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El alma del hombre bajo el socialismo
Oscar Wilde
trad. Matías Puzio
Libros del Rojas
Buenos Aires, 2000
110 págs. $ 12

Por Guillermo Saccomanno

En 1895 André Gide se cruza a Oscar Wilde en Blidha, Argelia. El escritor irlandés se pasea con su Alfred Douglas, alias Bosie. Wilde camina rodeado de muchachitos. Gide lo observa despilfarrar así el dinero. Wilde, encantador, le comenta: “Espero corromper bien esta ciudad”. El chisme lo retrata a Wilde, el provocador. Los legendarios chismes sobre Wilde nublan, con su ficcionalización biografista, una obra que los excede. Porque las provocaciones de Wilde en la Inglaterra victoriana no se limitan sólo al orden del exhibicionismo. Amigo de Mallarmé y Schwob, admirador de Flaubert, lector devoto de los maestros rusos, Wilde considera la expresión creadora como la manifestación suprema de la libertad individual. Para Wilde, no está reñida con el socialismo, al que cree una forma nueva de helenismo. El socialismo, imagina Wilde, además de una vida más libre, de un reparto equitativo de bienes, terminará con la piedad y la culpa, liquidando la caridad, el altruismo falso. Siempre en 1985, después de ese viaje a Argelia, el padre de Bosie acusa a Wilde de sodomía. Wilde intenta defenderse judicialmente. Al escándalo se le suma ahora la debacle financiera: se retiran sus obras de teatros y librerías, se remata su casa. Su mujer escapa a Italia. Mientras se despliega el escándalo que lo llevará a cumplir dos años de prisión con trabajos forzados, éste es el cuadro de situación en el que Wilde publica un libro en el que expone sus ideas, El alma del hombre bajo el socialismo, una ofensa más a los poderosos.
Empecemos por convenir que el texto quema. No se trata de un manifiesto, pero comparte algunas características del género. Está en el borde de lo panfletario, pero su tono reflexivo supera también esta clasificación. En todo caso, se plantea como un programa político que bordea lo utópico y no tanto. “Un mapa del mundo que no incluye la utopía no merece mirarse ni de reojo”, afirma Wilde. “El progreso es la realización de las utopías”, aclara. Leído a cien años de su muerte, el libro presenta una vigencia sorprendente.
Particularmente con su escritura, antes que con su imagen pública de dandy homosexual, Wilde era un “zarpado” de su época. Esa foto donde Wilde se travestiza vestido de Salomé es, por lo menos, capaz de asustar a los bien intencionados que, como Borges, lo consideran un escritor de fábulas pedagógicas. Wilde se proponía socavar los comportamientos morales. Allí donde una nueva burguesía, tan impetuosa como arrogante y reaccionaria, planteaba la utilidad del arte, el respeto por el público cuando todavía no se lo llamaba mercado, Wilde exigía la gratuidad de la belleza como argumento de resistencia. “En el momento en que el artista se entera de lo que la gente desea y trata de satisfacer esta demanda, deja de ser un artista”. Embistiendo contra la vulgaridad, tajante, Wilde pensaba: “El arte nunca debería ser popular”. Y precisaba: “La forma de gobierno más conveniente para el artista es ningún gobierno en absoluto”.
Si conviene subrayar estas ideas de Wilde es porque indican desde donde articula este ensayo tan certero, transparente y apasionado que funciona como complemento estético perfecto del Manifiesto Comunista de Marx y Engels. Pero, a diferencia de ese binomio, Wilde es menos dogmático y más anarquista, hurga en las contradicciones sociales y, con una claridad expositiva impregnada de mordacidad, convierte su ensayo en un pequeñomanual de divulgación revolucionaria que explica, con brillantez y sin pelos en la lengua, el funcionamiento del sistema capitalista.
Es a partir de este libro, pues, que se plantea la distancia entre el Wilde de Borges (por decirlo de algún modo), apenas ingenioso y formalmente atrevido, y aparece el otro Wilde, no menos culto y refinado por virulento: el artista que pone el cuerpo y no establece distinción entre la existencia y la belleza: “Lo que es cierto para el arte es cierto para la vida”, escribe Wilde. “El Estado debe hacer lo que es útil. El individuo debe hacer lo que es bello”. Y también: “El hambre, y no el pecado, es el padre del crimen moderno”. Los dardos de Wilde contra la familia son letales: “Con la abolición de la propiedad privada, el matrimonio en su forma actual debe desaparecer”. Y con respecto al Vaticano, la prédica cristiana y las normativas del industrialismo, Wilde avanza: “El progreso se hizo a través de la desobediencia, de la desobediencia y la rebelión. Algunas veces se elogia a los pobres por ahorrativos. Pero recomendar el ahorro a los pobres es a la vez grotesco e insultante. Es como aconsejar el ayuno a un hombre hambriento. Para un trabajador, sea del campo o de la ciudad, tendría que ser absolutamente inmoral practicar el ahorro (...). En cuanto a la mendicidad, es más seguro pedir que tomar, pero es mucho más bello tomar que pedir”.
Bastante más que el creador de comedias amables y de cuentos para chicos, bastante más también que el caprichoso icono gay en que se lo pretendió etiquetar. En este aspecto, la introducción de Daniel Molina a la edición de este ensayo busca situar a Wilde donde corresponde: “Wilde dice que la sociedad cristiana se basa en el odio y que usa la religión para legitimar su resentimiento: ningún político se atrevería a decir algo semejante”, observa Molina. Es que Wilde sueña como artista, no como político.

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