismo no suelen entrar en el universo de referencia de los escritores argentinos. Es que tal vez por este rumbo se pueda empezar a desentrañar la particular ubicación de Héctor Tizón en el concierto de los escritores que nacen nacionales y devienen (no todos) universales, porque hace rato tenemos la sospecha de que Tizón es nuestro más importante escritor latinoamericano, algo que lo aleja de la desgastada cuestión de la adscripción al regionalismo, pero que tampoco disuelve del todo el persistente conflicto entre el interior y Buenos Aires en la literatura argentina.

Este conflicto existe, va a seguir existiendo, y si alguna vez (más pronto que tarde) empieza a aceptarse que la problemática de las diferencias culturales ya está instalada en la literatura argentina (y que desde luego las literaturas del interior son un capítulo ineludible en el universo de estas diferencias), Tierras de frontera es un libro de consulta imprescindible.

 

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