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MEGALOMANIAS
La
danza de la fortuna
Por
Juan Ignacio Boido
Podría
pensarse en la obra de Anthony Powell como uno de los hallazgos más
demorados y afortunados que pueden deparar las librerías argentinas
en los últimos tiempos. Nacido en Gales a principios de siglo,
hijo de una aristocracia auténticamente entroncada con la realeza,
para la que fetiches como los árboles genealógicos y la
heráldica no son sólo rasgos de snobismo sino el camino
más corto para desandar ochocientos o novecientos años de
historia, Powell gozó del raro privilegio de presenciar el derrumbe
del Imperio Británico desde la cima. Durante los años que
pasó como estudiante de Historia en Eton y Oxford se convirtió
en amigo y compinche de Eric Arthur Blair, un bengalí que tiempo
después firmaría sus libros bajo el seudónimo George
Orwell. Desde entonces, su puesto como editor literario de esa embajadora
del humor británico que fue la revista Punch, su paso como guionista
por la Warner Bros. y el ejercicio de la crítica sólo intensificaron
la cercanía a los grandes nombres de la literatura en inglés.
Sus diarios y memorias son siete tomos pletóricos de apariciones
como las de Graham Greene, Kingsley Amis, Evelyn Waugh, Edith Sitwell,
T.S. Eliot, Dylan Thomas, Philip Larkin, Somerset Maugham, Iris Murdoch,
Anthony Burgess, Ian Fleming, V.S. Naipul, Cecil Beaton y hasta Tallulah
Bankhead. Sin embargo, Powell tuvo la gentileza de evitar en sus novelas
la transcripción criptográfica del gotha literario para
poblarlas en cambio de una fauna que, precisamente por anónima,
resulta infinitamente más representativa así como
Gatsby es infinitamente más representativo del espíritu
de su tiempo que cualquier self made man adulado por la sección
Finanzas del New York Times en 1925.
Mientras algunos de sus contemporáneos empezaban a asomarse a los
Grandes Temas, Powell publicó durante la entreguerra
cinco novelas que lo ubicaron en los círculos más bajos
del parnaso literario como un prodigio menor de la sátira. Aunque
su tema fuese, en apariencia, la sucesión de fiestas en las que
se ahogaba la juventud crecida a la sombra de la Primera Guerra, sus libros
eran menos asimilados al espesor de un Fitzgerald que al humor burbujeante
de un Thorne Smith (proverbial dandy de la Costa Este cuya vida bien podría
considerarse un reflejo tenue de la de Fitzgerald y cuya saga de Topper,
su alter ego, para quien le interese, la American Library resucita por
estos días). Con el fin de la Segunda Guerra, a Powell le llegó
la idea de A Dance to the Music of Time, un ciclo de doce novelas inaugurado
en 1951 en las que seguiría, impiadosamente y durante cincuenta
años, las vidas de un grupo de egresados algunos de los cuales
ocuparían lugares estratégicos en la historia británica
y por lo tanto mundial de este siglo, desde las borracheras de la
década del 20 hasta bien entrado el desencanto de la década
del 70.
Empecé a reflexionar sobre la complejidad de escribir una
novela acerca de la vida inglesa, dice Nick Jenkins, protagonista,
narrador y alter ego de Powell, en la tercera novela del ciclo, un
tema de suficiente dificultad si se pretende expresar la verdad íntima
de las cosas observadas. La intrincada complejidad de la vida social hace
que las costumbres inglesas no sean susceptibles de simplificación,
en tanto el doble sentido y la ironía presentes en la conversación
de todas las clases sociales de la isla trastornan el énfasis
normal del lenguaje escrito.
Powell no sólo conoce los pliegues de esa intrincada complejidad,
sino que las expone con un talento despojado de estruendos. Inspirado
en el cuadro del francés Nicolas Poussin quien ya había
inspirado a Keats e irritado sobremanera a Ruskin en el que las
cuatro Estaciones bailan tomadas de las manos, mirando hacia afuera, al
ritmo de las notas que toca en la lira el Padre Tiempo, Powell no sólo
toma el nombre de la pintura sino su forma y su tema: por un lado, agrupa
a las novelas en cuatro tomos de tres, cada uno correspondiente a una
de las estaciones (con el primerode los cuales, Primavera, que incluye
las novelas inuagurales Un problema de formación, Un mercado de
compradores y El mundo de la aceptación, Anagrama empieza a publicar
el ciclo completo en castellano); por otro, Powell consigue a partir de
una trama que en otras manos podría haberse desbordado, convertido
en una madeja para elegidos, reducirla a sus rasgos esenciales, una secuencia
ordenada de anécdotas, fiestas, comidas, guerras, ciudades bombardeadas,
recuerdos, por la que hace aparecer y desaparecer casi quinientos personajes,
como un compositor desarrolla los temas de su sinfonía, presentándolos
y sabiendo exactamente qué notas ejecutar para volver a evocarlos,
levemente diferentes, modificados por el paso del tiempo.
El largo aliento emparentó casi enseguida Una danza a la música
del tiempo con En busca del tiempo perdido. Pero sólo eso los vuelve
comparables, si un inglés y un francés pueden parecerse
en algo. Mientras Proust es implosivo y su artilugio literario recuerda
más a un dios hindú que, en el momento de mojar la magdalena,
recuerda la vida y el tiempo de otros hombres a los que sólo su
memoria puede volver a dar vida, el proyecto de Powell respira el aire
de una magia más modesta. Con una capacidad rítmica extraordinaria,
recostado sobre el lirismo seco que empezaba a decantar en el Fitzgerald
del El último magnate, Powell acompaña a un grupo de chicos
durante casi toda su vida, los ve crecer, convertirse en cretinos, volverse
viejos, acercándose y alejándose de Jenkins alter
ego y centro gravitacional de todo el ciclo con la misma naturalidad
con que todos nosotros seguimos encontrándonos y alejándonos
al ritmo de eso que ahora se llama la música del azar. No por nada
Una danza para la música del tiempo se cierra con la novela Oyendo
melodías secretas. Modestia aparte.
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