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Por
Martín Schifino,
desde Londres
Alentando
cierta exageración, algunos críticos han llamado a Chaucer
el padre de la poesía inglesa; y hay también quien ha visto
en su romance Troilus and Criseyde la primera manifestación de
la novela psicológica moderna. Chaucer, que obviamente ignoraba
todo esto, fue además de escritor científico amateur, soldado,
preso político, comerciante, embajador y funcionario en diversos
cargos públicos al servicio de dos reyes, por lo que tenemos un
considerable archivo sobre su vida. Pero aun así, la fecha final,
como también la de su nacimiento, es bastante borrosa y en definitiva
un asunto de convenciones. El último documento que nos muestra
a Chaucer data de junio del 1400, cuando éste recibió pagos
que se le debían por sus funciones de tesorero de la nación.
Allí el archivo se agota. O casi.
El siguiente indicio es su tumba, que se encuentra en Londres, en la abadía
de Westminster, frente al Parlamento afamado por el Big Ben, donde los
lores han venido tartamudeando sus políticas durante siglos. Obra
maestra del Gótico, la abadía hace cuerpo con la historia
inglesa desde el XI, cuando fue fundada por Eduardo el Confesor. Casi
todos los monarcas ingleses fueron coronados en ella. Y sólo estudiando
su necrópolis se podría reconstruir la entera genealogía
real. Los restos de Isabel I, María Estuardo, Enrique III, Enrique
V y los de incontables personajes históricos se encuentran allí
cubiertos por mármoles suntuosos hasta la obscenidad. Chaucer está
sepultado en uno de los lugares más interesantes, el llamado rincón
de los poetas, donde se conmemoran autores, músicos y actores.
En realidad, esto se debe a una casualidad histórica; la tradición
no se inició sino hasta la muerte de Edmund Spenser (1593), durante
el reinado de Isabel I. Cuando uno llega a la tumba, identifica una inscripción
latina que fija su muerte el 25 de octubre de 1400. Pero la certeza dura
poco. Tal como la vemos ahora, la lápida no fue erigida sino hasta
alrededor de 1550 y es muy probable que la fecha sea errónea. No
es que estas intrigas numéricas importen demasiado, de todas maneras;
son apenas una excusa para conmemorar a un gran escritor.
Viajando
se conoce gente No todo es desinteresado homenaje, por supuesto. Como
Shakespeare, Dickens o Joyce, Chaucer es, más allá de sus
logros, una pequeña industria. Un claro índice de esta apropiación
mercantil es la nota que sobre él incluyó hace poco la revista
de abordo British Airways. El columnista argumentaba que, en los Cuentos
de Canterbury, Chaucer había retratado por primera vez el turismo
inglés. Todo era una mezcla de lugar común y dudosa estrategia
de mercadotecnia (viaje por Inglaterra, nuestro primer poeta ya
cantó sus encantos). Pero mirándolo desde otro lado,
la verdad, el encuentro con Chaucer a esas alturas era como para entusiasmarse.
¿Cuántos poetas medievales podrían ser promotores
honorarios de algo tan masivo y fútilmente moderno como el turismo?
Chrétien de Troyes en una revista de Air France, El Arcipreste
de Hita en una de Iberia, Wolfran von Eschenbach en una de Lufthansa.
Ninguno suena a candidato plausible. Quizás Dante en la revista
de Alitalia.
En efecto, cuando hablamos de escritores medievales, la universalidad
de Chaucer parece sólo comparable con la del poeta toscano. En
el ámbito inglés, además, nuestro autor ha eclipsado
a sus precursores y contemporáneos de manera similar a como lo
haría dos siglos más tarde Shakespeare (el único
precursor que Shakespeare no ha eclipsado, naturalmente, es Chaucer).
Y lo mismo puede decirse de sus precursores franceses, exceptuando tal
vez a los autores del Romance de la Rose, Guillaume de Lorris y Jean de
Meun, que con todo ya nadie lee fuera de las universidades. Ezra Pound
notó en la historia de la literatura inglesa períodos interpolados
de insularidad y de expansión continental; el chauceriano, indudablemente,
pertenece a los segundos. Don Geoffrey así lo llamaba Pound
se apropió de cuanto modelo se le cruzó por el camino, pero
rara vez tomó prestado. Uno diría que prefirió robar
a cuatro manos y ultimar de paso a la víctima. En Troilus and Criseyde,
por ejemplo, nos habla de sus fuentes, pero calla la más importante
y directa, Il Filostrato de Boccaccio. Harold Bloom, siempre alerta a
la angustia de las influencias, conjetura que el mote de Boccaccio
inglés, adoptado en el siglo XIX, le habría causado
tanta gracia a nuestro autor como al altivo Boccaccio el de Chaucer
italiano.
La
lengua del pueblo Se calcula que Chaucer empezó a escribir
a fines de la década del 1360, mientras estaba al servicio de la
reina Philippa I. Por entonces, en Inglaterra donde las instituciones
gubernamentales operaban en francés y el clero escribía
en latín, tres lenguas ocupaban a los literatos, tal como
lo ejemplifica la abultada obra del amigo y mentor de Chaucer, John Gower,
quien escribió sus Confessio Amantis en inglés, Vox Clamantis
en latín y Mirroir de lhomme en francés. De acuerdo
con las obras conservadas, sin embargo, Chaucer parece no haber dudado
en elegir el inglés de Londres como vehículo literario.
Es arriesgado decir que existió en esto un gesto reivindicador
del vernáculo como, por ejemplo, el que había esbozado Dante
al escribir su tratado De Vulgare Eloquentia en defensa del italiano.
En un prefacio memorable, Chesterton sostiene que así fue y llega
a razonar que si Chaucer hubiera optado por el francés, probablemente
también él habría sido un escritor francófono,
pues la lengua (literaria) inglesa no habría existido sin el autor
medieval. Pero la verdad es que tal romantización no tiene ningún
asidero histórico. A mitad del siglo catorce, tres siglos después
de la invasión de los normandos, el inglés que las clases
populares nunca habían dejado de hablar se extendía cada
vez más por el tejido social e iba ganando fuerza entre la nobleza;
además, la lengua contaba con tradiciones literarias que, tomando
el Beowulf como principio, llevaban al menos cinco siglos en marcha y
seguían vivas en brillantes poetas como el autor anónimo
de Sir Gawain and The Green Night. Chaucer debe de haber reconocido el
signo de los tiempos antes que Gower, pero con o sin él la lengua
inglesa hubiera seguido su curso.
Lo indudable es que el autor de Troilus and Criseyde fue un innovador
como pocos en el terreno lingüístico. Basta leer una página
suya frente a una de Langland o Trevissa, ambos exactos contemporáneos
suyos, para comprobar cuán rico es su vocabulario, cuán
lograda su sintaxis y cuán amplios sus recursos. Pero su innovación
pasa más sobre todo por acercar el inglés a las lenguas
del continente. Para Chaucer, como ha dicho el medievalista David Burnley,
las lenguas romances ocupaban el lugar prestigioso que tenía
el griego para Horacio y, consciente de esto en distintos grados, introdujo
muchas palabras nuevas en su poesía. Un verso como: O firste
moeoeuer, cruel firmament (Oh, primer motor, firmamento cruel)
está hecho de palabras romances salvo por el numeral; y en la misma
estrofa donde éste aparece, uno encuentra las palabras viage (viaje),
fiers (feroz) y mariage (matrimonio), tomadas
directamente del francés. Por otra parte, Chaucer también
se enfrentaba a una gran diversidad de dialectos ingleses y supo explotarla
de modo genial en rimas y matices. Fue el primero en utilizar un habla
regional con efectos cómicos. Así, en The Millers
Tale, una fábula salaz donde dos pícaros terminan
acostándose con la mujer y la hija de su huésped, aquéllos
hablan un rústico inglés norteño mientras los demás,
el londinense. El recurso no es muy distinto al de los diálogos
en dialecto que tanto parecían gustarles a Thomas Hardy o D. H.
Lawrence.
Nace
un estilo Con Chaucer, la literatura medieval inglesa alcanza un punto
culminante. Su obra puede leerse incluso como una metáfora de la
fascinante gestación prerrenacentista que alumbró el manierismo,
los soliloquios isabelinos y finalmente los brillos barrocos de un John
Donne. Chaucer es en realidad una serie de estilos; recorrerlos nos lleva
a intimar con la historia literaria. En un extremo de su obra están
los poemas idealistas del amor cortés, a todas luces moldeados
en troqueles franceses; en el otro, prácticamente las bases del
realismo moderno, la comedia costumbrista, el retrato de la sociedad contemporánea
al autor y una preocupación dramática o hasta novelesca
por el destino individual. La distinción tradicional de la obra
en tres períodos uno de influencias francesas, otro de italianas,
el último propiamente inglés ha probado ser útil
para ordenar esta progresión, aunque sin duda el autor siempre
hizo más por amalgamar sus intereses que por descartarlos uno tras
otro.
Las lista de sus trabajos comienza quizás pues el orden de
los manuscritos siempre es tentativo por el ABC, una loa a la Virgen
María no muy distinta de otras miles de canciones marianas medievales.
A este poema temprano se le suma una traducción fragmentaria de
Le Roman de la Rose, el gran poema alegórico francés, que
viene a demostrar la influencia central de las letras gálicas en
Chaucer. De hecho su primer poema importante, The Book of the Duchess,
sigue en esta línea; visión de amor basada en las reglas
de la cortesía, narra el encuentro en sueños del poeta y
de un amante enlutado que llora la muerte de su dama. Alegóricamente,
el poema conmemora la muerte de Blanche (en 1368), duquesa de Lancaster
y esposa de John of Gaunt, lo que nos da una idea de la fecha de su composición.
Luego de escribir estas obras, Chaucer viajó por Italia (principalmente
Génova y Florencia) en misiones diplomáticas. Se cree que
adquirió entonces manuscritos de Petrarca, como se sugiere en El
cuento del Monje, y acaso otros de Dante y Boccaccio. En cualquier
caso, sus obras posteriores tienen una fuerte influencia de estos poetas.
El epítome es quizás The House of Fame (1378-80), otra visión
alegórica, en la que el narrador se encuentra con el canon literario
mientras un pseudo Virgilio lo conduce a la casa de la fama; aquí
la destreza de Chaucer es tal que muchas veces se ha caracterizado este
poema, sobre la base de pasajes casi paródicos, como un contrapunto
cómico de La Divina Comedia. Pero Chaucer además estaba
leyendo a Boccaccio y bajo su influencia comienza la redacción
de algunos Cuentos de Canterbury cuyo plan general no parece haber
tenido en mente entonces y de un poema altamente experimental denominado
Anelida and Arcite.
Durante la década del ochenta, La consolación de la filosofía
de Boecio, un libro ultracanónico en la Edad Media, permea todo
lo que Chaucer escribe y principalmente el romance troyano Troilus and
Criseyde, cuya fuente directa es una vez más Boccaccio. Las especulaciones
o monólogos interiores del protagonista, Troilus, se yerguen sobre
la filosofía neoplatónica de Boecio; pero el uso de esta
doctrina es quizás menos importante que la primicia literaria de
un personaje que delibera y planea sus actos. Troilus and Criseyde cuenta
además con Pandarus, un personaje cómico que puede compararse,
por sus ardides casamenteros, con la Celestina del genial Fernando de
Rojas (de hecho, el nombre del personaje entró en la lengua y hoy
pander significa en inglés exactamente lo mismo que
celestina en español). Finalmente, escribe uno de los
poemas más deliciosos que se han escrito sobre el Día de
San Valentín, The Parliament of Fowls, dedicando el resto del tiempo
a distintas baladas y lírica breve y a una obra por encargo que,
pese a lo interesante de su asunto las mujeres virtuosas de la historia,
quedó inconclusa: The Legend of Good Women.
Por
el camino de Canterbury Chaucer sin duda continuó leyendo a Boccaccio
y, luego de entretenerse con la traducción de un Tratado sobre
el astrolabio, concibió hacia fines de los ochenta la serie de
relatos que titularía Cuentos de Canterbury y que lo ocuparía
el resto de su vida. Los cuentos, de los que hay análogos en muchas
literaturas europeas, tienen como trasfondo un peregrinaje a Canterbury
durante el cual los participantes van contándoselos por el camino.
Desde luego, las narraciones enmarcadas, como lo atestiguan las antiquísimas
Mil y una noches, no eran cosa nueva, pero la idea de Chaucer fue igualmente
brillante. Boccaccio había reunido en el Decamerón, el obvio
antecedente de los Cuentos, a diez muchachas y muchachitos nobles que,
mientras escapaban de la peste que arrasaba la ciudad, iban contándose
historias en un viaje de pueblo en pueblo; sus señas particulares
eran con todo mínimas y sus voces tenían un estilo uniforme.
Chaucer, en cambio, convocó a individuos de los más variados
ámbitos sociales un cura, un franciscano, un caballero, un
escudero, un alguacil, una monja, un hombre de leyes, un burócrata,
un estudiante, un poeta (alter ego cómico de sí mismo),
un mercader, un hostelero, una viuda... y después los lanzó
hacia Canterbury.
Casi cinco siglos antes de que Stendhal pronunciara su máxima la
novela es un espejo que se pasea por el costado del camino,
nuestro autor se propuso reflejar, de manera realista tanto desde
una perspectiva física como ideológica y lingüística
las idiosincrasias de cada individuo. Ningún personaje reviste
en los Cuentos la bidimensionalidad que puebla la épica o los romances
caballerescos que los preceden: Isolda era hermosa, Odiseo astuto, Mío
Cid valeroso, todas cualidades tipológicas que justifican el destino
público de cada héroe. Pero la Monja de Chaucer hablaba
francés con acento de Strattford, tenía buenos
modales en la mesa y no dejaba que se le cayera ninguna miga
de los labios ni metía mucho los dedos en la salsa;
el gentil Perdonador, que es cualquier cosa menos gentil,
llevaba el pelo rubio y largo pero finito, y no se ponía
nunca la capucha; y la Mujer de Bath, más aún, nos
confiesa su entera biografía, en la que figuran cuatro maridos
y una deliciosa fundamentación protofeminista de sus deseos sociales
y sexuales. Chaucer nos cuenta verazmente, en dos palabras, el estatuto,
la apariencia, el número y los motivos de quienes componían
este grupo de peregrinos. Aunque también los cuentos en sí,
a diferencia de los del Decamerón, expanden la personalidad de
sus narradores. Éstos son capaces de crear un debate o hasta de
abrir fuego contra un adversario mediante los relatos que eligen, tal
como lo hacen el predicador y el franciscano. Y así, en el tapiz
de la narración, se forman figuras que van mucho más allá
de la acumulación de historias y que transmiten un variado dramatismo.
A la muerte de Chaucer, con todo, los Cuentos quedaron inconclusos y no
todos los motivos encuentran resolución. Pero quizás eso
los vuelve más atrapantes. Después de todo, el motivo más
extendido de los Cuentos de Canterbury, la peregrinatio vitae (vida como
peregrinación) es, al fin y al cabo, inagotable. Y si un acabado
perfecto encerraría el libro en lo que Flaubert llamaba las ilusiones
de la perspectiva, quizás se pueda pensar que el estado presente
le otorga un efecto adicional de realidad.
Y más allá Chaucer fue muy reconocido en vida por otros
escritores y por el público. Engendró además, en
las generaciones inmediatamente posteriores, una enorme cantidad de discípulos
e imitadores, que se extendió desde Francia, donde Froissard lo
había honrado con el título de eximio traductor,
pasando por la Londres de Lydgate, hasta las tierras altas de Escocia,
donde escritores tan disímiles como Robert Henryson y William Dunbar,
pese a las diferencias políticas de su país e Inglaterra,
se declararon discípulos suyos. Puede decirse también que
la historia de la literatura anglosajona le ha rendido homenaje casi sin
interrupción desde su muerte. Algunos ejemplos al azar: Sylvia
Plath, icono feminista, tenía a la mujer de Bath por su personaje
favorito en toda la literatura; Shakespeare reescribió Troilus
and Criseyde como tragicomedia; Spenser saludó a Chaucer desde
The Faerie Queene; Keats y Milton le escribieron sonetos; Dryden, clasicista
exquisito, modernizó y prologó los Cuentos de Canterbury;
el vanguardista T. S. Eliot abrió su poema más famoso, La
tierra yerma, con una alusión al prólogo general de los
Cuentos; Beckett, nihilista laureado, tomó el epígrafe para
su primera novela de The Legend of Good Women; y el cerebral escritor
católico G. K. Chesterton escribió poco menos que una hagiografía
del poeta en su libro Geoffrey Chaucer. Es difícil imaginar una
lista de nombres más disímiles; pero la universalidad de
Chaucer los aúna y los convoca.
La tumba del poeta, allí en the poets corner, se encuentra
rodeada por tumbas y cenotafios que conmemoran a muchos de estos admiradores
(Dryden a la izquierda, Eliot enfrente, Spenser a la derecha) y a una
gran cantidad de otros artistas. En contraste con la extravaganza rococó
que solemniza a Shakespeare, o con el paseo hollywoodense que traen a
la mente los mármoles de los románticos, se trata de una
sencilla lápida afirmada sobre un prisma de piedra. Mientras escribía
esta nota, como lo harán muchos chaucerianos por estos días,
la visité por primera vez. No necesitaba datos nuevos, la verdad,
pero quería satisfacer cierta curiosidad turística, la superstición
de que en diez minutos uno puede acercarse al pasado mironeando sus restos.
Y estaba finalmente frente a ella, tratando de leer las letras grabadas,
cuando se acercaron un guía y un turista. Y éste es
el sepulcro de Geoffrey Chaucer, dijo el primero, pero la
verdad es que ya nadie sabe dónde está el escritor, porque
las lápidas en algún momento fueron cambiadas de lugar.
El turista, un tanto asombrado, preguntó si nadie sabía.
No con seguridad. Más o menos es por ahí, respondió
el otro, señalando la entrada del rincón, a unos diez metros
de la lápida. Nadie podía saber tampoco, en 1400, que Chaucer
se convertiría en el stremes hede (la alfaguara) de
la poesía inglesa moderna; pero difícilmente podrían
haberlo sepultado en un lugar más idóneo. A la entrada.
Donde permanece invisible, pero influenciando a todos.
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