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La construcción del espejo
Arturo Carrera
Siesta
Buenos Aires, 2000
64 págs. $ 4

Por Santiago Ferreyra

En 1997 César Aira renuncia como autor y se revela como género. La publicación de Dante y Reina en la editorial Mate fue, sin duda, un poco más que un manifiesto y una despedida. Bastaron para eso alrededor de 70 páginas. Arturo Carrera, sosteniéndose en alrededor de 70 páginas –y también en pequeño formato– hace con este librito su propia y leve reconversión. La banda oscura de Alejandro y El vespertillo de las parcas habían mostrado que la estatura de Arturo Carrera era una medida justa, un don y una advertencia para todos. ¡Cuidado! Otro escritor abandona sus propias filas y otra vez lo hace en un libro chiquito y sin márgenes, que siempre parece perdido en la mochila y en la biblioteca.
Renuncias, denuncias, confesión: “que las palabras oídas se aferraran/ y buscaran en mí, todavía,/ las formas inciertas que producen/ la alegría”. Esta es una cita del primer poema. Muestra de rigor formal y proximidad afectiva. Así organizó este libro de seis poemas que tienen como denominador el afán –¿masculino?– de entender de qué está hecho un espejo, un hijo, una edad, cualquiera de nosotros. O un libro de poemas, éste por ejemplo, que tiene principio remoto casi imposible de buscar, pero tiene dirección: la calle Stegmann. Una calle familiar en la literatura de fines del siglo XX.
Es difícil encontrar filiación para un libro en el que las breves líneas de claro tono melancólico y nostálgico están dispuestas con tanta oportunidad .-y con estricto orden musical y pictórico– en un soporte de humor y de guiños logrados a puro golpe de literatura y cotidianeidad. Musical, porque formalmente estos versos lindan con composiciones donde la entonación interrogativa se confirma en motivo. Y pictórico, porque -bueno, estamos hablando de un libro de Carrera– el espejo ha nacido para ser un territorio donde sólo se imprimen valores plásticos imprevisibles y, lo que es peor, sólo los que el espejo elija y aún más sólo para aquéllos a los que el espejo se los pueda mostrar.
Leemos en la segunda estrofa del sexto poema: “Yo la estatuilla de Condillac en la/ ebriedad del luto./ De la estatua de las sensaciones. Yo,/ una sensación fractal- mi nombre que/ rotura en/ la luz el todo de unas indecisas partes”. Ahora bien, es una referencia particular al Tratado de las sensaciones de Condillac, en un contexto igualmente particular, sin mencionar que abre el último canto del libro. Leemos, también, “Jericó”, “Realicó”, y sobre todo: “¿qué decirles? ¿A cuánto animal/ todo anhelo humano?”. Este poema exige que se lea de nuevo todo el libro, para ubicarlo como consorte de libros como Un aprendizaje o el Libro de los placeres de Clarice Lispector, en los que la literatura tiene la oportunidad de leer filosofía con la deferencia, la amable insistencia y la crueldad que puede tener un libro de poemas.
Mistificación, un estadio de evolución, es el pulso que anima a los poemas. Y todos sabemos que la idolatría es un molde en el que el sentimiento religioso, muchas veces, cristaliza. Querer a este libro es entrar de lleno pues, al paganismo.

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