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Versiones del Niágara Guillermo Piro
Tusquets
Buenos Aires, 2000
358 págs.
$ 17

 

 

 

 

Por Guillermo Saccomanno

La posmodernidad probó, con algún estupor, que era posible legitimar el reaccionarismo desde puntos de vista supuestamente antiestablishmnent. La literatura de viajes se relaciona profundamente con ese gesto cuando, bajo el signo de la posmodernidad, traslada un vasto público conservador a geografías exóticas. En un tiempo en que no quedan en el planeta rincones por descubrir, una jungla o una cordillera literarias pueden representar la evasión para el lector conservador. Porque a fines del siglo XX y a comienzos del XXI los viajes perdieron su emoción salvaje y fueron mercantilizados por el turismo. El viajero es hoy el consumidor de una experiencia organizada que se paga a crédito.

La experiencia, desprovista de novedad y riesgo, es una emoción de segunda mano. Y estas reflexiones son pertinentes para hablar de Versiones del Niágara, la tan inquietante como paranoica ópera prima de Guillermo Piro (1960). Porque Versiones del Niágara, novela con bastante de arqueología literaria y ensayo a la vez, plantea con obsesión las coartadas del discurso literario posmoderno, cercándolo a través de una historia que tiene tanto que ver con el coleccionismo de experiencias prestadas como con el tabicamiento de cierta intelectualidad urbana y posmoderna.

Víctor Alert, un profesor que colecciona con voracidad entomológica todo lo que los escritores han contado acerca de las cataratas del Niágara, es un sujeto encerrado en su pasión. Nada parece importarle con excepción de juntar, en un bibliorato, todas las versiones posibles de sus cataratas idealizadas. Chateaubriand, Dickens, Twain, Groussac, Sarmiento, Wilde, Hawthorne y Butor, entre otros, aportaron su visión sobre el fenómeno. Con una vida rutinaria, rumiante, a Alert no parece preocuparle que su alumna y pareja Ursula masturbe en su presencia a uno de sus amantes. Su pasión por los libros, porque Alert es un bibliófilo, es superada sólo por el afán de acceder a ese paisaje.

El trabajo de Piro, en el que se destaca la selección de autores que visitaron las cataratas del Niágara, establece un contrapunto entre la existencia rutinaria y mediocre de Alert con la de los ilustres viajeros que recopila. Conviene subrayar los dos epígrafes que presiden la novela: uno de Godard y otro de Defoe. En ambos, lo que se destaca es el afán de soledad, el desprecio por los otros, en particular por los otros entendidos no sólo como prójimo sino como sociedad masificada. Alert, el profesor, celebra ser un hombre sin experiencia colectiva. En este punto, su nombre puede cobrar una importancia significante: una victor/iosa alert/a contra los otros.

Alert, cuenta Piro, carece de propiocepción. “Tenía graves problemas para percibir lo que pasaba dentro suyo, lo que su cuerpo deseaba y requería”. La interacción entre los otros y él mismo está bloqueada para Alert. Sin duda, sus graves problemas con la percepción van encerrándolo. Pero su historia también denuncia la fragilidad de sus coartadas.

¿Qué traducen su coleccionismo y su manía por las cataratas? ¿Onanismo? ¿Incontinencia? Un estadio en que el sujeto, al añorar una naturaleza perdida, anhela el retorno a una infancia melancolizada, quizá. Condiciones quizá posmodernas todas, se dirá. “El lenguaje es falaz”, escribe Piro. Pero nunca es inocente. Y su novela viene a probarlo. Daría la impresión de que Versiones del Niágara toma partido a favor del giro lingüístico, que su programa narrativo tiene que ver con un sujeto prisionero, a su pesar, en un universo de lenguaje, pero no. Porque sus “versiones”, lejos de continuar la poética de los autores citados, se separa radicalmente de ellos: aquello que se plantea como admiración y rendez-vous se convierte en rictus. El relato, que en ocasiones se vuelve paródico de ciertos clásicos como en la secuencia memorable de la panadería que evoca la magdalena proustiana, se torna, en tanto cita literaria, naturaleza muerta. Así, lo que Piro consigue es un efecto de extrañamiento literario que, al modo de Huysmans en contra del modelo Zola, conquista un realismo del lenguaje. Pues bien, Versiones del Niágara se constituye, como proyecto, en una lección de “experimento lingüístico” probando, desde la escritura, los alcances pero también los límites de la mismísima autonomía literaria, cuya frialdad, hábilmente disfrazada con presupuestos livianos, deviene alegato caliente contra una literatura encerrada en sí misma.

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