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Por
Anna Kazumi Stahl
Lo sabemos por
su correspondencia: exactamente el 25 de noviembre del año 1948
el joven escritor japonés de 24 años Kimitake Hiraoka comienza,
en Tokio, a escribir una novela. Es su segundo libro. Su primera novela,
Los ladrones, había pasado inadvertida para todos. Su corta carrera
de escritor, hasta esa fecha, se basaba más bien en cuentos y poemas
para revistas literarias. Sin embargo, el autor estaba llamado a ser el
de mayor fama y popularidad mundial en la historia de la literatura japonesa.
Y esa novela escrita en sólo cinco meses de frenesí
y convicción iba a ser un hito de la literatura del siglo
XX (no sólo en la producción japonesa). Traducida desde
el coreano hasta el sueco, estudiada tanto en las grandes academias y
universidades como en los escondites más furtivos y personales,
conocida desde los más recónditos pueblitos de Japón
(como el spa rural Mishima, uno de sus lugares favoritos de
Hiraoka, famoso por su vista hacia la montaña Fuyi) hasta las grandes
cosmópolis como Buenos Aires, Las confesiones de una máscara
está ya firmada por Yukio Mishima.
El aniversario que hoy se recuerda es, por lo tanto, doble. La novela
es casi un llamado a un acto que Mishima realizará recién
22 años más tarde en la misma fecha, el 25 de noviembre
de 1970. Cuando falla su intento de iniciar una remilitarización
nacional, este escritor decide cumplir el suicidio ritual del samurai,
el seppuku.
El suicidio, como cualquier gesto o acto, es en realidad una interpretación.
En un determinado contexto de valores por ejemplo la cultura judeocristiana,
ese acto implica a la condena eterna. Otro sentido tendrá en un
contexto que como el budismo excluye el infierno, admite la
reencarnación y el suicidio redentivo, como pauta el hagakure (disposición
a morir por el jefe de uno cuando éste haya perdido el honor trágicamente,
sin culpa, sólo por destino). Uno rescata o sana ese
honor perdido al sacrificar ritualmente la propia vida. Así lo
pauta el código de los aristócratas guerreros, los samurai
del Japón de antaño en realidad ese antaño
no queda tan atrás, apenas antes de 1868, con la apertura de Japón
al Occidente y el comienzo de una vertiginosa modernización, que
a su vez fue un proceso de occidentalización.
Vidas paralelas En Las confesiones
de una máscara, un adolescente japonés en la posguerra se
siente atraído por escenas que encuentra en libros de las fábulas
medievales de Europa y el arte de la Grecia Clásica. Aquellas imágenes
de héroes en batalla inician su despertar sexual. Kochan queda
atrapado por esas imágenes exóticas que retratan la belleza
masculina en estrecha relación con la violencia. Me gustaban
más los príncipes asesinados o destinados a morir. Estaba
completamente enamorado de cualquier joven a quien se matara. Así
se confiesa Kochan, y su confesión es, a la vez, un descubrimiento.
Capturado por esas imaginaciones, el narrador de Confesiones visualiza
escenas que glorifican la lucha y la muerte. Visualiza incluso su propia
muerte. Lenta e implacable, esa muerte por una herida profunda en el vientre
que toma como marca verdadera de la belleza.
En esta novela, sin embargo, la homosexualidad tiene igual fuerza que
otro deseo que Kochan también encarna: una obsesión no
menos ferviente para cumplir con cierta idea, o idealización,
de lo normal. Las confesiones lleva a la doble vida como conclusión.
La condición necesaria para la existencia de Kochan
es vivir siempre detrás de la máscara de la normalidad.
Yukio Mishima nació como Kimitake Hiraoka en 1925. Su familia era
de origen aristocrático y mantenía los valores de la tradición
antigua como honrar al Emperador y a la patria, someterse al deber
externo en vez de a los deseos individuales o personales, y cultivar las
artes clásicas como camino tanto de la estética como de
la moralidad. Es probable que Mishima sea la figura de la cultura japonesa
del siglo XX más reconocida a nivel mundial. Autor de alrededor
de quince novelas y más de veinte colecciones de cuentos, de treinta
y tres obras de teatro e innumerables poemas y ensayos, fue nominado tres
veces al Premio Nobel. Pero quizás sea su espectacular y casi iconográfico
suicidio a los 45 años de edad lo que sella su fama
y su imagen en los ojos del resto del mundo.
Kimitake se crió en la década de los 1930, una época
de ferviente militarización y nacionalismo en Japón. Era
un joven ya adulto en el momento de la derrota de su país en la
Segunda Guerra Mundial. El rendimiento del Emperador fue chocante. Por
primera vez el público oyó masivamente la voz del Emperador,
quien dio por radio la noticia de la pérdida de la guerra y de
la soberanía nacional. En esa misma emisión también
anunció la disolución de su condición divina y de
su superioridad respecto del resto de los mortales.
Frente al Palacio Imperial, en Tokio, hubo suicidios seppuku masivos,
en cumplimiento del código del bushido (camino del guerrero
samurai), que pauta que un súbdito leal a su líder
lo seguirá en la derrota y en la muerte. En todas partes de Japón,
pelotones enteros se mataron con sus armas siguiendo ese espíritu.
Fue el fin de una estructura mental y social. Los valores de antaño
y la organización vertical de la sociedad se habían convertido
en anacronismos, en objetos de nostalgia y de fábula.
La escritura de Hiraoka surgió justamente a partir de la necesidad
de negociar tales rupturas y contradicciones. Su familia lo mandó
a una escuela de elite, y allí Hiraoka empezó a escribir
poesía clásica waka, forma que privilegia el control sobre
el lenguaje y el valor de iugen (la evocación sugestiva de emociones
o experiencias que son tan profundas que escapan a la representación
directa). Luego también incursionó en la prosa. El estilo
de moda en Japón (desde comienzo de siglo, con la primera gran
oleada de modernización occidentalizante) era watakushi shosetsu
(la narrativa confesional del yo). Los primeros relatos de
Hiraoka dieron testimonio explícito del repudio que recibía
de sus compañeros por tender así hacia las letras.
De todas maneras, su talento y su impulso eran tales que, cuando todavía
era adolescente, uno de sus cuentos fue presentado por uno de sus maestros
a los editores de una revista cultural profesional en Japón,
mucho más que en Occidente, las revistas culturales tienen casi
el mismo estatuto que otras instituciones culturales, pueden llegar a
pautar tendencias la estética y tienen muchísima influencia).
El cuento fue aceptado y, al mismo tiempo, los editores decidieron, para
proteger a Hiraoka de consecuencias sociales, que apareciera con el seudónimo
de Yukio Mishima. Tal vez no hubiera hecho falta semejante disimulo: su
talento pronto le permitiría superar cualquier prejuicio que pudiera
plantearse en su contra.
Sacate el antifaz A
los 21 años, Mishima muestra dos textos en prosa al gran escritor
Yasunari Kawabata (el primer Premio Nobel literario japonés, en
1968). Esos dos cuentos La edad media y Cigarrillo
muestran ya su absoluto control del lenguaje y el manejo de los sobreentendidos
que serían sus características en sus etapas más
maduras, aun cuando sus temas llegaran al extremo opuesto en el
descontrol de las pasiones carnales, lo grotesco y la perversión.
Con estos textos, en 1946, Mishima recibió el espaldarazo del gran
Kawabata, quien introdujo a Mishima y su escritura en los círculos
de la elite literaria y editorial japonesa.
Al mismo tiempo, como en una doble vida, Kimitake Hiraoka seguía
la trayectoria convencional de su clase: estudió jurisprudencia
en la Universidad de Tokio y luego tomó un puesto en el banco del
Ministerio de zFinanzas, colocando los cimientos para una carrera en el
gobierno, tal como su padre y sus antepasados.
Por otro lado, Mishima también iba construyendo su carrera. En
1948 su primera novela (Los ladrones) fue aceptada para su publicación
y lo invitaron a unirse al círculo de una de las revistas literarias
más importantes de Japón, Kindai Bungei. Con ese respaldo
institucional, Kimitake Hiraoka muere (o desaparece) a los 23 años.
El joven renuncia a su puesto ministerial y a su futuro político.
En su lugar, Yukio Mishima un 25 de noviembre se pone a escribir
Las confesiones de una máscara.
El cuerpo del dolor El
tema más evidente en esta novela la fascinación por
el dolor tanto como por la belleza física masculina es un
campo que Mishima trabajará también en las novelas siguientes.
Sed de amor (1950) es de nuevo una indagación en los terrenos de
la pasión carnal como algo incontrolable, del mismo modo que el
impulso hacia la violencia. Pero es en El pabellón de oro (1956)
donde esa conjunción paradójica de elementos llega a cierto
límite: Mizoguchi, un monje novato en el templo Kinkakuyi (el
pabellón de oro) es feo, tartamudea, los demás lo
esquivan, es grotesco hasta en su aislamiento: Mi soledad engorda
más y más, como un chancho. Sin embargo, la belleza
del templo lo atrapa. Se obsesiona y siente una creciente ira por su propia
fealdad física. Llega a un punto en el que Mizoguchi no puede vivir
en paz mientras exista una belleza semejante en el mismo mundo que él,
y entonces prende fuego al templo.
La obsesión con el cuerpo bello y el odio o el temor a la fealdad
física están presentes también en las actividades
no literarias de Mishima. Durante la Segunda Guerra Mundial, los médicos
del ejército lo rechazaron porque encontraron su cuerpo demasiado
frágil para el combate.
Hacia 1950, Mishima hace de su cuerpo verdadero una expresión
concreta de sus pensamientos y de sus ideales (o sus obsesiones). En 1955
incorporó rutinas de gimnasia occidental y entrenamiento en karate
y kendo a su preparación física. Más tarde, en los
años 60, agregaría entrenamiento en la espada samurai.
La otra guerra fría
El Japón de 1952 es un país recién liberado de
la ocupación de los Estados Unidos. Los años 50 constituyen
un período de difícil negociación para el retorno
a la autonomía. Los Estados Unidos resistirían un retiro
total de sus tropas hasta los años 70, manteniendo una base militar
en Okinawa, una isla al extremo sur del archipiélago. A fines de
los sesenta, la tensión política llegó a un nivel
de crisis: el gobierno se resistía a volver a militarizar el país,
pero el pueblo encontraba intolerable aceptar la presencia de fuerzas
navales norteamericanas (a veces cargando armas nucleares) en puertos
japoneses.
Esas circunstancias provocaron acciones de protesta, tanto de la izquierda
(pacifistas, antiimperialistas y antiamericanos) como de la derecha y
la ultraderecha (sectores que deseaban una remilitarización y una
postura más agresiva e independiente del gobierno nacional). Con
ese telón de fondo, el pensamiento de Mishima como el del
argentino Leopoldo Lugones, tal vez dio un giro, adoptando claramente
las posiciones políticas de la derecha. El escritor favorecía
la idea de la remilitarización y exigía una postura del
gobierno más contestataria frente a los Estados Unidos. Quedó
claro que Mishima reclamaba, en el fondo, un retorno a la época
imperial, paternalista y feudal.
En 1960, Mishima publicó su famoso cuento Patriotismo.
Ese relato cuenta uno de los últimos seppuku del siglo XX, el de
un militar que en 1936 había participado en el planeamiento de
un golpe de estado (leal al Emperador, pero en contra de algunos de sus
ministros). El complot fue descubierto y, para peor, el Emperador mismo
lo denunció como innecesario e inoportuno.
El cuento se detiene con morosidad en cada detalle del suicidio ritual:
las formas pautadas, la vestimenta, la espada, el ritmo lento hasta un
extremo alucinatorio, el silencio y la quietud. Hasta que se levanta la
espada, se hace el corte en el abdomen de izquierda a derecha y se da
entonces la señal que llama al acompañante a degollar al
suicida. Más que por ese detallismo técnico, el texto impresiona
por el deleite sensual en torno a la violencia: vemos el filo de la espada
cortando y entrando en el vientre del oficial, vemos que las entrañas
reventaban por la herida abierta y causaban una impresión
de salud y desagradable vitalidad que las hacía escurrirse blandamente
y desparramarse sobre la estera.
El marinero que cayó de la gracia con el mar merece comentarse
en relación con el giro político de Mishima. Apareció
en 1963 y es una novela dura sobre una banda salvaje de adolescentes que
rechazan la sociedad por sentimentalista e hipócrita. Se separan
del mundo y empiezan un autoentrenamiento en desensibilización,
cultivando una indiferencia mezclada con brutalidad que llaman objetividad.
Las armas y las letras
Otro año clave en la carrera de Mishima es 1968. Ese año
se publica la primera novela de la tetralogía considerada incluso
por él mismo como su obra maestra. Mar de fertilidad es un
ciclo de cuatro novelas cuyo protagonista vive cuatro reencarnaciones
a lo largo del siglo XX; cada reencarnación es una alegoría
de cierta experiencia japonesa en la modernidad. La primera, Nieve en
primavera, retrata el momento (1912) en el que la aristocracia tradicional
es por primera vez desafiada por las familias provinciales, adineradas
pero sin estirpe. El protagonista, un aristócrata de
la época, presencia el colapso generalizado de su sistema de valores.
También en ese año clave, Mishima formó su propia
milicia privada, Tate no Kai (La Sociedad del Escudo). En
dos años, Tate no Kai reclutaría más de ochenta adherentes,
en su mayoría jóvenes con poco o nada de entrenamiento militar,
pero con mucho patriotismo. Durante el mismo período Mishima escribe
otros dos volúmenes de la tetralogía. La segunda novela
a su vez la segunda encarnación del protagonista en este
siglo se llama Caballos sueltos (1969) y, centrada en una conspiración,
examina las raíces del fanatismo japonés que llevó
a su participación en la Segunda Guerra Mundial. El templo del
amanecer (1970) es la tercera y dramatiza el período entre el comienzo
de la Segunda Guerra Mundial y la degradación social y política
que siguió a la rendición. Es una novela extraña,
fantasiosa, en la que el protagonista reencarnado en un hombre que
ha vuelto de la guerra, o sea en un sobreviviente encuentra en una
princesa-niña hindú las reencarnaciones de sus amigos fallecidos
en las batallas.
La cuarta novela se publicó póstumamente. Mishima había
planificado entregar las últimas carillas en una fecha particular,
el 25 de noviembre de 1970. Convocó a su cuerpo militar para las
once de la mañana en la sede de las Fuerzas de Defensa Nacional,
empaquetó y mandó a su editor el final de La caída
de un ángel, el cierre de la tetralogía. Esa novela, la
culminación de la alegoría o la visión de Mishima
sobre su país, entrelaza todos los temas de las anteriores novelas
la confusión o superimposición de identidades, la
reencarnación, el decaimiento de los ideales samurai en la sociedad
moderna y los lleva a un punto máximo del que no hay retorno.
La reencarnación del protagonista en la novela final tiene lugar
en la década de los 1960. Ha renacido en un huérfano que
encuentra su esencia en el mal.
Fashion victim A las
once en punto, vistiendo el uniforme de La Sociedad del Escudo, dirigió
un discurso apasionado y patriótico a las tropas de las Fuerzas
de Defensa Nacional, pidiéndoles seguirlo en un rearmamento forzoso
de la nación en contra de la pasividad vacilante del gobierno.
Fue escuchado con atención pero no siempre con respeto: hubo burlas,
gritos en contra, algo de risa. Al terminar su discurso, Mishima entró
al despacho principal del comandante de la FDN. Allí, con el comandante
implorando que no lo hiciera, pero con tres de los más altos representantes
de La Sociedad del Escudo ayudándolo, cometió el acto de
seppuku que sería su último magnum opus. Los dos miembros
de La Sociedad Del Escudo que participaron en El Incidente Mishima
fueron llevados a juicio penal y recibieron sentencias de cuatro años
de cárcel.
Quizás ese acto de Mishima pertenezca más al campo de la
literatura o del cine que otra cosa. El escritor moderno que se suicida
a la antigua se convierte en una imagen estática pero vibrante,
duradera destinada a cautivar la memoria, a la manera en que los
caballeros medievales de las fábulas medievales había cautivado
antes a Kochan, el protagonista de Confesiones de una máscara.
En 1985, Hollywood estrenó una película, una visión
que cristaliza la imagen for export del gran escritor. Mishima, dirigida
por Paul Schrader y producida por Francis Ford Coppola y George Lucas,
hace del suicidio un acto palpable y sensual, en precario equilibrio en
el borde entre el heroísmo y la locura. A través de las
cortes, el estado japonés, respondió a esta interpretación
de la vida de Yukio Mishima dando la razón a su viuda, que había
pedido la censura de la película en Japón.
Sin embargo, nadie hizo lo mismo por la versión fílmica
de Patriotismo, que todavía puede verse en cine o en
video. Para llevar aquel cuento sobre un seppuku al cine (1965), Mishima
no sólo escribió el guión, sino que también
la protagonizó. Como el Kochan de Confesiones de una máscara,
que visualiza y goza con la escena de su propia muerte bella justamente
por lo violenta, Mishima va un paso más allá y actúa
su propio seppuku, como si se tratara de un ensayo público de su
suicidio.
En su momento, Japón recibió el seppuku de Mishima con más
vergüenza que otra cosa. Aún así, todos los años
se le rinden honores fúnebres en su yukokuki (aniversario de la
muerte de un patriota).
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