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Paisaje
después de la batalla por Slavoj Zizek
Dije
economía política,
estúpido
En
The ticklish subject (Londres, Verso, 1999), uno de sus aportes más
recientes a la resurrección del pensamiento de izquierda, el
esloveno Slavoj Zizek recurre a su proverbial arsenal de heterodoxias
(Marx y las ficciones del cine industrial, Hegel, Lacan y la cultura
popular) para radiografiar la miseria del mundo y la indigencia que
impera en la imaginación radical. ¿Cómo salir de
punto muerto? La consigna, para Zizek, es politizarlo todo. Empezando
por el dinero.
I
Dos películas inglesas recientes dos relatos sobre la traumática
desintegración de la identidad masculina de la vieja clase obrera
expresan dos versiones opuestas del punto muerto de despolitización
en el que estamos. Tocando al viento (Brassed off) se centra en la relación
entre la lucha política real (la lucha de los mineros
contra las amenazas de cierre de minas, legitimadas por el progreso tecnológico)
y la expresión simbólica idealizada de la comunidad de los
mineros: su banda de música. Al principio, los dos aspectos parecen
oponerse: para los mineros, presos en la lucha por la supervivencia económica,
la actitud de ¡La música es lo único que importa!
del viejo director de la banda, que está muriéndose de un
cáncer de pulmón, equivale a una insistencia vana y fetichizada
en la forma simbólica vacía, desprovista de sustancia social.
Sin embargo, cuando los mineros pierden la batalla política, la
actitud de La música importa, su insistencia en tocar
y participar de un concurso nacional, se convierte en un gesto simbólico
de desafío, un verdadero acto de afirmación de fidelidad
a la lucha política. Como dice uno de los personajes: cuando ya
no hay esperanza, lo único que queda es ser fiel a los principios...
En suma, el acto se produce cuando llegamos a esa encrucijada o
más bien a ese cortocircuito de niveles, de modo que la insistencia
en la forma vacía (no importa lo que pase, seguiremos tocando en
nuestra banda...) se convierte en una señal de fidelidad al contenido
(a la lucha contra el cierre y por la conservación del estilo de
vida de los mineros). La comunidad minera pertenece a una tradición
condenada a desaparecer. Y es precisamente aquí donde hay que evitar
la trampa de acusar a los mineros de defender el viejo estilo de vida
reaccionario, machista y chauvinista de la clase obrera: el principio
de una comunidad reconocible es una razón por la que vale la pena
luchar, y bajo ningún punto de vista hay que dejarla en manos del
enemigo.
Todo o nada (The Full Monthy), nuestro segundo ejemplo, es como
La sociedad de los poetas muertos o Luces de la ciudad una de esas
películas en las que toda la línea narrativa se mueve en
dirección a su clímax final; en este caso, el desnudo total
que los cinco desocupados hacen en el local de striptease. Ese gesto final
ir hasta el fondo, mostrar sus sexos ante una platea
abarrotada implica un acto que, aunque opuesto, en un sentido, al
de Tocando al viento, en última instancia equivale a lo mismo:
la aceptación de la pérdida. Lo heroico del gesto final
de Todo o nada no está en persistir en la forma simbólica
(tocar en la banda) cuando su sustancia social se desintegra sino, por
el contrario, en aceptar lo que, desde la perspectiva de la ética
de la clase obrera masculina, no puede sino aparecer como la última
humillación: renunciar a la falsa dignidad masculina. (Recuerden
el famoso trozo de diálogo cerca del principio, cuando uno de los
héroes, después de ver a unas mujeres orinando de pie, dice
que están acabados, que ellos los hombres han perdido
el tren.) La dimensión tragicómica de la situación
reside en el hecho de que el carnavalesco espectáculo (de desnudarse)
no está protagonizado por los stripers habituales, bien dotados,
sino por hombres comunes, decentes, tímidos, relativamente maduros,
que decididamente no son apuestos. Su heroísmo consiste en que
deciden llevar a cabo el show aun siendo conscientes de que no tienen
el aspecto físico apropiado. Ese desajuste entre el acto y la inconveniencia
obvia de los actores le confiere al acto su verdadera dimensión
subime: del divertimento vulgar del desnudo, el acto se convierte en una
especie de ejercicio espiritual: se trata de renunciar al falso orgullo.
(El mayor de los hombres, ex capataz del resto, se entera, poco antes
del show, de que ha conseguido un trabajo, pero aun así decide
unirse a sus compañeros en el acto de fidelidad: la clave del show
no es simplemente ganar el dinero que tanto necesitan: es una cuestión
de principios.)
Lo que hay que tener presente, sin embargo, es que ambos actos, el de
Tocando al viento y el de Todo o nada, son actos de perdedores. Esto es,
dos modos de enfrentarse con la pérdida catastrófica: insistiendo,
en un caso, en la forma vacía como fidelidad al contenido perdido;
en el otro, renunciando heroicamente a los últimos vestigios de
falsa dignidad narcisística y consumando un acto para el cual son
grotescamente inapropiados. Y lo triste es que en algún sentido
ésa es nuestra situacion hoy. Hoy, después del desmoronamiento
de la idea marxista de que es el capitalismo mismo el que, bajo el disfraz
del proletariado, genera la fuerza que lo destruirá, ningún
crítico del capitalismo, ninguno de los que tan convincentemente
describen el vórtice mortal al que está arrastrándonos
el así llamado proceso de globalización, tiene ninguna idea
clara de cómo podemos librarnos del capitalismo. En suma, no estoy
pregonando un simple retorno a las viejas nociones de lucha de clases
y revolución socialista. La pregunta de cómo es posible
socavar realmente el sistema capitalista global no es una pregunta retórica.
Tal vez no sea realmente posible, al menos no en un futuro inmediato.
Hay, pues, dos actitudes: o la izquierda se enrola hoy nostálgicamente
en el encantamiento ritual de las viejas fórmulas, ya sean las
del comunismo revolucionario o las del Estado de bienestar del reformismo
socialdemócrata, desdeñando la nueva sociedad posmoderna
como una cháchara vacía y a la moda que vela la dura realidad
del capitalismo actual; o acepta el capitalismo global como el único
juego que hay en plaza y sigue la doble táctica de prometer
a los empleados el mantenimiento de un máximo posible de Estado
de bienestar, y a los empleadores el pleno respeto de las reglas de juego
(del capitalismo global) y la firme censura de las demandas irracionales
de los empleados. Así, en las políticas de izquierda actuales,
nos vemos limitados, en efecto, a elegir entre la actitud ortodoxa de
tararear dignamente las viejas canciones comunistas o socialdemócratas
(aunque sabemos que ya se les pasó el cuarto de hora) y la actitud
centro-radical del neolaborismo, que consiste en hacer un desnudo total,
en librarnos de los últimos vestigios del discurso izquierdista...
II
La gran novedad de la era pospolítica actual la era
del fin de las ideologías es la despolitizacion
radical de la esfera de la economía: el modo en que la economía
funciona (la necesidad de recortar el gasto social, etc.) es aceptado
como un simple dato del estado de cosas objetivo. Sin embargo, en la medida
en que esta despolitización fundamental de la esfera económica
sea aceptada, todas las discusiones sobre la ciudadanía activa
y sobre los debates públicos de donde deberían surgir las
decisiones colectivas seguirán limitadas a cuestiones culturales
de diferencias religiosas, sexuales o étnicas es decir, diferencias
de estilos de vida y no tendrán incidencia real en el nivel
donde se toman las decisiones de largo plazo que nos afectan a todos.
En suma, la única manera de crear una sociedad donde las decisiones
críticas de largo plazo surjan de debates públicos que involucren
a todos los interesados es poner algún tipo de límite radical
a la libertad del Capital, subordinar el proceso de producción
al control social. La repolitización radical de la economía.
Esto es: si el problema con la pospolítica actual (la administración
de los asuntos sociales) es que cada vez socava más la posibilidad
de una acción política verdadera, ese socavamiento responde
directamente a la despolitización de la economía, a la aceptación
común del Capital y de los mecanismos del mercado como herramientas/procedimientos
neutros que deben ser explotados.
Ahora podemos comprender por qué la pospolítica actual no
puede acceder a la dimensión verdaderamente política de
la universalidad: porque impide que silenciosamente la esfera de la economía
se politice. El terreno de las relaciones del mercado capitalista global
es la Otra Escena de la así llamada repolitización de la
sociedad civil pregonada por los partidarios de las políticas
de identidad y otras formas posmodernas de politización:
en la discusión sobre las nuevas formas de política que
brotan en todas partes, centradas en cuestiones particulares (derechos
gays, ecología, minorías étnicas...), en toda esa
actividad incesante de identidades cambiantes y fluidas, en toda esa construcción
múltiple de coaliciones ad hoc, hay algo inauténtico, algo
que, en última instancia, se parece demasiado a la actitud del
neurótico obsesivo, que habla todo el tiempo y despliega una actividad
frenética precisamente para garantizar que algo lo que realmente
importa no sufra perturbación alguna y permanezca inmovilizado.
Así, en vez de celebrar las nuevas libertades y responsabilidades
proporcionadas por la segunda modernidad, es mucho más
importante centrarse en aquello que permanece idéntico en medio
de esa fluidez y esta reflexividad globales, en lo que funciona como el
verdadero motor de esa fluidez: la lógica inexorable del Capital.
La presencia espectral del Capital es la figura del Otro que no sólo
sigue siendo operativo cuando se desintegran todas las encarnaciones tradicionales
del Otro simbólico, sino que directamente provoca esa desintegración:
lejos de enfrentarse con el abismo de la libertad cargado como está
con el peso de una responsabilidad que no se alivia recurriendo a la mano
auxiliadora de la Tradición o la Naturaleza, el sujeto actual
está preso, ahora quizá más que nunca, en una compulsión
inexorable que gobierna efectivamente su vida.
III
La ironía de la historia es que, en los países ex
comunistas de Europa del Este, los comunistas reformados fueron
los primeros que aprendieron la lección. ¿Por qué
muchos de ellos volvieron al poder por la vía de elecciones libres
a mediados de los años 90? Ese retorno prueba de manera definitiva
que, en efecto, esos estados han entrado en el capitalismo. Lo que equivale
a preguntarse: ¿qué es lo que defienden hoy los ex comunistas?
Dada su relación privilegiada con los nuevos capitalistas emergentes
(la mayoría miembros de la vieja nomenklatura que privatizó
las compañías que alguna vez dirigieron), ellos forman,
ante todo, el partido del gran Capital; más aún, para borrar
los rastros de su breve pero aun así traumática experiencia
con una sociedad civil políticamente activa, se fijaron la regla
de abogar por una rápida desideologización, se retiraron
del compromiso con la sociedad civil activa para refugiarse en el consumismo
pasivo y apolítico, las dos rasgos verdaderos que caracterizan
al capitalismo contemporáneo. Así, los disidentes se quedan
azorados cuando descubren el papel de mediadores evanescentes
que jugaron en el pasaje del socialismo al capitalismo, y que la clase
que gobierna ahora es la misma que la de antes, sólo que con un
nuevo disfraz. Es un error, pues, sostener que el retorno de los ex comunistas
al poder muestra hasta qué punto la gente, decepcionada por el
capitalismo, añora la vieja seguridad socialista; en una suerte
de negación de la negación hegeliana, el socialismo
aparece efectivamente negado sólo cuando los ex comunistas vuelven
al poder; esto es, lo que los analistas políticos perciben (equivocados)
como decepción ante el capitalismo es en realidad decepción
ante el entusiasmo ético-político para el cual no hay lugar
en el capitalismo normal. De modo que habría que reafirmar
la vieja crítica marxista de la reificación: hoy, poner
el énfasis en la despolitizada lógica economica objetiva
contra las formas supuestamente fechadas de las pasiones ideológicas
es la forma ideológica predominante, dado que la ideología
siempre es autorreferencial, esto es, se define a sí misma gracias
a la distancia que la separa de un Otro rechazado y denunciado como ideológico.
Por esa razón precisa porque la economía despolitizada
es la fantasía fundamental, no reconocida como tal,
de la política posmoderna, un acto verdaderamente político
implicaría necesariamente la repolitización de la economía:
en el contexto de una situación dada, un gesto cuenta como acto
sólo en la medida en que perturba (atraviesa) su fantasía
fundamental.
Así, a medida que la izquierda moderada, de Blair a Clinton, acepta
plenamente esa despolitización, asistimos a una extraña
inversión de roles: la única fuerza política seria
que sigue poniendo en cuestión las reglas irrestrictas del mercado
es la extrema derecha populista (Buchanan en EE.UU., Le Pen en Francia).
Cuando Wall Street reaccionó negativamente ante una caída
de la tasa de desempleo, Buchanan fue el único que señaló
la obviedad de que lo que es bueno para el Capital obviamente no es bueno
para la mayoría de la población. Contra la vieja creencia
de que la extrema derecha dice abiertamente lo que la derecha moderada
piensa en secreto pero no se atreve a decir públicamente (afirmar
abiertamente el racismo, la necesidad de una autoridad fuerte y la hegemonía
cultural de los valores occidentales, etc.), nos enfrentamos ahora con
una situación en la que la extrema derecha dice abiertamente lo
que la izquierda moderada piensa en secreto pero no se atreve a decir
en público (la necesidad de frenar la libertad del Capital).
Tampoco habría que olvidar que las milicias derechistas remanentes
suelen parecerse mucho a una versión caricaturesca de los resquebrajados
grupos de militantes de extrema izquierda de los años 60;
en ambos casos se trata de una lógica radical antiinstitucional:
el enemigo último es el aparato represivo de Estado (el FBI, el
ejército, el sistema judicial) que amenaza la supervivencia misma
del grupo, y el grupo se organiza como un cuerpo fuertemente disciplinado
para poder hacer frente a la presión. El contrapunto exacto de
esto es un izquierdista como Pierre Bourdieu, que defiende la idea de
una Europa unificada como un Estado social fuerte, capaz de
garantizar un mínimo de bienestar y de derechos sociales contra
el ataque violento de la globalización: es difícil evitar
la ironía ante un izquierdista radical que levanta barreras contra
el poder corrosivo global del Capital, tan fervorosamente celebrado por
Marx. Así, una vez más, es como si los roles se hubieran
invertido. Los izquierdistas apoyan un Estado fuerte como la última
garantía de las libertades civiles y sociales contra el Capital,
mientras que los derechistas demonizan al Estado y a sus aparatos como
si fueran la última máquina terrorista.
IV
Hay que reconocer, por supuesto, el impacto tremendamente liberador de
la politización posmoderna de terrenos hasta entonces considerados
apolíticos (feminismo, políticas gay y lesbiana, ecología,
problemas de minorías étnicas y otras): el hecho de que
esos problemas no sólo hayan sido percibidos como intrínsecamente
políticos sino que hayan dado a luz a nuevas formas de subjetivación
política rediseñó todo nuestro paisaje político
y cultural. De modo que no se trata de dejar de lado ese tremendo progreso
para reinstaurar alguna versión del así llamado esencialismo
económico: el asunto es que la despolitización de la economía
genera el populismo de la Nueva Derecha, con su ideología de la
Moral de la Mayoría, que hoy es el principal obstáculo para
la satisfacción de las numerosas demandas (feministas, ecológicas...)
en las que se centran las formas posmodernas de subjetivación política.
En suma, predico un retorno a la primacía de la economía
no en detrimento de los problemas planteados por las formas posmodernas
de politización, sino precisamente para crear las condiciones de
la más efectiva satisfacción de las demandas feministas,
ecológicas, etc.
Un indicador extra de la necesidad de algún tipo de politización
de la economía es la perspectiva abiertamente irracional
de concentración casi monopólica del poder en manos de un
solo individuo o corporación, como es el caso de Rupert Murdoch
o de Bill Gates. Si la próxima década produce la unificación
de los múltiples medios de comunicación en un solo aparato
que combine las características de una computadora interactiva,
un televisor, un equipo de video y de audio, y si Microsoft realmente
consigue convertirse en el dueño casi monopólico de ese
nuevo medio universal, controlando no sólo el lenguaje que se emplee
en él sino también las condiciones de su aplicación,
entonces es obvio que nos enfrentaremos con una situación absurda
en la que un solo agente, libre de todo control público, dominará
la estructura comunicacional básica de nuestras vidas y será,
por lo tanto, más poderoso que cualquier gobierno. Lo que da pie
para más de una intriga paranoica. Dado que el lenguaje digital
que todos usaremos habrá sido hecho por hombres y construido por
programadores, ¿no es posible imaginar a la corporación
que lo posea instalando en él un ingrediente de programación
secreto que le permita controlarnos, o un virus que ella misma podrá
detonar, interrumpiendo nuestra posibilidad de comunicación? Cuando
las corporaciones de biogenética afirman su propiedad sobre nuestros
genes patentándolos, lo que también hacen es plantear la
paradoja de que son dueñas de las partes más íntimas
de nuestro cuerpo, de modo que todos, sin ser conscientes de ello, ya
somos propiedad de una corporación.
La perspectiva que vislumbramos es que tanto la red comunicacional que
usamos como el lenguaje genético del que estamos hechos serán
propiedad de y controlados por corporaciones (o por una corporación)
libres del control público. Una vez más, el absurdo de esa
posibilidad el control privado de la base propiamente pública
de nuestra comunicación y reproducción, de la red misma
de nuestro ser social ¿no impone por sí solo la socialización
como única solución? En otras palabras, ¿no es el
impacto de la así llamada revolución de la información
en el capitalismo la ilustración última de la vieja tesis
marxista de que en cierto estadio de su desarrollo, las fuerzas
productivas materiales de la sociedad entran en conflicto con las relaciones
de producción existentes, o según una expresión
legal de la misma idea con las relaciones de propiedad en las que
hasta entonces funcionaron? ¿Acaso los dos fenómenos
mencionados (las imprevisibles consecuencias globales de decisiones tomadas
por compañías privadas; el evidente absurdo de ser
propietario del genoma de una persona o de los medios que los individuos
usan para la comunicación), a los que hay que sumar al menos el
antagonismo implícito en la idea de ser propietario
del conocimiento científico (dado que el conocimiento es por naturaleza
neutral a su propagación, esto es: no lo gastan la dispersión
ni el uso universal), no son suficientes para explicar por qué
el capitalismo actual debe recurrir a estrategias cada vez más
absurdas para mantener la economía de la escasez en la esfera de
la información, y por lo tanto para contener, en el marco de la
propiedad privada y las relaciones de mercado, el demonio que él
mismo liberó (inventando, por ejemplo, nuevos modos de prevenir
el copiado libre de información digitalizada)? En pocas palabras,
la perspectiva de la aldea global de la información,
¿no marca acaso el fin de las relaciones de mercado (que por definición
están basadas en la lógica de la escasez), al menos en la
esfera de la información digitalizada?
V
Tras la defunción del socialismo, el último temor del capitalismo
occidental es que otra nación o grupo étnico derrote a Occidente
en sus propios términos capitalistas, combinando la productividad
del capitalismo con alguna clase de hábitos sociales extraños
a nosotros, occidentales. En los 70, el objeto de temor y de fascinación
era Japón. Ahora, después de un breve interludio de fascinación
con el Sudeste asiático, la atención se concentra cada vez
más en China por su calidad de próxima superpotencia, en
la medida en que combinaría el capitalismo con la estructura política
comunista. Esa clase de temores da lugar últimamente a formaciones
puramente fantasmáticas, como la imagen que muestra a China superando
a Occidente en productividad y conservando al mismo tiempo una estructura
sociopolítica autoritaria difícil resistir la tentación
de llamar modo asiático de producción capitalista
a esa combinación fantasmática. Habría que
enfatizar, contra esos temores, que China, tarde o temprano, pagará
el precio de su desenfrenado desarrollo capitalista con nuevas formas
de tensión e inestabilidad social: la fórmula ganadora
combinar el capitalismo con la ética comunitaria asiática
cerrada está condenada a explotar. Ahora más
que nunca, se podría reafirmar la vieja fórmula marxista
según la cual el límite del capitalismo es el propio Capital;
el peligro para el capitalismo occidental no viene de afuera, de los chinos
o de algún otro monstruo capaz de derrotarnos en nuestro propio
juego, privándonos, al mismo tiempo, del individualismo liberal
occidental, sino del límite intrínseco al propio proceso
con que coloniza cada nuevo terreno (no sólo geográfico
sino también cultural, psíquico, etc.), con que erosiona
las últimas esferas de sustancialidad que se resisten a la reflexión.
Cuando el Capital ya no encuentre fuera de sí ningún contenido
sustancial de que alimentarse, ese proceso desembocará en algún
tipo de implosión. Habría que tomar literalmente la metáfora
de Marx según la cual el capitalismo es una entidad vampírica.
Siempre necesita alguna clase de productividad natural prerreflexiva
(talentos en distintas áreas del arte, inventores en la ciencia,
etc.) para alimentar su propia sangre, y así reproducirse a sí
mismo. Pero cuando el círculo se cierra, cuando la reflexividad
se vuelve completamente universal, es el sistema entero el que está
amenazado.
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