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OBITUARIO

El gran provocador

Por Claudia Gilman

“Por fin estalló la bomba”, escribió un día de 1971 el crítico uruguayo Angel Rama. Se refería a la explosión, retardada aproximadamente tres años, de un escándalo que pondría en increíbles aprietos a los distinguidísimos y recientemente famosos grandes popes de la literatura latinoamericana, personas que hacía poco estaban estrenando una fama literaria que a su vez les servía para actuar como promotores de la causa revolucionaria cubana. El responsable de tapizar con tachuelas colocadas de punta los asientos relativamente cómodos de Mario Vargas Llosa, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes, entre otros popes, acaba de morir en los EE.UU. a los 68 años. Se llamaba Heberto Padilla, aunque se lo recordará como a un hombre que, al igual que el capitán Dreyfus, llevará atada a su nombre la palabra “caso”.

Para los famosos escritores del boom, el caso Padilla marcó un antes y un después tan enfático como los que suelen usarse para escandir la historia. Antes de Padilla (a. P.) y tras la Revolución Cubana, la literatura y la política en América latina se trenzaban armoniosamente en una alianza que sumaba voluntades y obras. La larga trenza de Rapunzel sirvió de escala para importantes consagraciones literarias de escritores que, a su vez, consideraban a La Habana como su patria simbólica y actuaban como cancilleres informales de la revolución.

Después de Padilla (d. P.), Rapunzel se transformó en una skinhead y la larga y sedosa escalinata se empiojó o agusanó, según se prefiera decir, no sin aceptar las consecuencias ideológicas de las elecciones semánticas. El provocador de semejante escándalo había nacido en 1932 en Pinar del Río, Cuba, había vivido en los EE.UU. y regresado a su patria en 1959 para apoyar la revolución triunfante de los barbudos de Sierra Maestra. Había colaborado en el suplemento literario Lunes de Revolución (dirigido por Guillermo Cabrera Infante), había sido corresponsal de Prensa Latina en Nueva York y había trabajado junto al Che en el Ministerio de Industrias. Para entonces, había publicado los libros de poemas Las rosas audaces y El justo tiempo humano.

Pero Padilla era un gran provocador, como lo testimonia uno de sus defensores, el chileno Jorge Edwards, y el título de otro de sus libros, precisamente Provocaciones. En 1968 un jurado internacional premió su libro Fuera del juego, cuyos poemas no eran particularmente elogiosos de la revolución, lo que no hubiera sido grave de no ser la institución premiadora la mismísima Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Hubo un pequeño escándalo por esa causa y el libro premiado se publicó, con una introducción crítica del comité de la UNEAC, en la que se afirmaba que los poemas atacaban a la Revolución Cubana. Los poemas de Padilla eran provocativos e irritantes o, en el mejor de los casos, inoportunos.

La frase de Rama y otros indicios revelan que, desde entonces, se esperaba un estallido de un día para otro. Y finalmente todo estalló cuando en 1971 Padilla fue encarcelado, acusado de realizar actividades contrarrevolucionarias. 54 intelectuales europeos y latinoamericanos (entre los cuales se contaban Marguerite Duras, Sartre, Calvino, Cortázar, Vargas Llosa, Moravia, Carlos Fuentes y otros notabilísimos) dirigieron una carta de protesta a Fidel Castro pidiendo cuentas por la detención.

En el ínterin, el astuto Padilla decidió autoincriminarse y redactó una autocrítica que fue leída en público ante sus colegas de la UNEAC.

Tomando como modelo las autoacusaciones de los escritores acusados en la Unión Soviética en los llamados Procesos de Moscú, Padilla admitía sus incontables culpas en un registro hiperbólico y ridículo, llegando a declarar que los días pasados en la Seguridad del Estado le habían abierto los ojos y lo habían hecho tan feliz que hasta se le había ocurrido escribir un poema dedicado a la primavera. Era un mensaje en una botella que no quedó boyando en las deliciosas aguas del Caribe y que terminóconvirtiéndose en un botellazo que partió en dos la amigable coalición de escritores de izquierda en América latina. De allí data la ruptura de Vargas Llosa y Carlos Fuentes con Cuba y los malos ratos que pasó Cortázar tratando de amigarse con la Revolución.

Tras la publicación de la autocrítica (que increíblemente fue tomada por buena por las autoridades), Fidel Castro recibió otra misiva, esta vez firmada por 62 intelectuales de fuste, que expresaba ya cólera y vergüenza ante el “lastimoso texto de la confesión”, la que según los firmantes sólo pudo haber sido escrita bajo tortura u otros métodos aberrantes. Lo más curioso del caso es la inverosímil ingenuidad con la que fue recibido el texto de Padilla como autocrítica sincera por parte de los procubanos. ¿Estrategia de supervivencia? ¿Espíritu burlón ante la adversidad? La autocrítica de Padilla es una pieza cómica desopilante. Para poner un ejemplo: es como si T. S. Eliot apareciera firmando los relatos de Poldy Bird.

Luego del escándalo, la luna de miel entre muchos escritores latinoamericanos y Cuba derivó en divorcio. También hubo secesionismo dentro de las mismas filas intelectuales. Todo a causa de Padilla, quien en los años sucesivos siguió en Cuba trabajando como traductor y que recién en 1980 logró permiso para marcharse. Intercedieron por él Gabriel García Márquez y el senador Edward Kennedy. Después de su exilio en los Estados Unidos publicó En mi jardín pastan los héroes, una novela donde critica la revolución y se refiere a su detención de 1971, y su autobiografía, La mala memoria. Vivió veinte años en los EE.UU. donde se dedicó a la enseñanza universitaria y publicaba la revista de poesía Linden Lane. Desde agosto vivía en Auburn, Alabama, y este mes había firmado contrato por cuatro años para enseñar en la universidad de ese estado.

El miércoles lo enterraron en Miami, donde la materialidad presente de sus restos tal vez calme por un instante el dolor de la comunidad cubana furibundamente anticastrista por la ausencia de Elián González, el balserito que ha vuelto a casa.

 

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