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CRONICA DE UNA RESIDENCIA EN SALUD MENTAL,
EN UN HOSPITAL DEL CONURBANO BONAERENSE
Dolores en la panza del terapeuta novel
En un libro que anticipa Página/12, un joven psicólogo narra sus experiencias en la residencia hospitalaria, donde el aprendizaje de la clínica se entrelaza con la vivencia de la crisis del hospital público. |
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Por Martín Smud *
A mitad del mes de junio de 1995, yo estaba en segundo año de la Residencia en Salud Mental del Hospital Manuel Belgrano (San Martín, provincia de Buenos Aires). Ese año debía rotar por un área de mi elección dentro del servicio de Salud Mental. Elegí el área de adultos. Si en primer año tuve que rogar para tener pacientes en tratamiento (pues mi tarea estaba dentro de la guardia externa y en el área de admisión y urgencias), ahora debía pedir que no me mandaran tantos pacientes. No solamente debía atenderlos sino también preparar ateneos clínicos, discusiones teórico-clínicas, rastreos bibliográficos de algún punto clínico relevante, supervisiones grupales e individuales, trabajos para ser presentados en jornadas, congresos, reuniones de servicio y en la misma residencia que los días jueves contaba con un espacio para ello.
Con los pacientes en tratamiento, empezaba a notar cambios, escribía entrevista tras entrevista, no quería perder lo que efectivamente había dicho el paciente y tampoco mis intervenciones: ¿podrían servirles para estar mejor? Escribir me trajo beneficios y tuvo consecuencias: por un lado no tenía que mantener la mirada continuamente en el paciente en un consultorio muy pequeño (esa mirada iba del paciente al papel donde escribía y de lo escrito al paciente), pero por otro lado, llegó un punto en que no sabía qué hacer con tantos papeles, y con tantos pacientes. Supervisaba un paciente más de una vez por semana, con más de un supervisor, por las dudas. No quería perderme nada y sobre todo no perder al paciente.
Una tarde de setiembre, la paciente que llamo Mary me dijo que, si no le decía qué tenía, se mataba. Un tanto azorado, quizás hasta con angustia, dije lo que me salió: �Usted es una neurótica histérica�. Por suerte esto la tranquilizó. Fui urgente a supervisar. El supervisor, que trabajaba hacía años con residentes, me contuvo y me dijo que eso era lo que él llamaba �amenaza de transferencia�, en la cual el terapeuta podía quedar inmovilizado, detenido, inhibido en su acto analítico.
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Era evidente que el segundo año era un año de clínica. Pero estaba también la política. La política dentro de la residencia, pero también la política de un hospital público tratando de sobrevivir en los 90, y la política de los profesionales haciendo lo que podían con los sacudones del contexto, y también la política de los pacientes con carencias en su salud, tanto médica como económica y psicológica. Fue muy crudo el encuentro con la política, que parecía invadirlo todo. Había política del país, del área de salud, del hospital, del servicio de Salud Mental, del psicoanálisis y hasta en la dirección de la cura en un caso particular. No había dónde no se metiera. Una psicóloga solía repetir con tono reflexivo y desesperanzado: �Seamos sinceros, en todos lados hay lucha de poder. ¿Quién puede marcar un pequeño terrenito, y decir �aquí no entra la política�?�.
Llegó un momento en que la política y la clínica se confundían, batallaban en el mismo campo. La política me había llevado a interesarme en el ciudadano. La clínica me llevó a interesarme en el sujeto del inconsciente, que nace en las grietas de la modernidad, en las grietas del sujeto político, configurando la pregunta por el destino que continuamente aparece en nuestros pacientes.
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Me faltaba mucho para comprender la histeria y a las histéricas. En ese momento volví a sufrir de ese dolor cerca de la panza que ya había sentido en primer año. Ese dolor crónico ¿sería un síntoma histérico? No sé si fue por tanta histeria, tantas histéricas, o que mi discurso se estaba histerizando, pero lo cierto era que yo mismo empezaba a tener síntomas.
Fue por esa época cuando le dije a Mary que era una histérica. ¿Qué le quise decir? Le cuento el caso a otro supervisor. Me dice que lo que hicefue darle un diagnóstico. �¿Y qué es un diagnóstico?� pregunta a todos los que estábamos presentes en esa supervisión grupal. Y él mismo responde: �Un diagnóstico no es sino la inclusión de la parte en el todo, y se emplea en forma habitual en las historias clínicas. Esta forma de validación es propia de la racionalidad científica�. Pero, agrega, �¿qué ocurre cuando un diagnóstico es dado a un paciente?�, y responde: �El diagnóstico es dador de ser, apunta al ser del que pide atención hospitalaria: da identidad.
Me quedaba más claro el momento en que, apurado por la pregunta de Mary, pregunta efecto de la indeterminación del ser, yo le había dado un ser de histérica. Yo la autorizaba a formar conjunto con las histéricas. El supervisor seguía hablando: la proliferación de ciertos diagnósticos por patologías no debería sorprendernos tanto como la inclinación que evidencia el hombre moderno a dejarse incluir en las categorías que las designan. La idea de ser enfermo despierta menos horror que alivio cuando, además de autorizar al sujeto a gozar de su síntoma, le asegura la referencia a un grupo, una identidad.
Otro día, un jueves, una docente daba clase sobre las estructuras clínicas. Le hice una pregunta: �He escuchado que una cosa es una histérica y otra cosa es ser una mujer. ¿Cómo se realiza ese pasaje entre la histérica y la mujer?�. Se asustó un poco con la pregunta, me miró y dijo: �No es tan fácil salir de la histeria. La posición de la mujer es problemática; debemos reconocer que, una vez comprometida la mujer en la histeria, su posición presenta una particular estabilidad. La mujer se enfrenta a un cuerpo histérico, a un fantasma histérico, a un discurso histérico y a un diagnóstico social histérico�.
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En el hospital, la gente de Salud Mental estaba siempre junta. Había infinidad de reuniones y de peleas y nuevamente reuniones. No nos era sencillo relacionarnos con otros profesionales. A mí, estando en guardia, no me quedaba otra. Empecé a conocer las especialidades médicas: médicos generalistas, traumatólogos, clínicos, cirujanos, tocoginecólogos, pediatras, neonatólogos. Pero también a otros trabajadores: parteras, enfermeros, cocineras. Me fui enterando de cómo estaba el hospital en relación con la situación política-sanitaria del país. Y también lo fui padeciendo. Una enorme cantidad de profesionales de guardia no estaban nombrados, estaba sin vigencia la carrera hospitalaria y en dos ocasiones les bajaron el sueldo de manera inconsulta. El hospital atravesaba la furia privatizadora, con ajustes presupuestarios y le exigían convertirse en una empresa autogestionaria. Debíamos pensarnos en la dimensión de la rentabilidad. Continuamente había marchas de protesta en las cuales los residentes participábamos.
Me parecía terrible: ante el deterioro laboral y la falta de seguro social, cada vez más gente acudiría al hospital público a pedir atención, y en ese contexto el hospital estaba en pleno recorte de profesionales y presupuesto. No quería pensar las consecuencias. Muchos morirían en el camino. Sin llegar. Y la mayoría serían pobres, o clase media caída del paraíso. Me acordé de Foucault, que en el nacimiento de los hospitales públicos ubicaba el contrato entre ricos y pobres: se experimentaba en el cuerpo del pobre para hallar los remedios que sirviesen cuando enfermara el rico. Era un contrato rubricado por el cuerpo moribundo del pobre, por la preocupación hipocondríaca del rico, intermediado por el saber de la medicina que agregaba su curiosidad y experimentación científica.
Pero ya no era el mismo contrato. Los espacios de ricos y pobres estaban separados, el contrato entre ricos y pobres ya no era definible.
El hospital era un lugar de referencia para el barrio, para llevar a sus heridos, a sus enfermos, a sus moribundos. En él se desarrollaba gran parte de sus tragedias. Y había cada vez más enfermos. Aumentaban las llamadas enfermedades de la pobreza. Era la parte más dura del trabajo, laparte donde no se podía cortar al hombre en pedazos y pensarlo en especialidades y funciones orgánicas.
Los profesionales, puestos ante esa realidad, éramos actores políticos. No sólo en la escena del hospital sino como defensores del irreconocible valor de la protección social. Todo estaba cambiando, y el profesional estaba ahí y lo que quedaba era mucho trabajo.
* Fragmentos del libro En guardia. Crónica de una residencia en salud mental, de próxima aparición (Editorial Letra Viva; con prólogo de Valentín Barenblit).
ENPSICLOPEDIA POR RUDY |
Costumbres de los neuróticos, parte 2
La caza del neurótico
Por Karl Psíquembaum
Como muchos psicoanalistas bien lo saben, no es tan simple la caza del neurótico, sobre todo si la idea es capturarlo lo más sano posible, y curarlo. Muchas veces los neuróticos olfatean la presencia de un psicoanalista y ponen en juego lo que en zoología se denomina �mecanismos de defensa�: dentro de los más conocidos se hallan la indiferencia, la postergación, la negación y la escasez de dinero, ficticia o real (algunos neuróticos tienen tan desarrollada esta defensa, que son capaces de perder todo su dinero con el único fin de no ser capturados por un psicoanalista). Otro de los mecanismos es el camuflaje: un neurótico le trasmite a su cazador la falsa imagen de que �él ya se está analizando con otro colega� y emite algunos sonidos que confunden al analista que deja escapar a su presa.
Epocas de caza: se sabe que hay momentos en el que los neuróticos abundan más que en otras; por ejemplo, para las fiestas de Navidad y fin de año, también es cierto que los neuróticos suelen migrar, en enero y febrero suelen buscar otro tipo de clima más cálido.
Lugares: los analistas suelen frecuentar los mismos lugares que los neuróticos: conferencias, cines, oficinas. El género neurótico, sobre todo la especie �diván� (�neuroticus divanis� en la clasificación) suele abundar en las ciudades; el así llamado �neurótico de campo� es más reacio al psicoanálisis.
Trampas: si el neurótico está en pareja, el analista puede cazarlos a ambos con la carnada de que van a comprender qué les ocurre.
Vida útil: los psicoanalistas saben que los neuróticos no les van a durar para siempre. La vida no es eterna (ése es uno de los motivos por los que los neuróticos son neuróticos) y además a veces los neuróticos se trasmutan a otra especie, la de los psicóticos (�neuroticus chalecus�), la de los sanos (�neuroticus curatus�) o la de los analistas (�neuroticus colegus�). Pero un buen neurótico puede durar más de 10 años en el diván, si se sabe (o si no se sabe) cómo tratarlo. |
POSDATA |
Deporte. �Capacitación del psicólogo en el área deportiva�, seminario coordinado por Marcelo Roffé, desde el 10 de 13 a 15 en la Facu de Psico de la UBA. 4932-6001 int. 133.
Soledad. �Aislamiento y soledad en la sociedad actual�, el 12 de 13 a 14.15 en la APBA, con F. Senderovsky y E. Romano.
Praxis. �La praxis psicoanalítica. Conceptos fundamentales�: seminario por varias instituciones en el Cultural San Martín, desde el 11 a las 20. Sarmiento 1551. Gratuito. |
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