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Por Alan Pauls

El 12 de junio de 1900, Freud le escribe a Fliess: “¿Crees tú realmente que algún día habrá sobre esta casa una placa de mármol en la que se pueda leer: Es en esta casa donde el 24 de julio de 1895 se le reveló al doctor Sigmund Freud el misterio del sueño?”. Han pasado ya siete meses desde la publicación de La interpretación de los sueños y esa encarnizada mezcla de superhombre voraz y de resentido que es Freud rumia la idea de que acaso la posteridad le confiera el reconocimiento que el presente le niega. Ese flirteo con las deliciosas sanciones postreras no es nuevo en él; forma parte de su programa de pionero, donde se aparea al mismo tiempo con el entusiasmo y la ira, con la ambición y el desencanto, y es a menudo el móvil ciego, pero incondicional que impulsa los movimientos más arriesgados de su deseo de saber. En junio de 1900, sin embargo, el sueño de una posteridad justa parece responder también a una coyuntura desalentadora: la indiferencia con que el mundo acaba de recibir la aparición de su última obra; el libro que desnuda por primera vez la naturaleza, el funcionamiento y los entretelones singulares de una galaxia llamada Inconsciente.
Franz Deuticke, la casa editora de Viena, imprimió una edición de 600 ejemplares. Vendió 123 en las primeras seis semanas y apenas 228 en los dos años siguientes; recién agotará la tirada original al cabo de ocho largos años. Los artículos que reseñan el libro son raros o directamente desfavorables. El Zeit, el diario más importante de Viena, lo trata con desdén, y sólo el Berliner Tageblatt parece celebrar, aunque en tono cauteloso, la extraña clase de revolución que encierra. No hay indignación ni escándalos; al lado de la controversia que despertarán sólo cinco años más tarde los Tres ensayos sobre la teoría sexual, el efecto de la Traumdeutung –”un libro místico que da la espalda a la ciencia”, como lo describieron los neurólogos más quisquillosos– es de una prodigiosa insipidez. No era ésa la recepción que Freud tenía en mente cuando en 1898, sumergido en su redacción, se regocijaba “interiormente por todas las ‘agachadas de cabeza’ que suscitarán las indiscreciones y las audacias que encierra”, y tampoco la que hace prever la pompa desafiante del epígrafe de Virgilio con que finalmente lo encabezó: “Si no puedo convencer a los dioses superiores, conmoveré a los infernales”. Sólo que en vez de resistir, polemizar o poner el grito en el cielo por sus hipótesis teóricas, los primeros lectores del libro se dedican a glosar las defecciones de su erudición. El 12 de noviembre, cuando la Traumdeutung lleva apenas ocho días en la calle, Freud escribe a Fliess: “Me señalan ahora errores ridículos (...) Escribí que Schiller había nacido en Marburg cuando nació en Marbach. Ya te he hablado del padre de Aníbal, al que llamé Asdrúbal en vez de Amílcar. No se trata de errores de memoria sino de desplazamientos y de síntomas. La crítica no encontrará nada mejor que hacer que subrayar esas cosas, que de negligencias no tienen nada”. Buen ejemplo de la lógica tortuosa con la que Freud ya está experimentando: se equivoca “a propósito”; la crítica toma por simples errores lo que en realidad es síntoma puro -.es decir: efecto de sentido-. y lo que hace Freud, una vez más, es apostar a la posteridad: diferir la solución pública del enigma un par de años, hasta que la Psicopatología de la vida cotidiana (1901) establezca el marco conceptual en el que los “errores” ya no son vacíos de sentido sino efusiones fulgurantes de una significación que tiene lugar en otro lado. La Psicopatología ya está implícita en la Traumdeutung, pero sólo una operación de retroactividad permitirá leerla. ¿No es algo parecido a lo que hace Deuticke, el influenciable editor de Freud, cuando inscribe en la primera edición dellibro una fecha falsa -.1900 en vez de 1899-., absolviéndolo de cerrar un siglo y “condenándolo”, en cambio, a abrir otro?

La posteridad –encarnada en el gobierno de la ciudad de Viena– recién realizó el anhelo freudiano a mediados de los años 80, cuando colocó la famosa placa de mármol en la villa Bellevue, un ex casino cercano a Kahlenberg donde la familia Freud solía pasar sus vacaciones a fines del siglo XIX. Lo que sucedió allí en julio de 1895 ya es un clásico de la mitología psi. En la noche del 23 al 24, Freud tiene el sueño de morbosa mundanidad que pasará a la historia como el “sueño de la inyección a Irma”. Dedica todo el 24 a descifrarlo: lo recuerda, lo transcribe, lo despedaza en frases o secuencias de frases, pequeñas unidades significativas que asocia con hechos del presente o del pasado inmediato, y a medida que lo hace estallar, abriendo cada uno de sus poros a la idea, el recuerdo, el incidente o la emoción que atraen, Freud va marcando el pulso de una insistencia, la repetición de un elemento temático que parece sobrevivir a la dispersión, hasta que el texto del sueño termina, termina también su interpretación y Freud, tres años antes de sentarse a escribir La interpretación de los sueños, pone fin al primer análisis “completo” de un sueño propio.
El sueño de la inyección a Irma es el que abre de hecho el libro y el que lo redime de su primer capítulo, una abrumadora introducción histórica en la que Freud, tratando de despegarse de la tradición onirocrítica, de Artemidoro de Dalcis a Havelock Ellis, no hace más que evidenciar todo lo que le debe. Es un sueño emblemático por partida triple: el que Freud eligió para decidir cuándo su “libro de los sueños” había empezado a escribirse; el que la comunidad psicoanalítica parece invocar por reflejo cada vez que se menciona la palabra “sueño”; y también el que da el tono de todos los sueños que aparecerán a lo largo del libro, definiendo al mismo tiempo una narrativa, una estética y hasta una sociología oníricas muy particulares.
La acción del sueño transcurre en los amplios salones de Bellevue. Freud, que ofrece una recepción, reconoce entre sus invitados a Irma, una joven paciente sobre la que se abalanza para reprocharle que no haya aceptado la “solución”. “Si todavía tienes dolores”, le dice, “es exclusivamente por tu culpa”. Pero Irma vuelve a quejarse ante él: la garganta y el estómago siguen doliéndole. Freud, inquieto, la ve pálida, teme haber pasado por alto “algo orgánico”. La lleva junto a una ventana, le hace abrir la boca y descubre en el fondo de su garganta una gran mancha blanca y unas “singulares escaras grisáceas”, cuya forma evoca la de los cornetes nasales. Freud llama a otro médico, M., también pálido, que confirma la observación. Se suman al improvisado simposio dos amigos de Freud, Otto y Leopoldo, y al percutir a Irma por encima de la blusa este último detecta “una zona de macidez y una parte de la piel infiltrada, en el hombro izquierdo”. “Es una infección”, diagnostica M., que tranquiliza enseguida a sus colegas: “No hay cuidado: sobrevendrá una disentería y se eliminará el veneno”. Todos, de pronto, parecen conocer también el origen de la infección: es la inyección que terminó dando título al sueño, un preparado “a base de propil, propilena..., ácido propiónico..., trimetilamina” .-Freud ve la fórmula en el sueño, “impresa en gruesos caracteres”-. que Otto le inoculó algún tiempo atrás, sin advertir que la jeringa estaba sucia.
Más de cien años después de esta legendaria velada, todos somos hermeneutas profesionales y salvajes: para entender la clave del sueño nos basta con la información contextual que Freud consigna antes de transcribirlo. Irma es una histérica freudiana típica y en el verano de1895 acaba de terminar su cura “con un éxito parcial: quedó libre de su angustia histérica, pero no de todos sus síntomas somáticos”. Otto, amigo de Freud, llega a Bellevue después de haberla visitado. “Está mejor, pero no del todo”, dice. Freud se ofusca; toma las palabras de Otto como una crítica velada a la cura y la atribuye a la mala predisposición de la familia de Irma hacia el tratamiento. A la noche –la noche del 23 de julio–, Freud redacta la historia clínica de Irma para enviársela al doctor M., “la personalidad que solía dar el tono en nuestro círculo”. El sueño –el primero de los “sueños de mala praxis” que recorren La interpretación, testimonio de la precaria cientificidad del psicoanálisis a fines del siglo XX–, despliega la paranoia de Freud, pero también la resuelve: no es él, Freud, el responsable de los dolores de Irma, sino Otto, el mismo Otto que la víspera martirizó a Freud con su observación insidiosa sobre el estado de Irma. “El sueño me venga de él”, escribe Freud, “volviendo en contra suya sus reproches”. Pero el sueño de la inyección a Irma es también el ombligo que comunica el texto de La interpretación de los sueños con la vida de Freud, con el proceso de su autoanálisis –que coincide con la etapa de escritura del libro– y con la relación transferencial que lo une al otorrinolaringólogo Fliess, fascinante freak del primer psicoanálisis que durante quince años funciona para Freud como el Gran Interlocutor de su investigación. Freud lo cita sin nombrarlo a propósito de la trimetilamina: “Y este buen amigo mío, que tan importante papel desempeña en mi vida, ¿no habrá de intervenir aún más en el conjunto de ideas de mi sueño? Desde luego: posee especialísimos conocimientos sobre las afecciones que se inician en la nariz o en las cavidades vecinas, y ha aportado a la Ciencia el descubrimiento de singularísimas relaciones de los cornetes nasales con los órganos sexuales femeninos (Las tres escaras grisáceas que advierto en la garganta de Irma)”. Mucho del clima inquietante que se respira en la Traumdeutung –en los sueños, pero también fuera de ellos, en las infidencias, siempre controladas pero perturbadoras, con que Freud los glosa– proviene de Fliess, de su figura equívoca, siempre al borde del delirio, de sus teorías disparatadas y de la influencia siniestra que ejerce sobre Freud. Tal vez haya que matizar la versión según la cual la Irma del sueño fue en realidad Emma Eckstein, una paciente cuya mandíbula Freud, en el colmo de su amor de transferencia, confió al bisturí del intrépido Fliess, con los resultados del caso: impericia médica, una inflamación, una “hemorragia cataclísmica” –y Freud “encubre” a Fliess y Emma se hace psicoanalista. Pero es a Fliess –esta vez no al especialista en nariz sino al numerólogo– a quien Freud debe la idea de dejar el último capítulo de La interpretación sembrado de 2467 errores, cifra en la que Freud, al parecer, entreveía cierta clave sobre su retiro del mundo.
El resto –la extraña noche con luz, el racimo de médicos que, como en una versión vampírica de La lección de anatomía, se agolpan alrededor de la garganta de una mujer, la fusión de clínica y sexualidad, el modo casi gangsteril en que el cuerpo de médicos estrecha filas para ocultar un desliz que es como un vicio–, toda esa atmósfera tentadora y malsana, que por otro lado enrarece a la mayoría de los sueños narrados en La interpretación, es quizás obra de una forma onírica histórica, tan vulnerable a la moda, al tiempo y al gusto como las ficciones literarias, la ropa o la decoración de interiores: es la manera de soñar centroeuropea, finisecular, secreto-dependiente, la misma que puede leerse, por ejemplo, en las páginas de Traumnovelle, el libro que Stanley Kubrick adaptó en Ojos bien cerrados y con cuyo autor, el austríaco Arthur Schnitzler, contemporáneo célebre, Freud se negó siempre a entrevistarse, alegando que lo aterraba la idea de conocer a su doble. Es un onirismo kitsch, decadente y como enviciado, protagonizado por mujeres pálidas, siempre al borde de la convulsión, y por médicos maduros con brilloslúbricos en las pupilas, dispuestos no se sabe si a examinarlas, violarlas o reciclarlas en algún experimento novedoso, pero al mismo tiempo nada en él desafía demasiado las convenciones de la vida diurna: es respetuoso de la continuidad, es cotidiano, es hasta ordinario. Guionista del Freud que John Huston nunca dirigió, Sartre, que pensaba incorporar al film muchos de los sueños de La interpretación, observaba con alguna extrañeza que no tenían “nada de fantástico ni de misterio” y recomendaba darles un tratamiento de imagen más realista que, por ejemplo, a la vida real de Freud.

Modelo de todos los sueños y las interpretaciones de la Traumdeutung, el de la inyección de Irma es el campo quirúrgico donde Freud depura sus ya clásicas tesis sobre el sueño. 1) El sueño no es un mero fenómeno orgánico ni una “reacción” psíquica: tiene un sentido, y por lo tanto se inserta sin problemas en la serie de actividades mentales de la vigilia; 2) el sentido del sueño es realizar un deseo (así, todo sueño se funda en el modelo del “sueño de comodidad”: soñamos que nos levantamos para no tener que levantarnos, que bebemos cuando tenemos sed, etc.); 3) el sueño es la realización disfrazada de un deseo reprimido; la corrección de la tesis 2 refuta la objeción más común de la época –¿qué hacer, si soñar es satisfacernos, con los sueños penosos o angustiantes?–, obliga a introducir la distinción entre contenido manifiesto y contenido latente -el primero puede resultar penoso; el segundo es siempre el cumplimiento de un deseo– y despeja el camino para el gran descubrimiento freudiano de La interpretación: lo que importa no es tanto lo que el sueño es sino lo que hace, y lo que hace es deformar, trasponer, “traducir” el contenido latente al “idioma” del contenido manifiesto. Para hacer un sueño, dice Freud, hacen falta dos fuerzas: el deseo inconsciente y la fuerza que lo reprime, la censura, que decide que el deseo acceda a la conciencia pero disfrazado.
Si La interpretación puede leerse hoy como un texto esencialmente didáctico, vasta gramática excéntrica plagada de normas y ejemplos, recciones y usos, casos, reglas y excepciones, es porque lo que le interesa a Freud es lo mismo que hoy extenúa a sus lectores: no la naturaleza sino el trabajo del sueño, el mecanismo compulsivo que lo obliga siempre a seleccionar y apropiarse de materias primas (recuerdos, restos diurnos, impresiones) para faenarlas, procesarlas, transformarlas mediante ciertas técnicas privilegiadas (condensación, desplazamiento, figuración) hasta volverlas literalmente irreconocibles. Leemos el libro como quien se asoma a una fábrica nocturna y vemos a Freud –ese Taylor de la industria onírica– paseándose insomne por sus talleres, vigilando y codificando los métodos y las técnicas de trabajo, los cambios de la materia, el modo milagrosamente astuto en que esa usina sin patrón se fija propósitos y los cumple. Pero esa concepción laboriosa del sueño es sólo una de las caras nuevas del libro de Freud; la otra, que le es indisociable, es la interpretación propiamente dicha. Si el trabajo del sueño consiste en tejer, la interpretación desteje, separa los hilos que el sueño ha entrelazado, desmonta las piezas del disfraz con que el deseo se ha abierto paso a la conciencia. El sueño como máquina de trabajo sólo existe en relación con la interpretación como máquina de desciframiento.
En rigor, si Freud es el gran maestro de lectura del siglo XX, es porque lo que nos enseñó, básicamente, es una concepción suspicaz del sentido (de ahí que su lección traspasara las fronteras del psicoanálisis y germinara generosamente en campos como la filosofía, la teoría literaria, la teoría de la ideología o la lingüística, todos obnubilados por el problema de la significación). No hay sentido directo, dice Freud en La interpretación delos sueños; el sentido es desvío, sesgo, disfraz, oblicuidad: no algo que se da, que se presenta, sino algo que se construye siempre después, siempre tarde, y de la manera más paradojal: disipando las máscaras que lo configuran. “El sueño no pretende tener tanta importancia”, escribió Freud, “pero sí es importante su valor teórico como modelo”. A partir de La interpretación, el sueño accede al estrellato y se convierte en la vía regia al inconsciente: permite pasar del otro lado del sujeto con facilidad (el sueño como objeto de análisis reemplaza a la hipnosis como técnica), es un modelo perfecto para estudiar el funcionamiento de las formaciones del inconsciente (acto fallido, síntoma, alucinación, delirio) y es el mejor medio para convencer a los lectores de la existencia del inconsciente y la pertinencia del psicoanálisis. (Es el costado “arte conceptual” de la Traumdeutung: mucho antes de que Duchamp meta su Urinoir en una galería de arte, Freud entroniza una de las producciones más comunes y cotidianas del espíritu en el templo de la ciencia; haciendo del sueño su propio ready made, Freud se vuelve pop: democratiza la locura -”en el sueño nos comportamos como enfermos mentales”– y sofistica la experiencia común.)
Freud no dijo sólo que el sueño tiene un sentido; dijo sobre todo que todo sueño tiene una deuda con el sentido, y que esa deuda sólo puede saldarse por medio de la interpretación. Si exaltó nuestras pobres ficciones nocturnas fue para ungirnos como hermeneutas aficionados, pero full time, sabuesos convencidos de que lo decisivo nunca está en su lugar sino en otra parte, no importa que hablemos de un sueño, un juego de palabras, un texto del joven Marx, un programa de televisión, un cuadro o un número de quiniela. La interpretación de los sueños consagra al sueño como modelo del sentido a secas.

Un siglo más tarde, sin embargo, el sueño ya no es lo que era. Su destino, en más de un sentido, fue el mismo que el de muchas de las grandes invenciones de las vanguardias: una especie de victoria a lo Pirro, masiva, inapelable, completamente catastrófica. Del lado del psicoanálisis, su fuerza de irradiación fue apagándose a medida que se afirmaba su papel de modelo formal de las producciones inconscientes, mientras la religión jungiana, por su lado, se lo apropiaba para consolidar un tedioso reinado de profundidades, almas, misterios, símbolos universales e interpretaciones anagógicas. Podría haber resucitado más tarde, con el retorno a Freud promovido por Lacan, pero el sueño, aun en sus versiones más literales, seguía presentando un obstáculo difícil de sortear para el aparato significante lacaniano: el obstáculo de la imagen, ese callo fenomenológico. Comparado con el lapsus o el chiste, sus dos austeros ex compañeros de ruta, el sueño era demasiado visual (demasiado histérico) y estaba demasiado ligado al orden de la “experiencia” para proporcionar servicios eficaces a una causa enemiga del reino de lo visible.
Pero si el sueño triunfó masiva y culturalmente, hasta el extremo de volverse un póster más popular que los horóscopos o los pósters, fue precisamente gracias a su formidable dimensión icónica. O –mejor dicho– gracias a la campaña frenética con que empezaron a promoverla los surrealistas a partir de mediados de los años 20 (¿por qué no pensar en ciertos pintores –Dalí, Magritte, De Chirico– como en los Agulla & Baccetti de la onírica freudiana?). La historia del desencuentro entre Freud y los surrealistas es conocida: Freud los llamó “locos integrales”; Breton, tras describirlo como “un viejito insignificante”, se burló de su “sala de espera, decorada con cuatro grabados débilmente alegóricos”. Lo que importa, sin embargo, es que al recuperar del sueño su potenciaimaginaria, su “figurabilidad”, el surrealismo, nacido para ser mirado, retomaba, multiplicándola al infinito, la operación pop que Freud había ejecutado por primera vez. Los cielos de Magritte, los espacios vacíos de De Chirico, los relojes derretidos, el ballet de puertas abriéndose que Dalí diseñó para los sueños de Gregory Peck en Cuéntame tu vida... De esa retórica incipiente a la onírica generalizada del clip hay un largo puñado de décadas, pero nada que soñando no se reduzca al polvo de un segundo. El sueño, que Freud hizo nacer como una trama de hilos múltiples, se ha vuelto estampa, cristal plástico, estereotipo. Una superficie sin “otro lado”, menos atormentada, sin duda, pero también más inocua. Hace un siglo La interpretación de los sueños nos dio el derecho a la demencia; reducido a esa condición plana y satinada; el sueño, hoy, nos convierte a todos en artistas de buen gusto.

 

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