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Jueves 17 de Febrero de 2000
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Pequeñas historias del Servicio Militar pos Carrasco: de vocación, de orgullo patrio y de necesidad económica

A cinco años de la derogación de la obligatoriedad del servicio militar, los voluntarios (y voluntarias) que se calzan el uniforme verde oliva dicen que lo principal es la vocación. Pero las cifras que el propio Ejército maneja, por ejemplo, reflejan que la colimba se convirtió en una opción de trabajo para estos tiempos de crisis. Opción que, inclusive,los puede mandar en misión de paz hacia algún destino exótico.

Texto:BRUNO MASSARE
Fotos: TAMARA PINCO

Hubo un tiempo en el que un bolillero decidía el destino del joven argentino durante un año. O más. Que el número bajo, que la revisión médica, que ahí te vas a hacer hombre, que hay que obedecer al llamado de la Patria. Manojo de frases que pasaron a retiro después de que, felizmente, la presión social posterior al caso Carrasco decretó la defunción del Servicio Militar Obligatorio. Corría 1995 cuando la primera camada de voluntarios se asomó tímidamente por cuarteles y regimientos. De yapa venía con una sorpresita molesta para los más conservadores: mujeres. Como parte del lavado de imagen que recibieron las Fuerzas Armadas, el Servicio Militar de hoy seduce a los interesados con misiones de paz en exóticos destinos como Kuwait y Chipre. Pero hay otras razones. Las vacantes del Ejército –15.000 por año– no alcanzan a cubrir la demanda de postulantes y los voluntarios parecen estar tan cómodos que los asusta la posibilidad de abandonar –el límite son los 28 años– su vocación. Es que este SM pasó a convertirse en una alternativa para excluidos en tiempos de desocupación y pobreza. Según estadísticas del Ejército, alrededor del 80 por ciento de los que ingresan sólo cuentan con estudios primarios o apenas algo más que eso. Armados sólo de ilusiones, estos chicos y chicas no son enviados a ninguna guerra. O tal vez sí.

Una mañana en Campo de Mayo
“Lo veo como un trabajo pero también como una vocación. Te tiene que gustar esto, hay que bancarse un montón de cosas y muchas veces tenés que obedecer órdenes que no te gustan”, dice Antonio Fontana (23), que llegó con la primera camada de voluntarios. Antonio es de Ituzaingó, tiene la sonrisa fácil y pecas repetidas por todo el rostro. “A mí me sortearon, pero justo fui de la primera clase que no lo hizo. Yo estaba seguro de que quería estar acá. Hay un poco más de reglamento que afuera, pero tiene otras cosas muy buenas como el compañerismo, se hacen muchos amigos”, asegura. El Batallón de Ingenieros 601 es todo lo militar que puede serlo. Prolijo, limpio, ordenado, aséptico. Y en Campo de Mayo hay que madrugar, además. Todo comienza a las 6 de la mañana y las actividades se prolongan hasta las 4 de la tarde, cuando algunos vuelven a su casa. Otros salen y regresan para dormir. “A veces voy a ver a mis viejos, sobre todo los fines de semana, si no me quedo haciendo algo acá”, dice Fontana. Lo de Adrián Escalante (25) es algo menos convencional. Adrián es de Mendoza y vive con su familia... En el regimiento. Está casado con Claudia, una voluntaria que conoció allí y de la relación nació una hija de tan sólo unos meses. “Me ayudó mucho irme al exterior –estuvo en Kuwait– porque además de ser una experiencia fantástica te pagan muy bien”, dice. El “soldado Escalante” –como formalmente se presenta– formó parte de un grupo de asalto aéreo y es uno de los pocos que antes había hecho el viejo servicio militar. “En mi caso fue una buena experiencia, pero sé de otros que no la pasaron tan bien. Después estuve un año afuera y volví a entrar. Cambió mucho el trato y también la capacitación, nosotros exigimos que se nos enseñe algo más que lo básico.” Una sensación de incertidumbre envuelve el futuro de Adrián: sabe que por su edad tendrá que abandonar el Ejército en unos pocos años. “No tengo idea sobre qué voy a hacer, no me veo en otra cosa que en esto. Pero habrá que poner el pecho y darle para adelante”, se resigna. Leandro (23) llegó desde San Juan y es de los nuevos. Ingresó este año persuadido por su hermano, músico de la Escuela de Suboficiales Sargento Cabral. Leandro dejó de estudiar apenas empezada la secundaria y antes de engancharse trabajaba en una mina en la zona cordillerana. “Creo que acá la vida es normal, sólo que te tiene que gustar este tipo de régimen. Yo la paso bien, salgo todas las tardes a caminar y a sacar fotos.” Por el momento Leandro no hace planes y sólo piensa en su presente. “Por mi edad estoy un poco limitado, pero quiero aprovechar todo lo que pueda, prefieroesto a lo que estaba haciendo antes, y además acá se aprenden muchas cosas”, comenta.

Las chicas de Balza
Emilia y Daniela tienen 20 años. Ambas tienen muchas cosas en común: hace tres años ingresaron como voluntarias –Emilia es de Monte Grande, provincia de Buenos Aires; Daniela de Posadas, Misiones– y cumplen tareas en el Centro de Operaciones del Ejército (Cenope), en el Edificio Libertador, a metros de la Casa Rosada. Como su nombre lo sugiere, el lugar es el núcleo administrativo de las diferentes acciones de la Fuerza. Las chicas, salvo por el uniforme, no distan mucho del prototipo de una empleada administrativa. Computadoras, impresoras y mesas cubiertas con papeles terminan por darle un aspecto de oficina al lugar. Cuesta empezar la charla. Todos de pie, se miran entre ellas, demoran cada respuesta, hablan entrecortado. Miran a un superior, que, no demasiado lejos, intenta no perder el hilo de una conversación que todavía no es tal. Emilia cuenta que empezó abogacía y entonces se suma Daniela, diciendo que ella también, agregando otra coincidencia a las anteriores. “Es una aspiración que tenía desde hace mucho tiempo”, suelta Daniela. “Me incorporé apenas terminé la secundaria, desde chica me gustaban las armas, los tanques, los camiones, todas esas cosas que supuestamente las mujeres no podemos tocar”, dice Emilia, que –recuerda– estuvo durante varios meses en Chipre, en una misión de paz. Las chicas toman confianza. Daniela reconoce que “al principio tenía muchas dudas”, y que a su familia le resultó chocante el ingreso al Ejército, pero “cuando vieron que esto me hacía feliz, lo entendieron”. Emilia fue a un colegio de monjas, Daniela también, y cuando ésta intenta explicar qué la decidió a anotarse, recuerda su infancia en Posadas: “El colegio al que iba era un lugar con una disciplina muy rígida, todo en su lugar. A mí me gustaba eso, y nunca encontré un lugar parecido a ése hasta que entré en el Ejército, fue como volver a aquellos tiempos”. “Yo siempre digo que si tuviera a mi hijo conmigo no me iría nunca de acá”, dice Jimena (23), de Baradero, provincia de Buenos Aires. Jimena se enganchó en el ‘95 y cuenta que suele extrañar mucho a su hijo ya que sólo puede verlo durante los fines de semana –está en San Nicolás– y que se enganchó como voluntaria casi por curiosidad. “Estaban haciendo publicidad y me pareció interesante, antes había pensado en entrar en la policía”, recuerda. En un principio fue San Nicolás y hoy está en Campo de Mayo, donde trabaja como auxiliar administrativa. “Al principio nos sentíamos de otro palo, como muy observadas, pero con el tiempo eso cambió. De todas formas, nos tratan diferente, y en los trabajos más pesados las mujeres siempre se quedan afuera”, ¿se queja?

Los Patricios
En el Regimiento de Patricios hay juegos para chicos, campeonatos de ajedrez, tanques y cañones: todo en exposición, todo para subirse y para ser tocado y manejado, todo para entrar en confianza con el mundo militar. Dentro de uno de los grises edificios habla Edgardo Giménez, chaqueño, de 25 años. Edgardo tuvo que abandonar la secundaria en segundo año por problemas económicos y llegó a Patricios en el ‘95. Al igual que la mayoría de sus compañeros del regimiento, lo de Edgardo son los desfiles. “Hacemos ceremoniales, como por ejemplo el relevo de bandera en el Cabildo o en el Monumento, en Rosario”, dice. Pero las actividades no siempre resultan igual de agradables. “Hay desfiles que te matan, son horas y horas de estar parado, a veces con mucho calor, otras con frío. A pesar de todo, para los que nos gusta este tipo de vida está muy bien.” Pablo Herrera (23) era jockey en Concordia, Entre Ríos. Pero desde sus 18 años los caballos dejaron de ser su pasión después de un accidente que por pocono le cuesta la vida. “Nunca más me subí a uno”, asegura. Pablo sólo hizo la escuela primaria y se anotó como voluntario, también en el ‘95. “Desde chico me gustan los desfiles, siempre fui a verlos. Me gustan las formaciones, el hecho de poder lucir un uniforme histórico”, dice. Juan, también de 23, pero de José C. Paz coincide con su compañero. “Para mí es un orgullo poder estar acá y poder participar de los ceremoniales, los chicos te ven con el uniforme y te dan besos, hasta te piden autógrafos. Es muy lindo el reconocimiento”, dice. Todos coinciden en que los primeros tiempos fueron más duros de lo que esperaban. Según Edgardo, “al principio te tienen de acá para allá, te dan dos minutos para bañarte y otros tantos para desayunar. Ahí es cuando uno se dice: ¿Qué hago acá? Yo reconozco que dudé en ese momento, pero pasados unos meses el ambiente mejora”. Juan recuerda que muchos no soportaron ese trato. “Al principio éramos más de 120, a la semana quedábamos 90 y ahora debemos ser unos 30. Muchos vienen a ver qué pasa, creyendo que se trata de un trabajo como cualquier otro. Y esto no es una fábrica, es el Ejército, y eso implica una disciplina que no todos están dispuestos a soportar.” Pablo lo tiene claro. “El que viene sólo por la plata es el que primero se va.” n

La Mona todo el día
por el Mono (Kapanga)

Hice el servicio en el ‘88, en Quilmes, y tengo muy buenos recuerdos de esa época: fue una de las mejores experiencias que tuve en toda mi vida y además gané un montón de amigos. Y gracias a la colimba soy músico, porque había unos cabos que no paraban de escuchar a la Mona Jiménez y ahí me enganché a full. Los primeros meses fueron bastante duros, pero después la cosa se afloja y empezás a conocer mejor a los que te rodean, aparece el compañerismo. Y eso que yo estuve como 14 meses, pero tuve bastante suerte, no hacía casi nada, me la pasaba cargando unas baterías. Los pibes que hacían guardias no la pasaban tan bien. Con el tiempo te das cuenta quiénes son los buenos y quiénes los malos. Yo conservo amistades desde esa época, así que fue una de las mejores cosas que me pasaron.


¿Sabés lo que es tener sarna?
Por Mario Pergolini

Fueron sólo 23 días, en el ‘84, pero fueron los días más miserables de mi vida. A todos esos milicos los recuerdo de la peor forma, no conocí a media persona que valiera la pena. No aprendí nada, lo único que te enseñaban era a ser un ladrón. La comida era una cosa horrible, era invierno y nos sacaban en calzoncillos a un gran patio, parecía que disfrutaban haciéndote daño. Y hasta me agarré sarna, ¿sabés lo que se siente tener sarna? Se te levanta la piel como a los perros. Estuve internado en enfermería y al final me hicieron una nueva revisión y zafé, les dije que no me podía mantener parado. Es uno de mis peores recuerdos, nunca lo voy a olvidar. No sé a qué clase de mente perversa se le puede ocurrir hacer algo así.


Comunicado nº 1

Todo habría quedado en uno de esos tantos episodios de “baile”. Pero el 6 de marzo de 1994 alguien se pasó de rosca: después de estar “desaparecido” durante un mes, el soldado Omar Carrasco fue encontrado muerto en el cuartel de Zapala. Hubo una fuerte repercusión en los medios, varias marchas y el decreto presidencial que no tardó en caer. Resultado: Servicio militar voluntario en sólo ocho meses. “Era una aspiración del Ejército desde principios de la década, pero nosotros preferíamos un sistema mixto –explica el general Ricardo Brinzoni, director del Estado Mayor del Ejército–. Con el actual cupo de voluntarios no nos alcanza, hoy el país no tiene ningún tipo de reservas ante un eventual conflicto.” Brinzoni dice estar muy conforme con la marcha de la nueva modalidad, pero defiende la necesidad de una “porción” obligatoria: “Yo le asigno una importancia fundamental al servicio militar obligatorio porque es integrador, es una manera de igualar a todos”. Por razones presupuestarias el Ejército sólo puede incorporar hasta 15.000 voluntarios por año, mientras que la Armada y la Fuerza Aérea (que a pesar de reiterados llamados a lo largo de varios meses, no participaron de esta nota) tienen un techo de 1500 voluntarios. El tope de edad para ingresar es de 24 años y tras la selección –se presenta un promedio de 3 hombres y 8 mujeres por cada vacante– los elegidos hacen un curso de admisión de 8 semanas. Una vez aprobado el curso son incorporados. “Transformamos al civil en un soldado standard, combatiente, individual” (sic), intenta explicar el coronel Juan Carlos Mañé, jefe del Departamento de Movilizaciones. Los que ingresan pueden ir escalando categorías y además tienen la posibilidad de seguir la carrera militar, siempre que la edad se los permita, en tanto como voluntario el tope es de 28 años. El sueldo oscila entre los 500 y los 900 pesos dependiendo del lugar del país y, según Mañé, “las provincias que más aportan son las de mayor población, mayor tradición militar y también mayor desocupación. En general son de clase media baja y baja, aunque ahora no hay tantos semianalfabetos como antes”.