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Mi verdad
Joyce Maynard
trad. Roser Berdagué
Circe
Barcelona, 2000
420 págs. $ 24,90

Por Guillermo Saccomanno

Basta mirar la foto en la tapa del libro. Los lectores fieles de Salinger (porque Salinger más que lectores tiene feligreses, de adolescencia eterna) van a identificar a esa teenager melancólica sentada en la escalera de un campus como “chica Salinger”. Después viene la promesa publicitaria: una historia en la que, se supone, se encontrará el romance entre el escritor maduro y su ingenua aprendiz de escritora. Una especie de encuentro notable entre Lolita y el Maestro Po. Esta es la estrategia perseguida por Joyce Maynard, la autora, que alguna vez convivió unos pocos meses, hace casi treinta años, con el escritor fetiche de una generación. De acuerdo: también podría tratarse de la historia de amor entre una adolescente anoréxica y un cincuentón experimentado en dietas naturistas y medicina homeopática. Pero como el cincuentón es nada menos que Jerome David Salinger, la historia es otra. Antes de este libro Maynard escribió otro, Todo por un sueño, llevado al cine por Gus van Sant y protagonizado por Nicole Kidman. Allí se contaba la historia de una chica sanguijuela en el ambiente de la televisión. Pues bien, Mi verdad reproduce literariamente los afanes de una estudiante no menos sanguijuela que, nimbada por un aureola de presunta inocencia, usa dos meses de enamoramiento de Salinger, ocurridos cuando ella tenía dieciocho y él cincuenta y tres, para vender su libro. De hecho, el romance ocupa apenas 169 páginas de las 450 del libro. Exactamente, lo que va desde la 107 a la 276. Aunque la pimienta del libro promete ser el affaire Salinger, no hay del escritor ninguna foto ni fragmento de la correspondencia mantenida con la autora, excepto sus recuerdos personales. Lo que hace pensar, obviamente, que Salinger debe haber tomado sus buenas precauciones judiciales al respecto.
Si es relevante detenerse en este libro es por otras razones. Maynard parece ser una consecuencia del efecto Salinger, pero sin ningún aderezo literario. Pertenece a esa clase de seres que confunden la literatura en la vida con la vida en la literatura. Los chicos protagonistas de las narraciones de Salinger (Holden Caulfield en la punta, Esmé y algo más atrás los hermanitos Glass) son un paradigma de genialidad, iracundia y capricho. Tan encantadores en la ficción, si se los traduce a la realidad corresponden a la imagen de heroicidad juvenil que los adultos de clase media progre veneran con autocompasión pensando que todo tiempo pasado fue mejor. Son, indudablemente, chicos prodigio: una hábil combinatoria de budismo y acné. Chicos realmente encantadores en la ficción, pero que nadie aguantaría cinco minutos en un viaje en colectivo o en la sala de espera de un dentista.
Con muy pocos libros –una novela y un puñado de cuentos–, Salinger supo ganarse una increíble cantidad de adeptos. Si algo contribuyó a crear su fama de mito fue su encierro, casi una clandestinidad absoluta, en una casa en New Hampshire, alejado del mundanal ruido, cuidando su privacidad con un celo de lobo estepario. Esta actitud se justifica en un sensato juicio de Salinger: la intimidad de un escritor cuenta menos que su obra. Es decir, todas las anécdotas que Maynard cuenta podrían servir de base para la creación de una ficción salingeriana son “reales”, pero Maynard ignora que una autobiografía es, inevitablemente, siempre, una ficción. Sien la vida replica gestos Salinger, al contarlos, la chica Salinger más bien se aproxima a la revista People.
Se puede discrepar con Salinger en su visión idealista de los teenagers. Sus héroes no tienen ni la densidad del personaje dostoiewskiano de Un adolescente ni tampoco la picardía de David Copperfield. El pathos de iniciación desdichada de estos enfermitos está filtrado siempre por un pretencioso aire de superioridad mental: chicos talentosos que están por encima de las cuestiones cotidianas, aunque puedan rozarlas. Sin embargo, aunque varias de sus tramas puedan hoy resultar ñoñas, su prosa despierta todavía asombro y es en su tenacidad poética en la construcción de imágenes donde residen los hallazgos.
A veces, algún feligrés escapa de su control como Mark David Chapman, que pasó de leer El cazador oculto a acribillar a John Lennon. A veces, como ahora, una feligresa pretende un ajuste de cuentas. La historia que cuenta Maynard es tramposa. Propone una autobiografía, pero desemboca en chismerío: una rabieta de american way of life con chica bonita, inteligente y sufrida y final feliz. Porque al final, la chica se libra de ese monstruo que la cautivó en su juventud, se convierte en escritora popular y supera su anorexia. Pero nada de lo que puede contar Maynard tiene el mínimo interés en la medida en que, como ella misma ha dicho, lo más importante que le pasó en la vida fue su relación con el escritor. Sin alcanzar siquiera la chispa de Erica Jong –esa especialista en alcobas que sabía sacarle jugo a la mínima arruga de una sábana–, Maynard escribe con la pereza y la falta de ideas típicas de un periodismo que urde el prejuicio con la autoayuda. Podría conjeturarse que en esos meses escasos que pasó junto a Salinger Maynard debió absorber algunos secretos del arte de narrar. Pero no: la marca del genio, está comprobado, no se transmite por vía sexual.

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