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Por
Dolores Graña
La
infancia de George Bernard Shaw fue infeliz, como suele ocurrir con todas
las infancias irlandesas que ha legado la literatura. Pero la infelicidad
de la infancia de George Bernard Shaw -como, otra vez, suele suceder con
las infelicidades irlandesas tenía su forma particular, hasta
orgullosa, de serlo. La familia Shaw había llegado a Dublín
desde Escocia y era protestante. En una sola generación, los Shaw
vieron decaer su condición de familia de clase media baja respetable
hasta bordear la indigencia decididamente católica. A mediados
del siglo XIX, (Bernard Shaw había nacido en 1856), Dublín
era una versión en miniatura de la Londres de Dickens, aunque sólo
en tamaño. Su padre, alcohólico primero y comerciante de
cereales después, era conocido en los bares del barrio como el
Bizco (defecto que el padre de Oscar Wilde, un reputado cirujano, no pudo
curar). La madre de Bernard Shaw era una cantante aficionada, única
discípula y alumna de Vandeleur Lee, quien afirmaba tener un método
de enseñanza dictado por seres incorpóreos que aseguraba
el desarrollo en el educando del codiciado canto celestial.
Cuando Shaw tenía 16 años, su madre hizo las valijas y se
largó a Londres junto a Madame Lee y su hija mayor Lucy (que con
el tiempo se convertiría en cantante de music-hall, aunque no se
sabe si cultivaba el canto celestial). El joven Bernard (odiaba el nombre
George) debió interrumpir sus estudios y comenzar a trabajar como
oficinista en una compañía inmobiliaria, mientras su padre
se bebía el sueldo de ambos. El abandono de su madre puede leerse
en la recurrente aparición en sus obras de niños criados
en el aislamiento, herederos adoptados y chicos encontrados por otros
padres, así como figuras maternas negligentes, filisteas, idiotas
o directamente ausentes en el curso de la vida de sus hijos. La ruina
de su padre (porque Bernard Shaw consideraba que ruinoso era
el calificativo más apto) creó otro personaje clásico
de las obras de Shaw, que se fue perfeccionando con el correr de las piezas
hasta llegar al modelo vivo, si se quiere, de su padre, convertido en
uno de sus personajes más famosos: el señor Doolittle, el
padre de Eliza, en Pigmalión.
Socialismo
para millonarios En 1876, cuando tenía veinte años,
Shaw dejó Dublín y viajó a Londres para vivir con
su madre y su hermana (y la omnipresente madame Lee) para intentar vivir
de su pluma o del periodismo, lo que tuviera éxito primero. Mucho
tiempo después haría el cálculo: cinco novelas publicadas
sin ningún éxito, diez libras en nueve años. Pasaría
bastante más de una década antes de que pudiera permitirse
tener su propia casa. En 1882, intentando subsanar su falta de educación
pasando horas y horas en la biblioteca del Museo Británico trauma
y costumbre, respectivamente, que cultivó durante toda su vida,
conoció a Henry George y sus posturas sobre la nacionalización
de las tierras, que ayudaron a consolidar sus ideas sobre el socialismo.
George lo llevó a H. H. Hyndman, El capital y la Federación
Socialista Democrática, de la que William Morris era uno de sus
más distinguidos integrantes.
Marx no le habla al obrero. Son los hijos asqueados de la burguesía
como Lassalle, Liebknecht, Morris, Bax o como yo mismo los que pintaron
la bandera de rojo. La clase media y la clase alta es el elemento revolucionario
en una sociedad; el proletariado, el reaccionario. Hyndman lo echó
de la agrupación luego del mitin en el que Shaw pronunció
tales dichos. O, si se prefiere, el irlandés se fue, llevándose
a Morris con él y fundando la Liga Socialista (y, en 1900, el Partido
Laborista británico). En 1883, junto a Beatrice y Sidney Webb,
creó la Sociedad Fabiana, alejándose definitivamente del
socialismo revolucionario, mientras comenzaba a trabajar en periodismo,
primero como crítico de arte y luego como crítico de música.
La intención de la Sociedad Fabiana podría calificarse actualmente
de reformista (aunque el calificativo sea necesariamente arcaico),
ya que consideraba que el capitalismo había creado una sociedad
injusta e ineficiente, y que el curso de acción debíaencaminarse
hacia reconstruir esa sociedad de acuerdo con las más altas
posibilidades morales. La forma de lograrlo, según los fabianos,
era acompañar la transformación de la sociedad capitalista
en una socialista tan indolora y eficientemente como libraba
sus batallas el general romano del que tomaba el nombre la agrupación.
De acuerdo con su precepto de apuntar a sus iguales para dar el ejemplo,
la Sociedad Fabiana abogaba por la igualdad de ingresos y la división
equitativa de las tierras y el capital, concentrándose en los diferentes
cuadros de las clases medias y acomodadas, que para Shaw eran los principales
agentes de cambio (en lo que hasta cierto punto consideraba una cuestión
de mero sentido común y elecciones parlamentarias). Convencido
de que era un proceso que llevaría tiempo y educación, Shaw
escribió su manifiesto en 1884 y centenares de panfletos informativos
(uno de ellos, especialmente llamativo, llevaba el título de Socialism
for Millionaires) en los que discurría sobre temas tan diversos
como el arte moderno y la inviabilidad del anarquismo (en el que consignaba
su definición como un juego en el que la policía te
puede ganar), así como las falencias del sistema democrático
al estilo capitalista (Un sistema por el que se asegura que no seamos
gobernados mejor de lo que nos merecemos, o una forma de gobierno
que sustituye a la mayoría incompetente por una minoría
corrupta). A las periódicas publicaciones, mitines, conferencias
y reuniones que organizaba para difundir sus ideas políticas, se
les sumaban los escritos acerca del vegetarianismo, las virtudes de Ibsen,
por ese entonces todavía un ignoto dramaturgo sueco (al que Shaw
ayudó a dar a conocer en el mundo angloparlante) y de la tetralogía
de Wagner (La quintaesencia del ibsenismo y El perfecto wagneriano, respectivamente).
Nace
una estrella Gracias a su trabajo de crítico y a su oratoria
política, la mordacidad de Bernard Shaw se fue haciendo un artículo
conocido (y temido) por la intelligentzia británica de la última
década del siglo XIX. En 1891 había escrito su primera obra
de teatro, The Widowers Houses. El éxito, como en el caso
de sus novelas, fue mínimo. En 1895, Shaw fue ascendido al puesto
de crítico teatral de la influyente y radical, pero perfectamente
civilizada, Saturday Review, desde donde se impacientaba con humor vitriólico
con la artificialidad del lenguaje y los recursos del teatro de la época,
abogando por la instrumentación de nuevas temáticas y nuevos
modos de representación, aboliendo la espectacularidad y el lujo
de los escenarios por una relación más directa e igualitaria
con el público. Era el terror de los productores de melodramas
y selecciones shakespeareanas, una suerte de abogado del diablo para el
público, que esperaba todas las semanas la nueva obra que GBS
despedazaría prolijamente (y que luego podrían ir a ver
con renovada pureza de espíritu). O, como se ¿disculpaba?
Shaw: El poder de la observación aguda es llamado cinismo
por la gente que no lo posee. Había nacido el shavian wit
y la celebración compulsiva por parte del público de esa
particular forma paradojal de razonamiento dramático, de tratar
lo bueno como malo y lo malo como bueno, lo importante como superfluo
y viceversa, que lamentablemente ha perdurado hasta la actualidad,
en mucha mayor medida que las ideas que buscaban transmitir.
Porque todo, en Bernard Shaw, se reduce a ideas. Ideas para oponerse a
ideas, paradojas para revelar la idea detrás de una costumbre,
ideas para contestar imposturas. Ideas para batir en retirada a malas
ideas. Por supuesto que los críticos lo tildaban de didáctico
y sus detractores sostenían que las ideas de Shaw eran demasiado
pesadas para el teatro y demasiado livianas para la filosofía política.
Aunque se cuidaban de rescatar su superior conocimiento del lenguaje y
sus posibilidades expresivas. Lo que lo hacía pesado o didáctico
(otra mot juste para Shaw) era su incapacidad (otros lo llamarían
convicción) para distinguir entre Shaw dramaturgo y Shaw activista.
Tuvieron que pasar casi diez años,e igual número de obras
escritas, hasta que la crítica se convenció de que la discusión
(acción preferencial y hasta casi excluyente de sus personajes)
era un eficiente motor dramático.
Teatro
de protesta Durante estos años, Shaw escribió algunas
de sus obras más conocidas (Arms and The Man, El discípulo
del diablo, Nunca se sabe, o César y Cleopatra) buscando encontrar
el tono de comedia brillante que estaba en boga que le otorgara a su vez
la posibilidad de plantear los cambios que consideraba necesarios, recopilados
en una serie de artículos mensuales en el Saturday Review (The
Theatre in the Nineties). Pero los teatros londinenses (quizás
en el espíritu de la justicia poética que Shaw supo despreciar
como nadie) se excusaban humildemente de pretender hacerles justicia.
Algunas se estrenaron en los Estados Unidos, y una de ellas (La profesión
de la señora Warren, 1898) fue prohibida por el Real Examinador
de Obras (encargado oficial de filtrar impropiedades teatrales desde 1737
hasta 1967). La ofensa en cuestión constituía no sólo
lidiar con la prostitución sino también insinuar que, dado
el abanico de oportunidades laborales al alcance de la mujer inglesa,
era más sensato condenarse al boudoir que al planchado para afuera.
Shaw decidió entonces publicar sus obras antes de su estreno. La
perfección de su construcción era aún más
evidente por escrito, y su novedoso emprendimiento tuvo muchísimo
éxito, creando una suerte de público cautivo y fanático,
allanando el camino para una tradición que pronto se hizo habitual
en el mercado anglosajón (y que Shaw mantuvo en ese orden, publicación
y luego representación, hasta el fin de su carrera). Sin embargo,
aunque todo el mundo las leía, nadie estaba dispuesto a ponerlas
en escena, salvo en privado, en pequeñas reuniones de amigos (con
las que Shaw gambeteaba los impuestos a la representación y se
aseguraba la propiedad intelectual de la puesta).
Fue uno de los actores de esas obras, Harley Granville Barker, quien se
atrevió a quebrar el bloqueo asumiendo la dirección del
Court Theatre, al que transformó en un reducto para el teatro experimental
en donde Shaw estrenó diez obras en tres años. Durante la
década siguiente, todas las obras de GBS (menos Pigmalión,
en 1914) fueron estrenadas por Barker o alguno de sus amigos y allegados
en Inglaterra y los Estados Unidos. Hombre y superhombre, publicada en
1904 y representada al año siguiente, era una suerte de compendio
de sus virtudes y preocupaciones como dramaturgo y fue la obra que, para
decirlo mal y pronto, lo hizo rico, famoso y respetado (fenómeno
al que Shaw respondió dejando de lado cualquier pretensión
de modestia y sorpresa a la hora de la consideración de su genio).
La obra es una reescritura de Don Juan Tenorio (John Tanner, en la obra
de Shaw) y el descubrimiento de un concepto que marcaría toda la
obra siguiente, el de la fuerza vital (emparentado con el
élan de Bergson y el Übermensch de Nietszche) y que luego
se convertiría en la evolución creativa, proceso
por con el que Shaw intentaba encontrar el camino de la superación
del hombre a través del talento humano para adaptar sus circunstancias
a sus convicciones, que se convertiría en la plataforma programática
de su clásico en cinco obras, Vuelta a Matusalén (1921).
El tercer acto de la obra (estrenado por separado, como Don Juan en el
infierno) encontraba a todos los personajes en una suerte de deslumbrante
escuela socrática del averno, en el que el poder de las ideas y
el esfuerzo racional terminaban siendo derrotadas por la fuerza
vital encarnada en la imposible Ann Whitefield y Tanner terminaba
siendo cazado (o casado, que en este caso es lo mismo). Como reivindicación
póstuma, su obra cumbre, El manual del revolucionario, aparece
como apéndice a la obra. Hombre y superhombre es uno de los ejemplos
más cristalinos de que el verdadero motor de los conflictos humanos,
para Shaw, reside en la oposición entre el pensamiento y la creencia.
Al poner en escena este enfrentamiento, sus personajes se vuelven imposibles,
es cierto: No soy realista. Siempre me mantuve dentro de la tradición
clásica, sabiendo que los personajes en el escenario deben estar
dotados de un conocimiento de sí mismos, una capacidad de expresarlo
y una desinhibición que les permita hacerlo que, en la vida real,
los convertiría en monstruos. El hecho de que pueda crearlos así
es lo que me diferencia (o lo que diferencia a Shakespeare) de un gramófono
o una cámara.
Las criaturas de Shaw no son personajes ni mucho menos personas, sino
ideas encarnadas en hombres y mujeres o, mejor
aún, ideas de hombres o ideas de mujeres
al servicio de la puesta en tela de juicio (a través de un grado
de conciencia también imposible) de la falsedad, manipulación
o directamente la estupidez de los presupuestos morales y las creencias
por las que se maneja la sociedad civilizada. Sea el heroísmo
(A Man of Destiny), el valor (Arms and The Man), el matrimonio (Major
Barbara) o la virtud (Cándida). Muchos años después,
cuando algún temerario editor le pidió una columna que respondiera
al título Shaw por Shaw (que terminó teniendo
una veintena de páginas, que no alcanzaron a tocar ni la superficie
de lo que era su tema preferido), el dramaturgo se defendió de
sus críticos. Lo que se toma por racionalismo en mis obras
es en realidad un vigoroso ejercicio del poder de razonamiento que había
desarrollado en mi rol de sociólogo y economista. Puedo razonar
problemas que la mayoría de los autores de ficción sólo
pueden resolver refugiándose en el sentimentalismo. Pero la razón
es solamente un instrumento y no encontrarán otra definición
en mis obras. Lo que encontrarán, por otro lado, es el convencimiento
de que el intelecto es, en esencia, una pasión. Y que la búsqueda
de la sabiduría en cualquiera de sus formas es un emprendimiento
más perdurable e infinitamente más interesante que, digamos,
la conquista de una mujer.
Guerra
y paz Entonces empezó la guerra. Y la Gran Guerra inventó
otro Shaw. Primero se ganó un pedido de juicio por alta traición
con una serie de artículos periodísticos titulados Common
Sense about the War (El sentido común sobre la guerra)
en el que exponía detenidamente lo que estaba pensando un gran
número de gente en ese mismo momento: la guerra como el último
manotazo de ahogado del sistema capitalista, la guerra como el desesperado
intento por sobrevivir de los imperios coloniales, la guerra como una
pérdida insensata de vidas. El juicio nunca ocurrió, pero
Shaw dejó de escribir teatro para concentrarse en la política,
convertido en un paria por la misma sociedad que lo había celebrado
como su pensador bufo. Heartbreak House, publicada al año siguiente
del armisticio, es una sintomatología detallada y una de las obras
más desagradables de Shaw (quien era incapaz, como todo idealista,
de sentir simpatía por las falencias humanas como lo hacía
su amigo Oscar Wilde).
Sólo con la publicación y posterior estreno de Vuelta a
Matusalén y la deslumbrante Santa Juana de Arco (1923), Shaw volvió
a la carrera que le interesaba: la de genio visionario. En 1925 ganó
el Premio Nobel. Frente a la Academia Sueca en pleno (seguramente, idéntica
a su versión 2.0) abrió la boca para declarar: El
premio Nobel es un salvavidas que le tiran a un nadador que ya llegó
a salvo a la costa. El premio en metálico lo donó
para publicar la primera traducción al inglés de las obras
de Strindberg. Desde ese momento y por el resto de su vida, Shaw viviría
como una de las primeras celebridades de la historia, escribiendo
más y más obras, ensayos políticos y sociales, dictando
conferencias y viajando por todo el mundo (por ejemplo, a la Unión
Soviética, invitado por Stalin), haciendo lo que más le
interesaba hacer: mantenerse en el medio de la Historia. En 1944, cuando
recién comenzaba a vislumbrarse el posible final de la guerra (y
la consiguiente revisión del status del problema ruso),
Shaw publicó su Summa de no ficción, Everybody
Political Whats What (algo así como El qué es
qué de la política para todos), que se leyó
y puede seguir leyéndose como una compleja y enérgica obra
de teatro, autobiografía y enciclopedia (algo que podría
decirse de todos sus escritos).
Antes
del fin En 1950, cuando Shaw tenía 94 años, se cayó
de una escalera mientras podaba un árbol en su casa de Ayot St.
Lawrence, en las afueras de Londres, y murió unos días después
por complicaciones de la caída. Poco tiempo antes había
escrito su obra número cincuenta, Shakespeare vs. Shaw, para una
compañía de títeres. El duelo comenzaba siendo retórico,
pero al minuto tres (duraba diez), el crédito de Avon tomaba a
golpes de puño a su alter ego de madera y, después de tenerlo
contra las cuerdas hasta que la cuenta llegaba a nueve, el irlandés
le propinaba una trompada que daba por concluida la pelea. Shaw nunca
reconoció tener otro rival en su profesión de wordsmith.
Soy un clásico. Nunca pretendí ser otra cosa. Juego
el juego en la forma tradicional, en el tablero viejo y con las piezas
ya desgastadas por el uso, como lo hacía Shakespeare. Dejó
sin enviar una carta a uno de sus admiradores, que le preguntaba sobre
qué valía la pena escribir: El amor, la muerte, la
mayor abyección o la mayor bajeza de la que son capaces los seres
humanos alcanzan, si uno es lo suficientemente buen poeta, para escribir
una obra que haga perdurar sus palabras hasta mucho después de
que ellas hayan pasado de moda. En su testamento dejó una
gran parte de su fortuna a un proyecto de reformulación del alfabeto
inglés. Sólo se publicó un volumen del Alfabeto Shaw:
Androcles y el león. Luego del fracaso de ese emprendimiento, su
legado fue dividido entre la National Gallery de Irlanda, el Museo Británico
y la Royal Academy of Dramatic Art (RADA). Los derechos de las obras de
Shaw (y del musical Mi bella dama) han ayudado a sostener estas instituciones
desde entonces. Una vida dedicada a cometer errores no sólo
es más honorable, sino más útil que una vida dedicada
a no hacer nada. Si no fuera porque Bernard Shaw quiso ganarle la
pelea a Shakespeare por KO (escribiendo un puñado de clásicos
de la historia del teatro antes de tocar la lona), su obra podría
ser considerada como la puesta en práctica de esa máxima
en una medida casi sobrehumana. No intentes vivir para siempre.
No vas a tener éxito. Ah, pero a veces sí. Es probable
que Shaw lo tuviera en claro.
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