Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Stira

La política de la intemperie

Por Daniel Mundo

A veinticinco años de su muerte, el reconocimiento de la obra de Hannah Arendt se ha ido acrecentando. Desde la publicación de su primer libro, Los orígenes del totalitarismo (1951), su nombre trascendió las fronteras nacionales e idiomáticas y fue aplaudido, criticado y rechazado desde distintas posturas y distintos campos temáticos. Esta suerte correrían casi todos sus libros.
Hoy encontramos un consenso en la lectura autorizada que coloca a Arendt en el campo del pensamiento político. Ahora bien, para que Arendt se sienta cómoda en él es necesario volver a pensar aquello que ella nunca terminó de definir: ¿qué significa la política? A su muerte, Arendt no legó una serie de términos claramente definidos que permitiera responder unívocamente esta pregunta, no legó un pensamiento unificado, perfeccionado obra tras obra, ni tampoco discípulos oficiales que continuaran su tarea de reflexión. No formó escuela. Lo que legó, en cambio, fueron conceptos inconclusos y un conjunto de libros en los que aparecen pensamientos que se hunden no sólo en la existencia del que piensa, sino en las ambigüedades y en los conflictos irresolubles que marcan a esa existencia. Vida y obra, discurso, acción y pensamiento no pueden abordarse por separado.
La obra de Arendt es vasta, y cada uno de sus libros amerita una reflexión particular: el régimen de vida totalitaria, la suplantación en la época moderna de los espacios privado y público por el híbrido espacio social, la diferencia ontológica entre la Constitución que surge de la reforma norteamericana de la que surge de la Revolución Francesa, el dominio de lo útil y la actividad laboral por sobre la acción política (ver Sobre la revolución), la proclive desaparición de la facultad de juzgar y discriminar, y su reemplazo por el pensamiento instrumental y estadístico, la banalidad y cotidianidad del mal (ver Eichman y Jerusalem). Por su parte, la vida de Arendt atravesó las mayores catástrofes y contradicciones que asolaron el siglo XX: judía alemana, perseguida, exiliada, sobreviviente y testigo lúcido que vio cómo desaparecían sus amigos y ese mundo en común que para los regímenes totalitarios era tan fatuo y superfluo como la vida misma y tan peligroso como todo aquello que escapara a lo administrativamente regulado. Las terroríficas experiencias que vivió, sin embargo, no la abroquelaron en un pensamiento negativo empeñado en denunciar las condiciones de vida vigentes.
El primer esfuerzo que se detecta en su obra es reconciliarse (lo que no significa aceptar) con ese mundo que decidió en excluir lo más humano del ser humano: la política. El afán por comprender lo que no responde a ningún nombre y que sólo fue posible porque lo hicieron los hombres la llevó a lugares incómodos en los que no es nada fácil instalarse para pensar. Ella no se desentendió de estos lugares, es más, los eligió como el suelo de su morada.

Instrucciones para bailar el chacho-cha En un artículo importante de 1944 aún no traducido al castellano (“El judío como paria”), Arendt argumenta la condición de paria que vive el judío en la sociedad y la cultura modernas: Arendt asumió esa condición, por supuesto, como propia. Ahora bien, y éste es un tema conflictivo, Arendt no se asumió como paria porque se identificase como judía o como mujer, sino porque pensó que la alienación que sufre el ser humano del mundo en común, del lugar de encuentro con los otros, del espacio libre de exposición de las propias opiniones, en una palabra, delo político, es comparable al modo de vida que tuvo el judío en la historia de Occidente y principalmente en la época moderna.
El régimen totalitario suprime lo político, y en su lugar impone la necesidad de preocuparse por la seguridad personal. El concepto de paria podría servir como seña distintiva para todo aquél y aquélla disconforme que asume el riesgo de pensar por sí mismo y no acepta como algo dado e incuestionable los límites de su existencia: disentir en la dispersión que funda su existencia. Parte de la actualidad del pensamiento de Arendt reside en el principio transgresor que ella mantuvo como constante política.
Entre otras cosas, en la condición de paria lo que podemos detectar es una identidad precaria, nunca a priori y sustancial. Una identidad atravesada por la duda y el cuestionamiento, por lo tanto contingente y casi accidental, y siempre posterior al acto y al discurso en el que el individuo se manifiesta. Sería pertinente plantear para Arendt lo que ella sostuvo sobre Isak Dinesen: “había descubierto que la mayor trampa en la vida es la propia identidad”. Esto por cierto dificulta pensar acciones políticas llevadas adelante por sujetos históricos, sujetos que responden a una identidad fuerte y que persiguen necesidades concretas, sean partidistas, de clase o religiosas. Ahora bien, no es el acontecimiento político lo que no podemos imaginar, sino la idea de un sujeto soberano que gobierna y dirige la acción detrás de un fin determinado. El rostro del autor que surge de un relato está desencajado con respecto al rostro del autor que aparece en la contratapa del libro: en el momento de escribir, como en la acción, no se sabe lo que se hace. Del mismo modo que el relato, la acción política instituye un sujeto político, una identidad política, que no era imaginable con anterioridad al acto de manifestación. Correr a la política de cualquier necesidad histórica y pensarla signada por la contingencia de los asuntos humanos constituye otro rasgo de la actualidad de los planteos de Hannah Arendt.

Qué trabajo es la política Arendt no dejó de defender la sentencia socrática que afirma que siempre es preferible estar del lado del que sufre una agresión que del lado del agresor. Lo interesante en Arendt es que la elección no se agota en identificarse con la víctima o con el que soporta una injusticia, sino que el elegir implica responder, actuar y juzgar en consonancia con lo decidido. Actuar la libertad no significa imponerle al otro la identidad de uno (postulado que se acerca bastante a la idea moderna de soberanía), ni tampoco significa sacrificar la propia identidad en favor del otro; significa más bien denegar (suspender) el poder de cualquier identidad por amor a los muchos que han elegido actuar y se han comprometido con el mundo en común. No es al hombre al que hay que salvar sino al espacio que reúne a los hombres, única garantía para resistir la impronta del totalitarismo (hacer del hombre una cosa superflua, ver Los orígenes del totalitarismo). El marco filosófico dentro del que piensa Arendt es el del existencialismo, un existencialismo no egoísta cuyos conceptos centrales son la comunidad, la pluralidad, el diálogo, la amistad.
Para empezar a comprender qué entiende Arendt por política es imprescindible, pues, imaginarla como una actividad a la que no sólo se dedican los especialistas (sean los políticos o los licenciados en ciencias políticas o los sociólogos). Por otro lado, hay que comenzar separando la acción política de la actividad económica, cosa no tan fácil de realizar en el imaginario moderno, y menos aún en un país subdesarrollado y golpeado por la pobreza como el nuestro. Ambas actividades pertenecen a esferas distintas y hasta contrapuestas: como Arendt muestra en La condición humana, mientras que la lógica del trabajo es necesariamente instrumental y sus productos son necesarios para la supervivencia biológica y social, la acción política no obedece a estrategia alguna ni está dominada por lasintenciones de un sujeto (como ocurre en el caso de la confección de un objeto), no persigue otro fin que sí misma, es innecesaria e inútil.
Mientras el trabajo se cosifica en productos que pueblan el espacio cultural, los efectos imprevisibles de la acción forman parte de la dimensión del sentido. Pensar lo político como la defensa de lo improductivo atenta contra la lógica moderna, y permite tildar de utópico a un pensamiento anárquico comprometido en actualizar la radicalidad de los principios democráticos.
Arendt nos enseñó a elegir: elegir desobedecer las órdenes recibidas y los límites impuestos, aunque éstos estén socialmente consensuados; a elegir cuestionar los prejuicios heredados, aunque esto nos exponga a la intemperie; a elegir los amigos con los cuales compartir el mundo, las opiniones, las interpretaciones, las lecturas. Los hechos políticos se cumplen en los relatos que los asumen y los cuestionan. El cuestionamiento de la tradición, precepto moderno, implica abrirse a la contingencia de lo presente, y esto no para mejorar el mundo (exigencia utilitarista que gobierna el sentido común) sino para hacer del espacio que se abre entre los hombres un lugar habitable. El mundo, que siempre corre el riesgo de ser colonizado y desaparecer bajo las urgencias económicas y las miserias cotidianas, necesita para sobrevivir del compromiso desinteresado de los actores políticos.

Pensar desde el género El pasado jueves 12 y viernes 13 de octubre el Instituto Goethe y el Centro de Estudios Brasileros organizaron unas jornadas en homenaje a Hannah Arendt. El objetivo de las jornadas apuntó a recuperar los principios políticos desarrollados por la pensadora alemana que permitieran pensar la situación política que se está viviendo en el mundo de hoy y en particular en la construcción democrática que se produce en una sociedad como la argentina. Esto va de la mano con la necesidad de desarrollar el análisis arendtiano sobre la manera en que los totalitarismos socavaron la memoria comunitaria y la reemplazaron por un símil ideológico. Por su parte, un invitado como Wolfgang Heuer, editor de la Hannah Arendt Newsletter permitió ver de qué modo el campo intelectual se vuelve reacio a aceptar aquellas opiniones que dudan de las certezas consensuadas y disienten con los prejuicios aceptados por la mayoría. El cierre consistió en la presentación del primer tomo del último libro de Julia Kristeva, El genio femenino, 1. Hannah Arendt.
Elegir a Hannah Arendt como la pensadora representativa de algo así como el genio femenino constituye un gesto polémico. Kristeva misma lo plantea: Arendt no es una autora fácilmente catalogable, no fue ni es siempre bien recibida, y sus pensamientos fueron y son cuestionados. Esto se debe a que Arendt nunca defendió una política que legitimara cualquier privilegio, aunque su opinión atentara contra lo políticamente correcto. Es más, es contra esto, casi, contra lo que tendríamos que orientar la tarea de pensar.
De los conceptos que Arendt utilizó, el de vida –que Kristeva utiliza para comenzar su trabajo y con el que lo cierra–. ocupa sin duda un lugar importante. En principio, es preciso diferenciarlo del de mundo. Lo que los regímenes totalitarios hacen peligrar es la vida humana, pero lo que Arendt destaca una y otra vez no es esto sino el peligro de hacer desaparecer el espacio público. Si perdemos ese espacio, no perdemos la vida, perdemos su sentido. Éste se agotaría en la comodidad y en la felicidad, objetivos básicamente antipolíticos y privilegiados por la sociedad contemporánea. Lo político, la actividad que concreta la libertad, consiste en el compromiso con el espacio en común, con el mundo. Y el compromiso implica donar e invertir el propio tiempo en el tiempo de los otros y del mundo.Plantear “la acción como narración y la narración como acción” instaura un tiempo diferente del tiempo productivo que impone la sociedad moderna. Esta actividad, cuyo sentido depende del relato, complementa, según Kristeva, la actividad del trabajo (labor, en inglés; “labor” en la traducción de La condición humana) y de la obra (work, “trabajo”). Hay que tener en claro que este complemento es mucho más que un mero apéndice. Sin el espacio que posibilita un tiempo improductivo –una acción, un relato–, la vida humana sería mera reproducción. No habría esa posibilidad milagrosa de lo nuevo. Por esto es pertinente detenerse, como hace Kristeva, en el gran descubrimiento arendtiano de la natalidad.
El milagro de la natalidad remite antes que nada a la posibilidad del hombre y de la mujer de crear nuevos sentidos. El fondo actual sobre el que piensa Arendt se funda en la incomodidad constante de la pregunta incontestable. Sin lamentar la pérdida de los valores o del vacío de sentido, en lugar de denunciar la disminución de la participación ciudadana o la desmovilización social, habría que imaginar una transformación vigente en el mundo político que está lejos de haber clausurado la acción comprometida de los hombres y las mujeres. La consigna arendtiana diría algo así como que nos toca a nosotros velar que este espacio de reunión no desaparezca.

 

arriba