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Yo soy El Diego
Diego Armando Maradona,
en colaboración con Daniel Arcucci
y Ernesto Cherquis Bialo
Planeta, 2000
320 págs. $ 15

Por Santiago Llach

El paso inconsolable del tiempo, la política acorralada, la fragmentación del sentido y un mito gastado y persistente (la tragedia argentina) confluyen para producir el amor por Diego Maradona. Ante todo: la alusión despótica del título, la inversión del apotegma absolutista (“El Estado soy yo”). Pareciera que –un deseo malo de la mercadotecnia– se ha elegido concentrar lo que después, con el mapa detallado de la multitud de nombres propios, va a desplegarse.
Pero antes que eso, el mito del origen, un origen material, concreto, abigarrado en los detalles de una pobreza casi absoluta: “La nuestra era una casa de tres ambientes, je... Era de material, un lujo. (...) El comedor, donde se cocinaba, se comía, se hacían los deberes, todo, y las dos piezas. A la derecha estaba la de mis viejos; a la izquierda, no más de dos metros por dos, la de los hermanos..., los ocho hermanos”. Y después, la primera de las series de nombres propios que delimitan mapas y arman una poética: la serie de aquellos que tienen sólo eso, nombres, casi secretos, privados; nombres de amigos y familiares de Corrientes, Villa Fiorito y Los Cebollitas, que en el sonido ya delatan su pertenencia social: Montañita, el Mono Claudio, Goyo Carrizo, Don Guadalupe Galarza.
A partir de ahí, Maradona y su palabra se vuelven públicos. En el campo de los discursos futboleros, dos parloteos umbilicales sitian su tambaleante guerrilla oral. La izquierda acrítica encuentra su paralelo, en ese campo, en el coro angélico del chamuyo de paladar negro, el verso lírico del fútbol de ataque; como dice Martín Rodríguez, el subiela-benedettimenottismo. Y en el otro extremo: la realpolitik bilardiana, el cinismo acérrimo y las manías obsesivas del “hijo de puta del Narigón”.
Para deleite de los antropólogos de la academia (también, se sabe, deleitará a los forenses), Maradona se desprende rápido de las intenciones alegres y las metáforas malas, y las suplanta por una jerga popular de expresiones opacas o que se van opacando con la repetición: cabeza de termo, se le escapó la tortuga, le tomó la leche al gato. Mucha gente del fútbol merece alguna, pero Karol Wojtila se lleva el premio mayor: el chabón las tiene todas en contra, de chico jugaba de arquero.
Como todos los héroes, Maradona dibuja a su enemigo con una precisión mayor que la que pide la historia. La moral de los caretas, la moral de pelo corto de Daniel Passarella, fuerza los límites de su moral del exceso. Contra las morales austeras, una insistencia morosa en el otro -que lo lleva por ejemplo a adjudicarle al Flaco Gareca el mérito del decisivo gol contra Perú en el ‘85, fabricado por Passarella– y también una sobredosis de esfuerzos inútiles a los que se somete a sí mismo. Maradona financia su derroche haciendo vibrar los códigos –genéticos– del fútbol y los apolíticos lo miran de reojo. Se claman maradonianos, pero insisten en la pureza del genio futbolístico. Hay que ver que el genio de la cabeza –el genio lingüístico– viene pegado, ya desde adentro de la cancha: “Para los penales, en aquella época, ningún secreto; sólo la velocidad de vista necesaria para intuir hacia dónde se tirará el arquero”.
Al relato lo atraviesan varios telones de fondo, cortados por precisas censuras: uno, el soundtrack del pueblo de Boca: desde aquella que empezaba “Vale diez palos verdes...” hasta la omitida “lo ponen preso/ a Maradona / y Carlos Menem también la toma”. Fotos (posters): desde una incunable del cebollita a sus fotos cubanas tatuadas por el Che. En esa serie, falta la que registra la cama que la dictadura de la prohibición le tendió a la salida de un departamento de Caballito. Y por último, la enciclopedia de datos inútiles, registrada en el índice onomástico y enhebrada por el futbolero medio a lo largo de muchas horas pasadas frente al televisor (o inmerso en el paisaje imponente, insoportablemente machista y violento, de las tribunas locales): la multitud de los protagonistas secundarios, futbolistas más o menos destacados (el rubio Regenhardt, Carlos Bossio, Adolfino Cañete), cuyo destino ineluctable es una decadencia agónica, una pérdida de la visibilidad signada por la pérdida del cuerpo atlético. Esa es la saga que Maradona borra para inventar otra, más inmortal.
El discurso de Maradona tiene la fuerza del discurso alucinado de un paranoico. Su cuerpo, desde siempre, es sometido, infiltrado y controlado por los experimentos de la ciencia médica. Un paciente del doctor Benway (William Burroughs) sujeto a la visibilidad total: “Toda mi vida está filmada (...), pero hay cosas que no se pueden contar”. Su mente afiebrada traza panoramas: “Todavía me seduce jugar de líbero –dice en la primera página–, mirás todo desde atrás, la cancha entera está delante tuyo”. Y también, claro, panoramas políticos: la extensa dedicatoria, plagada otra vez de nombres propios, irónica en el detalle. Casi al final: “Al Negro Avila. A Costy Vigil”: los que proveen el formato, los que lo incorporan todo y le ponen al fútbol los sonidos de la rave. “A todos los pibes de Tortugas”: los pibes de Tortugas –los hijos de la burguesía– como si fueran los pibes de la Boca o los pibes de Caraza. Lejos de la democracia espiritual por la que vota la clase media argentina, Maradona evidencia lo que muchos olvidan: la política es la densa trama filiatoria de los intereses cruzados que atraviesan a los que viven en la ciudad.
A la hora de los títulos y las canciones homenaje, fue Manu Chao, el amable detector de las señas de la aldea global, quien pescó en el aire frito de Nápoles otro sintagma, Santa Maradona, cuya ambigüedad torpe parece contener la tensión de aquello que designa, los significados diseminados de Diego Maradona. La aldea global: la fiesta multicanal de olimpíadas y mundiales. Los estados nacionales, banderitas de colores despojadas de casi todo, se insertan también en un nicho del mercado, ese mercado siempre atento a la variedad y a las expresividades razonables. Y en las cabezas populares, digitadas por imágenes, la insensatez de Santa Maradona, nuestra gran mamá política: resistencia, ternura y desencanto.

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