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La ingenua libertina

Por Martín Schifino

Hace cien años, la editorial Paul Ollendorff publicaba en París uno de los éxitos más grandes de toda la literatura francesa, Claudine à l’école, novela semiautobiográfica que venía anunciada como el diario licencioso de una adolescente de provincias. La firmaba su “editor”, el prestigioso crítico Willy (Henry Gauthier-Villars), que sostenía en el prólogo haber recibido el manuscrito de manos de la autora. Willy aclaraba: “El pudor de mi sexo solamente me ha obligado a efectuar ciertos cortes y a atenuar ciertos pasajes, de una franqueza campesina un poco brutal”. Convertida naturalmente en un success à scandale, la historia se prolongó en una saga que fascinó a Francia durante seis años, mientras se publicaron los cada vez más explícitos Claudine à Paris, Claudine en Ménage, Claudine s’en va y, como suerte de epílogo, La retraite sentimentale. Pero lo más interesante es que, detrás del fenómeno y a modo de ghost writer, estaba la mujer que luego habría de ser la escritora francesa más importante del siglo veinte: Colette (por entonces, esposa de Willy).
Actualmente, todas las Claudine se encuentran reunidas en las obras completas de la exquisita Bibliothèque de la Pléiade; más aún, los editores le han restaurado el crédito a la autora mediante la firma Colette & Willy delante de cada una de ellas. Sin embargo, como razona el biógrafo Herbert Lottman, resulta imposible saber con certeza cómo se escribió el texto. De acuerdo con el testimonio de Colette en las memorias Mes apprentissages, fue alrededor del año 1895 cuando Willy le sugirió que redactara sus recuerdos de la escuela primaria, “sin preocuparse por los detalles picantes”. Willy había lanzado por entonces un negocio de producción de obras populares que encargaba a escritores fantasmas. Su sistema tenía menos de literatura que de mercadotecnia, pero era igualmente brillante. Willy concebía una trama o situación, se la transmitía a un colaborador para que escribiera una sinopsis, luego a otro para que la desarrollara y, después de corregirla él mismo agregando alusiones, juegos de palabras y los famosos “detalles picantes”, publicaba el resultado con su nombre. Colette, por su parte, ya colaboraba con él escribiendo críticas de arte y teatro; la transición hacia una obra de largo aliento no debe de haber tenido nada de sorprendente.
Lo cierto es que cuando Willy recibió el primer manuscrito, pensó que no le iba a servir y lo archivó en un cajón. Afortunadamente, cuatro años más tarde, mientras buscaba otro material, se topó una vez más con él. Al principio le pareció un relato apenas “simpático”; pero a medida que abrió cuadernos se fue entusiasmando, hasta que, según la versión de Colette, exclamó “Dios mío, soy un boludo” y salió ahí nomás a buscar a su editor. El manuscrito no se ha conservado, de manera que no podemos saber cuán distinto era de la Claudine publicada; pero Colette cuenta que Willy lo editó minuciosamente y le recomendó “subirlo un poco de tono” agregando argot y escenas de lesbianismo. Con todo, quizás la contribución más importante de Willy tiene que ver con en el inmediato reconocimiento crítico que obtuvo el volumen. No sólo porque él escribió el prólogo donde postulaba a una genial escritora adolescente “hija de Rousseau” (una “buena salvaje” que estaba más allá de la moral), lo cual fue una aguda estrategia de mercadotecnia, sino también porque sus conexiones permitieron que Claudine llegara a las manos indicadas. Dos críticas de conocidos de Willy, Charles Maurras y Rachilde Valette, lanzaron sin duda su fama. La última, en el influyente Mercure de France, terminaba diciendo: “Si es de Willy, el libro es una obra maestra. Si es de Claudine... es la obra más extraordinaria que pueda florecer de la pluma de una debutante”.
Quizás exageraba, aunque no mucho. Poco después Catulle Mendès, uno de los críticos más importantes de la época y codirector de L’Echo de Paris con Marcel Schwob, le susurraba a Colette: “Es usted, ¿no?, la autora deClaudine... Pero no, no le hago preguntas... En veinte años, treinta años, se sabrá. Entonces verá cómo es esto de haber creado un tipo literario... Es un castigo, se le pega a uno a la piel”. Lottman cuenta que Colette recordó esta frase treinta y cinco años más tarde, cuando una casa de ropa intentó sacar una línea de cuellos de camisa marca Claudine. La fiebre que causó la serie, en efecto, fue mucho más allá de lo literario. Colette y Willy, tratemos de ser justos, habían creado un personaje de atractivo universal. Como a principios de los noventa creció la obsesión con las lolitas (Lolita, ya que estamos, tiene bastante de Claudine), la sociedad francesa de la belle époque se prendó del estereotipo de la mujer-niña que era Claudine. Willy y sus colaboradores, además, adaptaron al teatro la segunda novela de la serie, Claudine à Paris. A pedido de Willy, Colette y la actriz que interpretaba a Claudine, Polaire, comenzaron a vestirse como gemelas cuando se mostraban con él; y todo el mundo hablaba de un supuesto ménage a trois.
La fábrica de las Claudine cerró sus puertas en 1903, con Claudine s’en va. Un año después Colette apareció como autora de un libro propio: los primeros Dialogues de bêtes. Igualmente siguió colaborando con Willy y vieron la luz dos volúmenes claudinescos: Minne y Les Égarements de Minne (1904 y 1905, firmados sólo por Willy); pero poco después Colette fundió ambos relatos en L’Ingénue libertine, que aparecieron sólo con su firma. En el prólogo de La retraite sentimentale (1907), una novela-epílogo donde Claudine es una mujer adulta como la autora, Colette dice que “por razones que no tienen nada que ver con la literatura” ha dejado de colaborar con Willy: el matrimonio había terminado. De allí en más su carrera literaria y todos los premios que la poblaron le pertenecen. Colette continuó escribiendo relatos, novelas y obras de teatro y radio durante cincuenta años, hasta volverse una de las personalidades más fascinantes de la cultura francesa.

 

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