Pequeñas historias del Servicio Militar pos Carrasco: de vocación,
de orgullo patrio y de necesidad económica
A cinco años de la derogación de la obligatoriedad
del servicio militar, los voluntarios (y voluntarias) que se calzan el
uniforme verde oliva dicen que lo principal es la vocación. Pero las cifras
que el propio Ejército maneja, por ejemplo, reflejan que la colimba se
convirtió en una opción de trabajo para estos tiempos de crisis. Opción
que, inclusive,los puede mandar en misión de paz hacia algún destino exótico.
Texto:BRUNO
MASSARE
Fotos: TAMARA PINCO
Hubo
un tiempo en el que un bolillero decidía el destino del joven argentino
durante un año. O más. Que el número bajo, que la revisión médica, que
ahí te vas a hacer hombre, que hay que obedecer al llamado de la Patria.
Manojo de frases que pasaron a retiro después de que, felizmente, la presión
social posterior al caso Carrasco decretó la defunción del Servicio Militar
Obligatorio. Corría 1995 cuando la primera camada de voluntarios se asomó
tímidamente por cuarteles y regimientos. De yapa venía con una sorpresita
molesta para los más conservadores: mujeres. Como parte del lavado de
imagen que recibieron las Fuerzas Armadas, el Servicio Militar de hoy
seduce a los interesados con misiones de paz en exóticos destinos como
Kuwait y Chipre. Pero hay otras razones. Las vacantes del Ejército –15.000
por año– no alcanzan a cubrir la demanda de postulantes y los voluntarios
parecen estar tan cómodos que los asusta la posibilidad de abandonar –el
límite son los 28 años– su vocación. Es que este SM pasó a convertirse
en una alternativa para excluidos en tiempos de desocupación y pobreza.
Según estadísticas del Ejército, alrededor del 80 por ciento de los que
ingresan sólo cuentan con estudios primarios o apenas algo más que eso.
Armados sólo de ilusiones, estos chicos y chicas no son enviados a ninguna
guerra. O tal vez sí.
Una
mañana en Campo de Mayo
“Lo veo como un trabajo pero también como una vocación. Te tiene que gustar
esto, hay que bancarse un montón de cosas y muchas veces tenés que obedecer
órdenes que no te gustan”, dice Antonio Fontana (23), que llegó con la
primera camada de voluntarios. Antonio es de Ituzaingó, tiene la sonrisa
fácil y pecas repetidas por todo el rostro. “A mí me sortearon, pero justo
fui de la primera clase que no lo hizo. Yo estaba seguro de que quería
estar acá. Hay un poco más de reglamento que afuera, pero tiene otras
cosas muy buenas como el compañerismo, se hacen muchos amigos”, asegura.
El Batallón de Ingenieros 601 es todo lo militar que puede serlo. Prolijo,
limpio, ordenado, aséptico. Y en Campo de Mayo hay que madrugar, además.
Todo comienza a las 6 de la mañana y las actividades se prolongan hasta
las 4 de la tarde, cuando algunos vuelven a su casa. Otros salen y regresan
para dormir. “A veces voy a ver a mis viejos, sobre todo los fines de
semana, si no me quedo haciendo algo acá”, dice Fontana. Lo de Adrián
Escalante (25) es algo menos convencional. Adrián es de Mendoza y vive
con su familia... En el regimiento. Está casado con Claudia, una voluntaria
que conoció allí y de la relación nació una hija de tan sólo unos meses.
“Me ayudó mucho irme al exterior –estuvo en Kuwait– porque además de ser
una experiencia fantástica te pagan muy bien”, dice. El “soldado Escalante”
–como formalmente se presenta– formó parte de un grupo de asalto aéreo
y es uno de los pocos que antes había hecho el viejo servicio militar.
“En mi caso fue una buena experiencia, pero sé de otros que no la pasaron
tan bien. Después estuve un año afuera y volví a entrar. Cambió mucho
el trato y también la capacitación, nosotros exigimos que se nos enseñe
algo más que lo básico.” Una sensación de incertidumbre envuelve el futuro
de Adrián: sabe que por su edad tendrá que abandonar el Ejército en unos
pocos años. “No tengo idea sobre qué voy a hacer, no me veo en otra cosa
que en esto. Pero habrá que poner el pecho y darle para adelante”, se
resigna. Leandro (23) llegó desde San Juan y es de los nuevos. Ingresó
este año persuadido por su hermano, músico de la Escuela de Suboficiales
Sargento Cabral. Leandro dejó de estudiar apenas empezada la secundaria
y antes de engancharse trabajaba en una mina en la zona cordillerana.
“Creo que acá la vida es normal, sólo que te tiene que gustar este tipo
de régimen. Yo la paso bien, salgo todas las tardes a caminar y a sacar
fotos.” Por el momento Leandro no hace planes y sólo piensa en su presente.
“Por mi edad estoy un poco limitado, pero quiero aprovechar todo lo que
pueda, prefieroesto a lo que estaba haciendo antes, y además acá se aprenden
muchas cosas”, comenta.
Las
chicas de Balza
Emilia y Daniela tienen 20 años. Ambas tienen muchas cosas en común: hace
tres años ingresaron como voluntarias –Emilia es de Monte Grande, provincia
de Buenos Aires; Daniela de Posadas, Misiones– y cumplen tareas en el
Centro de Operaciones del Ejército (Cenope), en el Edificio Libertador,
a metros de la Casa Rosada. Como su nombre lo sugiere, el lugar es el
núcleo administrativo de las diferentes acciones de la Fuerza. Las chicas,
salvo por el uniforme, no distan mucho del prototipo de una empleada administrativa.
Computadoras, impresoras y mesas cubiertas con papeles terminan por darle
un aspecto de oficina al lugar. Cuesta empezar la charla. Todos de pie,
se miran entre ellas, demoran cada respuesta, hablan entrecortado. Miran
a un superior, que, no demasiado lejos, intenta no perder el hilo de una
conversación que todavía no es tal. Emilia cuenta que empezó abogacía
y entonces se suma Daniela, diciendo que ella también, agregando otra
coincidencia a las anteriores. “Es una aspiración que tenía desde hace
mucho tiempo”, suelta Daniela. “Me incorporé apenas terminé la secundaria,
desde chica me gustaban las armas, los tanques, los camiones, todas esas
cosas que supuestamente las mujeres no podemos tocar”, dice Emilia, que
–recuerda– estuvo durante varios meses en Chipre, en una misión de paz.
Las chicas toman confianza. Daniela reconoce que “al principio tenía muchas
dudas”, y que a su familia le resultó chocante el ingreso al Ejército,
pero “cuando vieron que esto me hacía feliz, lo entendieron”. Emilia fue
a un colegio de monjas, Daniela también, y cuando ésta intenta explicar
qué la decidió a anotarse, recuerda su infancia en Posadas: “El colegio
al que iba era un lugar con una disciplina muy rígida, todo en su lugar.
A mí me gustaba eso, y nunca encontré un lugar parecido a ése hasta que
entré en el Ejército, fue como volver a aquellos tiempos”. “Yo siempre
digo que si tuviera a mi hijo conmigo no me iría nunca de acá”, dice Jimena
(23), de Baradero, provincia de Buenos Aires. Jimena se enganchó en el
‘95 y cuenta que suele extrañar mucho a su hijo ya que sólo puede verlo
durante los fines de semana –está en San Nicolás– y que se enganchó como
voluntaria casi por curiosidad. “Estaban haciendo publicidad y me pareció
interesante, antes había pensado en entrar en la policía”, recuerda. En
un principio fue San Nicolás y hoy está en Campo de Mayo, donde trabaja
como auxiliar administrativa. “Al principio nos sentíamos de otro palo,
como muy observadas, pero con el tiempo eso cambió. De todas formas, nos
tratan diferente, y en los trabajos más pesados las mujeres siempre se
quedan afuera”, ¿se queja?
Los
Patricios
En el Regimiento de Patricios hay juegos para chicos, campeonatos de ajedrez,
tanques y cañones: todo en exposición, todo para subirse y para ser tocado
y manejado, todo para entrar en confianza con el mundo militar. Dentro
de uno de los grises edificios habla Edgardo Giménez, chaqueño, de 25
años. Edgardo tuvo que abandonar la secundaria en segundo año por problemas
económicos y llegó a Patricios en el ‘95. Al igual que la mayoría de sus
compañeros del regimiento, lo de Edgardo son los desfiles. “Hacemos ceremoniales,
como por ejemplo el relevo de bandera en el Cabildo o en el Monumento,
en Rosario”, dice. Pero las actividades no siempre resultan igual de agradables.
“Hay desfiles que te matan, son horas y horas de estar parado, a veces
con mucho calor, otras con frío. A pesar de todo, para los que nos gusta
este tipo de vida está muy bien.” Pablo Herrera (23) era jockey en Concordia,
Entre Ríos. Pero desde sus 18 años los caballos dejaron de ser su pasión
después de un accidente que por pocono le cuesta la vida. “Nunca más me
subí a uno”, asegura. Pablo sólo hizo la escuela primaria y se anotó como
voluntario, también en el ‘95. “Desde chico me gustan los desfiles, siempre
fui a verlos. Me gustan las formaciones, el hecho de poder lucir un uniforme
histórico”, dice. Juan, también de 23, pero de José C. Paz coincide con
su compañero. “Para mí es un orgullo poder estar acá y poder participar
de los ceremoniales, los chicos te ven con el uniforme y te dan besos,
hasta te piden autógrafos. Es muy lindo el reconocimiento”, dice. Todos
coinciden en que los primeros tiempos fueron más duros de lo que esperaban.
Según Edgardo, “al principio te tienen de acá para allá, te dan dos minutos
para bañarte y otros tantos para desayunar. Ahí es cuando uno se dice:
¿Qué hago acá? Yo reconozco que dudé en ese momento, pero pasados unos
meses el ambiente mejora”. Juan recuerda que muchos no soportaron ese
trato. “Al principio éramos más de 120, a la semana quedábamos 90 y ahora
debemos ser unos 30. Muchos vienen a ver qué pasa, creyendo que se trata
de un trabajo como cualquier otro. Y esto no es una fábrica, es el Ejército,
y eso implica una disciplina que no todos están dispuestos a soportar.”
Pablo lo tiene claro. “El que viene sólo por la plata es el que primero
se va.” n
La Mona
todo el día
por
el Mono (Kapanga)
Hice el servicio en el ‘88, en Quilmes, y tengo muy buenos recuerdos
de esa época: fue una de las mejores experiencias que tuve en
toda mi vida y además gané un montón de amigos. Y gracias a la
colimba soy músico, porque había unos cabos que no paraban de
escuchar a la Mona Jiménez y ahí me enganché a full. Los primeros
meses fueron bastante duros, pero después la cosa se afloja y
empezás a conocer mejor a los que te rodean, aparece el compañerismo.
Y eso que yo estuve como 14 meses, pero tuve bastante suerte,
no hacía casi nada, me la pasaba cargando unas baterías. Los pibes
que hacían guardias no la pasaban tan bien. Con el tiempo te das
cuenta quiénes son los buenos y quiénes los malos. Yo conservo
amistades desde esa época, así que fue una de las mejores cosas
que me pasaron.
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¿Sabés
lo que es tener sarna?
Por
Mario Pergolini
Fueron sólo 23 días, en el ‘84, pero fueron los días más
miserables de mi vida. A todos esos milicos los recuerdo de la
peor forma, no conocí a media persona que valiera la pena. No
aprendí nada, lo único que te enseñaban era a ser un ladrón. La
comida era una cosa horrible, era invierno y nos sacaban en calzoncillos
a un gran patio, parecía que disfrutaban haciéndote daño. Y hasta
me agarré sarna, ¿sabés lo que se siente tener sarna? Se te levanta
la piel como a los perros. Estuve internado en enfermería y al
final me hicieron una nueva revisión y zafé, les dije que no me
podía mantener parado. Es uno de mis peores recuerdos, nunca lo
voy a olvidar. No sé a qué clase de mente perversa se le puede
ocurrir hacer algo así.
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Comunicado
nº 1
Todo habría
quedado en uno de esos tantos episodios de “baile”. Pero el 6
de marzo de 1994 alguien se pasó de rosca: después de estar “desaparecido”
durante un mes, el soldado Omar Carrasco fue encontrado muerto
en el cuartel de Zapala. Hubo una fuerte repercusión en los medios,
varias marchas y el decreto presidencial que no tardó en caer.
Resultado: Servicio militar voluntario en sólo ocho meses. “Era
una aspiración del Ejército desde principios de la década, pero
nosotros preferíamos un sistema mixto –explica el general Ricardo
Brinzoni, director del Estado Mayor del Ejército–. Con el actual
cupo de voluntarios no nos alcanza, hoy el país no tiene ningún
tipo de reservas ante un eventual conflicto.” Brinzoni dice estar
muy conforme con la marcha de la nueva modalidad, pero defiende
la necesidad de una “porción” obligatoria: “Yo le asigno una importancia
fundamental al servicio militar obligatorio porque es integrador,
es una manera de igualar a todos”. Por razones presupuestarias
el Ejército sólo puede incorporar hasta 15.000 voluntarios por
año, mientras que la Armada y la Fuerza Aérea (que a pesar de
reiterados llamados a lo largo de varios meses, no participaron
de esta nota) tienen un techo de 1500 voluntarios. El tope de
edad para ingresar es de 24 años y tras la selección –se presenta
un promedio de 3 hombres y 8 mujeres por cada vacante– los elegidos
hacen un curso de admisión de 8 semanas. Una vez aprobado el curso
son incorporados. “Transformamos al civil en un soldado standard,
combatiente, individual” (sic), intenta explicar el coronel Juan
Carlos Mañé, jefe del Departamento de Movilizaciones. Los que
ingresan pueden ir escalando categorías y además tienen la posibilidad
de seguir la carrera militar, siempre que la edad se los permita,
en tanto como voluntario el tope es de 28 años. El sueldo oscila
entre los 500 y los 900 pesos dependiendo del lugar del país y,
según Mañé, “las provincias que más aportan son las de mayor población,
mayor tradición militar y también mayor desocupación. En general
son de clase media baja y baja, aunque ahora no hay tantos semianalfabetos
como antes”.
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