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Jueves 6 de Enero del 2000
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Un día con Luis Farinello, verdadero chabón grosso


Padre Nuestro

En una villa de Quilmes también empezó el siglo, aunque no parezca. Un hombre recorre la zona y la gente del lugar cree que todo lo puede. Es que todo lo puede, parece. El No caminó con él por las callecitas y descampados que no servirían como escenario de ninguna celebración findeañera (ni siquiera como locación para algún programa de tele sobre common people), y te lo cuenta. Así es como es. Enterate. Avivate.

CRISTIAN VITALE
FOTOS: TAMARA PINCO

7.30 AM Después de seis horas de sueño intenso, Farinello –el padre para algunos, simplemente Luis para otros– abre los ojos. “Casi nunca me despierto solo, siempre me llaman de algún velatorio o de alguna radio porque saben que es la única hora que me enganchan seguro”, dice. En el hall de la fundación ya espera gente ansiosa. Un rápido desayuno, lectura de diarios y manos a la obra: sus mañanas son a mil, igual que sus tardes y sus noches. “Nunca almuerzo y no es porque no tenga guita, sino porque me falta tiempo. Por eso, aprovecho bien la cena. Bah... Bien, me trago una pizza y listo”. El No lo acompañó durante un día común y el resultado está comprobado. Farinello no para.
¿Qué hace? De todo: charla a solas con gente que tiene problemas, visita los comedores para niños carenciados, supervisa la cooperativa de vivienda, da conferencias sobre la doctrina social de la Iglesia en partidos políticos y universidades, viaja por los pueblos más humildes del interior, fuma y conduce un programa de radio. Pero su fuerte está en las villas. Allí, la gente lo abraza, lo besa, lo ama. “Es el mejor trofeo que tengo, a estas personas pocos las tratan como a seres humanos”, dice, simplemente. Conoce el nombre y los problemas de cada una de las personas que se le acercan y conversan con él. Y siempre está buscando la solución más rápida para ellos. “Renuncié a la iglesia para estar más tiempo con ustedes”, le dice a una señora de unos 40 años que cose junto a su hija en la puerta de una casita precaria. La Villa Luján Sur alberga a 600 familias, lo que implica un total de casi cuatro mil personas. Enfrente, hay comedores que alimentan a 300 chicos por día (en total, la fundación tiene 12 y alimenta a 3 mil chicos). También hay una salita de consultorios externos, una humilde pañalera que da trabajo a algunos jóvenes y un lugar para que los chicos estudien. La fundación brinda apoyo escolar a 60 pibes que están haciendo la secundaria: “Ahora el barrio está alborotado porque hay una chica que se está por recibir y encima es abanderada, ¿sabés lo que es eso para ellos?”, sigue Luis. El problema es cíclico. Los jóvenes humildes del interior llegan a Buenos Aires atraídos por la TV y las luces de la ciudad que ven por la TV. Muchos vienen con la intención de hacer la secundaria creyendo que será posible. “Llegan con unos pesitos, duermen cinco o seis días en Constitución y después ¿dónde van?: cuatro o cinco chapas. La delincuencia. Y todo a perder”, diagnóstica el hombre.
Casi pegada a los comedores, el padre mandó construir su nueva capilla. Está casi terminada. Es chica, humilde pero hermosa, muy clara, paredes blancas y mucha iluminación. El Cristo, bien obrero, es de alambre (“lo hizo un artista amigo”). Y en el fondo está su casa. Una pieza de cuatro por cuatro, un baño chico y un patio con vista a la villa. Luis va a estar más cerca de su gente que nunca. Ya es media mañana. Mientras Luis recorre la villa, un hombre sale a su encuentro: tiene todo el cuerpo lleno de granos, cara de sufrimiento. Le duele todo. “Aquí hay muchos problemas de bronquios, son lugares bajos, húmedos. En el invierno es terrible. También hay problemas de piel, muchas erupciones por las moscas y las ratas, producto de la basura que otra gente tira en la villa”, relata.
Otro de los problemas con los que Luis choca todos los días es la drogadicción. Con más de 40 años de trabajo social ha visto nacer un montón de chicos y es padrino de muchos de ellos. Algunos ya murieron. “Se mueren de sobredosis, no tienen futuro. Hasta los 8 años los dominás, pero después se pierden. A otros los mata la policía en enfrentamientos sospechosos. Viste cómo es, primero los hacen viajar con paquetitos, después empiezan a robar bolsos, bicicletas, carteras para comprar la droga. La poca platita que se mueve en las villas es para eso. Y como no hay trabajo, la droga da de comer. Es terrible. Pero lo más grave es que no hay voluntad política de terminar con ella. Si los pibes saben bien como es la cosa, ¿cómo no lo va a saber la policía? Es una sociedad muy hipócrita la nuestra cuando dice que lucha contra las drogas, en realidad las fomentan. En otro tiempo, los militares mataban con picana y balas, ahora a la juventud se la domina con falopa”.
La violencia también es moneda corriente. Es habitual que se formen bandos, generalmente por cuestiones políticas o familiares. Y es difícil vivir tranquilo si no se pertenece a alguno de ellos. “No vayas con el cura, marica, vení con nosotros” es el lema. Farinello también lidia con eso. “En las villas sobreviven los más fuertes. Tenés que pertenecer a alguna banda, si no te fajan. Tenés que estar protegido por alguien. Los enfrentamientos nacen de litigios familiares: uno mató a otro y quedan enfrentados. Cada tanto hay venganzas. Pero esas cosas, en mayor o menor medida, se dan en todos lados”.
Cerca del mediodía Luis ni piensa en comer. Justo ese día, lo visitan dos emisarios del Mercado Común Europeo que tienen la misión de construir una cocina para la fundación, como parte de un proyecto de ayuda al Tercer Mundo. Habla un rato con ellos. Y enseguida va a los comedores. Ya es hora de almorzar. Entra, los chicos –imagen típica– se le tiran encima y lo reciben a los besos. “Hay pibes que te putean o te escupen y al rato están abrazados a vos”, cuenta el hombre objeto de afecto. Las cocineras, todas madrazas y con una sensibilidad enorme, le comentan las novedades del día. Mientras él hace campaña de proselitismo futbolístico entre los pibes. No le va muy bien, en verdad. “Ustedes se tienen que hacer de San Lorenzo, el gran campeón. Levante la mano quién es del “Santo” (dos o tres levantan su mano izquierda). Después dice: “Ahora los que son de Boca”. Ahora casi todos lo hacen. “Pero, ustedes no aprenden más”, reclama con una sonrisa cómplice. Más serio, le comenta al No: “Las mujeres de la villa son leonas, tienen seis o siete hijos, pero minga que van a desentenderse de ellos. Los aman, a pesar de todo y hacen lo imposible por su pan”.
En el comedor, una chica rubiecita “de Quilmes” estaba rodeada de varias morochitas. Le tocan el pelo, la acarician. Luis explica: “Ellas se sienten distintas a las chicas que propone la TV. También les extraña que yo sea pelado, porque de ellos ninguno es pelado. Todos tienen pelo morochón grande y duro. Qué querés que te diga... Al final terminás amando su forma de vivir, la música, todo. Por más que te gusten Mozart y Beethoven, estás con ellos, bailás y la cumbia te parece linda”. “Padre, padre, ¿es cierto que se casa?”. Carmen, una mujer de unos 50 años, es la portavoz del chisme. Desde que Farinello renunció a la iglesia, luego de 34 años de trabajo, la gente piensa que se va a casar. “No, ni loco ¿con 60 años querés que me case. Ya estoy viejo, che...”, le contesta. El tema se impone enseguida. “El celibato tiene que ser optativo. Me parece heroico que alguien quiera entregar toda a su vida a los pobres y a Dios. Pero si otro se quiere casar, que lo haga. Jesús, cuando eligió a los apóstoles, eligió solteros y casados. Pedro, el primer Papa, era casado. La disciplina se impuso luego. Pero creo que va a cambiar. Todo lo que se impone es malo”.
Han pasado seis horas. Y Luis no para. “Hola, Marcelo, mirá que hoy tengo un casamiento, no pongas todas las baldosas”, le dice al albañil que apura el paso para terminar el piso de la capilla cuanto antes. “¿Qué tal, doctor?, este sol está enfermo...”. El doctor trabaja ad honorem en la salita de la fundación. Lo está esperando para hablar cinco minutos. Quiere agregar un consultorio. La resolución es rápida. “Sí, no hay drama. Tiramos esta pared y lo ponemos acá”. Arreglado el tema, vuelve a cruzar. De nuevo en la villa, a pleno sol y con un calor insoportable, un tal Roberto pregunta: “¿Qué pasa con ese Cavallo que no viene ahora?”. La gente da letra y Farinello no gambetea el desafío: “Acá, en épocas de elecciones vinieron De la Rúa, Duhalde y Cavallo. Algunos se portaron bien. Pero hay otros casos en los que los políticos utilizan la miseria para sacar votos. Por ejemplo, cuando Corach ganó las internas en laCapital, fueron a buscar gente con bolsitas de comida a una villa. Me impresionó una señora que dijo en público que votó a la boleta que le dieron porque la habían llevado en auto. Por supuesto que no sabía que nombre figuraba en la boleta porque era analfabeta. Eso me repugna y es una constante en la política argentina. Gana el que más plata tiene. Me da vuelta las tripas”.
¿Y los pibes? ¿Los que tienen entre 15 y 20 años? “Se pierden en la tristeza. Es jodido ser de la villa, la misma ropa siempre, ese olor a pobre, no te podés bañar porque no hay agua. Las inundaciones te hacen perder todo... La basura que la gente tira en la villa, las moscas, la infección, las ratas. Tu hermano mayor que te mandó a comprar cigarrillos, no fuiste, te pegó con el cinturón, te lastimó el ojo, nadie te llevó al hospital. Tu ojo lastimado para siempre. Cada hombre en la vida es lo que la vida le dio. Si a vos te criaron con amor, con caricias, vas a ser un buen tipo. Podés querer. Cuando es al revés, devolvés a la vida lo malo que te dio”. Sin comentarios.
En uno de los comedores, un retrato del Che Guevara se mezcla con fotos del Boca campeón. Debajo de la figura universal del Che, un par de frases ilustres del comandante. Pero los pibes no le dan importancia. Simple, no tiene que ver con ellos. “A los chicos de la villa el mundo no los toca. La misma sociedad los aparta y no tienen la posibilidad de conocerlo. No les queda otra que vivir aquí dentro con su cumbia, su cultura. Hay gente que ni siquiera conoce el Obelisco”, comenta Farinello. Y vuelta sobre la cumbia. Dos por tres, Luis se prende en un baile y le da parejo. Pero también tiene discos de Los Beatles y Sting. Y admira rockeros nacionales como Iván Noble y Ricardo Iorio (“tienen una sensibilidad terrible”), siempre listos para ayudarlo. Es más, uno de los temas del día –como si fuera poco– es la organización de un festival de heavy metal en la cancha de Nueva Chicago, a beneficio del hogar “Caritas Sucias”. “La sociedad hace pelota a los jóvenes, no los quiere. Entonces, el joven, mal mirado, protesta y hace todo lo que los grandes no quieren. Me parece bien. El rock es el símbolo de la juventud pisoteada. Y, aunque lo mío siempre fue fútbol y tango, tengo simpatía por esas expresiones. Me gustaría darles más, me gustaría que tomen esa antorcha que uno levantó en los setenta para que la mantenga prendida a su manera”. A cada rato, Farinello cita frases de canciones de León Gieco. Hace poco y sin ninguna difusión pública, el santafesino donó 14 mil dólares para la fundación. Y va a Quilmes muy seguido. “A León lo aman. El viene mucho aquí. Y hace canciones que a la gente de aquí les viene a la perilla. Pero los ídolos que tienen son los grupos de cumbia. A Los Redondos también los escuchan, pero es sólo un sector, aquel que no se siente de la villa. Que más bien la desprecia. Son los que consideran a su gente como mersa, aunque sean tan pobres como ellos”. Ajá. Luis opina, además, que una de las maneras de aferrarse a la vida en la pobreza es tener muchos hijos. Lo que muchos ven como “promiscuidad descontrolada”, otros lo asocian con el amor a la vida. Sin embargo, hay un grupo de la organización que da charlas informativas para controlar los índices de natalidad, cuyo promedio alcanza los seis o siete hijos por pareja. Pero... “En general, las rechazan por cultura. Enseguida piensan ‘el padre Luis no quiere que tengamos hijos’. Además, enseguida asocian afecto con sexo. Pasa esto porque hay un despertar sexual muy temprano. Un chico de 8 años ya ve cosas y habla sobre temas que no entiende”.
La jornada, agotadora, llega a su fin. De repente, un grito: “¡Yo no creo en Dios!”. Un hombre, pantalón corto, algo malhumorado, no quiere sacarse una foto con Farinello. Para todos la foto es algo serio, algo que los eterniza. No es cosa de todos los días. Pero ese hombre se niega. Para Luis, no es nada grave. “Dios es tan esencial, tan necesario que no me puedo concebir sin él. Pero tengo ateos amigos del alma, con quienescompartimos una misma visión sobre el hombre y la pobreza. Soy mucho más amigo de ellos, que de tipos que se dicen religiosos. Creo que entre los ateos y los creyentes hay muchas cosas en común. En el tipo que dice que cree mucho, hay dudas. Y en el tipo que dice que no cree también. Miente quien afirma que no duda. Dios es difícil, no es para cobardes. Te mete en cada lío...” Ya de regreso a la fundación, Luis va por su auto, un Renault 12 azul, de los viejos (“basta que ande, todo bien”). Está apurado, luego de unos mates, tiene que “rajar” a una charla. En el viaje de regreso, la duda es bien fuerte. ¿Qué sería del país si en vez de multiplicarse los problemas, se multiplicaran Farinellos? El sol se pone en Quilmes. Las villas del Camino General Belgrano siguen ahí, en ese sur distante, tercamente ajeno.

This is hardcore

C.V.

Historia 1: “En tiempos de Alfonsín, una chica de 14 años fue a unas vacaciones para chicos muy pobres que había organizado el gobierno radical. Pudo ir a Córdoba. Allí estaban las sierras, comía todos los días, bailaba cumbia. Y conoció a un chico de Jujuy, de su misma edad. Se enamoraron. Cuando regresó, se fijó en un mapa donde estaba Jujuy. Cuando lo vio allá lejos en el norte dijo ‘qué lejos queda, jamás lo voy a volver a ver’. Tomó veneno de ratas y se mató”.
Historia 2: “Una chiquita era sordomuda. Cuando entraba a la villa se agarraba de mi pantalón, vaya a saber qué me quería decir. Un día se incendió su casita, había como 500 pibes alrededor. Pero nadie se acordó de ella. Cuando terminó el fuego, entraron para ver si podían salvar algo. Ella estaba debajo de la camita, muerta. Pobrecita, no pudo gritar”.
Historia 3: “Esta es de amor. Una chica, hermana mayor, criaba a todos sus hermanitos. La madre había muerto y el padre estaba paralítico. Enfrente vivía un muchacho, pelo largo, cumbia, guitarra y se enamoraron. Ambos deciden irse de la miseria. El con su guitarra, ella con su ropita. Empezaron a irse, agarraron la calle Pasco, caminaron, empezó a llover. Sentían ambulancias, sirenas de policía, imaginaron que sus padres habían hecho la denuncia, que los estaban buscando. Se metieron en un baldío lleno de yuyos, se escondieron, quisieron hacer el amor, no pudieron porque ella lloraba, tenía frío. A los seis días regresan, muertos de hambre y frío, ¿dónde iban a encontrar un lugarcito para formar una familia? Vino a verme: ‘mi papá me mata’. Fui a ver al papá, le dije ‘no le pegues, es tu hija, tiene 17 años, vos también los tuviste, se enamoró, es buena piba. Además no pasó nada’. A la noche, cuando la chica se acercó a la cama con la comida, el padre la manoteó, la agarró y le dio una paliza terrible. Le dije: ‘la próxima vez que se escapa no viene nunca más’”.